/ jueves 25 de julio de 2019

A 25 años del genocidio de Ruanda

“En el colegio nos enseñaban a odiar a los tutsis. Nos decían que cuando recuperaran el control del país nos exterminarían”.- Valerie Bemeriki

El pasado 15 de julio se cumplieron 25 años del final de uno de los acontecimientos más atroces de la historia reciente en todo el mundo, y aún más, probablemente de toda la historia universal.

Nos referimos al genocidio de Ruanda, el nefasto intento de exterminio de la población tutsi perpetrado por el gobierno hutu de ese país africano, uno de los más pobres del planeta. En poco más de tres meses, los hutus masacraron a una gran parte de los tutsis, lo que en números brutos se estima entre medio millón y un millón de víctimas. En plena contemporaneidad, en plena globalización, ya casi empezando el nuevo milenio, la sinrazón hizo su aparición y supuso la muerte, desmembramiento y/o violación de cientos de miles de personas, la inmensa mayoría de ellas inocentes.

Para entender adecuadamente lo sucedido en 1994 en Ruanda, debe ponerse en contexto el escenario colonial imperante en Ruanda antes de su independencia, en donde la rivalidad entre ambas etnias fue incluso impulsada por el régimen belga, apoyando primero a un grupo y luego al otro, lo cual ocasionó graves fracturas sociales y culturales ante la ausencia de una idea de nación.

Según el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, por “genocidio” se entiende un conjunto de cinco actos cometidos con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; dichos actos son los siguientes: a) matanza de miembros del grupo; b) atentado grave contra la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; y e) traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo.

Por tanto, un genocidio es un crimen de lesa humanidad o contra la humanidad, el cual causa grandes sufrimientos intencionales o atenta gravemente contra la integridad física o la salud mental cuando se comete como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, al tenor del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

Los discursos de odio tuvieron un papel relevante en la matanza. La locutora Valerie Bemeriki. En sus propias palabras, “la radio fue creada con el objetivo de implementar la idea del genocidio”. Y “descripciones” como las siguientes eran comunes en todo hogar ruandés que tuviese radio, en referencia a los tutsis -cucarachas, como eran llamados por los hutus-: “su aspecto es horrible con ese pelo espeso y barbas llenas de pulgas.

Se parecen a los animales. En realidad, son animales. Las cucarachas tutsis son asesinos sedientos de sangre. Diseccionan a sus víctimas, extrayendo sus órganos vitales. Son bestias feroces. Pido que se levanten y luchen usando todo lo que encuentren. Cojan palos, garrotes y machetes, y eviten la destrucción de nuestro país”. Todo este rencor se difundió sin ninguna restricción, lo cual por supuesto incrementó el sentimiento de odio hacia los tutsis.

La indiferencia y el actuar tan pasivo de Occidente -empezando por Estados Unidos, que quizá por la poca riqueza y los pocos recursos naturales de Ruanda no emprendió una de sus aventuras armamentísticas para brindar supuesta paz a una región en conflicto-y de la Organización de las Naciones Unidas es algo que tampoco puede pasar desapercibido, pues su intervención fue muy vacilante y sin ningún compromiso real para parar el intento casi consumado de exterminio.

Al menos, de forma tardía se constituyó un órgano jurisdiccional de naturaleza internacional, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, que aunque enjuició y condenó a algunos líderes de la cúpula hutu a la cadena perpetua, nada hizo por las cientos o miles de promotores de la barbarie, ya sea por acción u omisión en cuanto tal.

A un cuarto de siglo, la obligada reflexión es que nunca debe volver a ocurrir algo como esto. Tanto tutsis como hutus de ideología radical tuvieron responsabilidad histórica, pues los primeros también llegaron a asesinar en 1972 a 350,000 hutus, lo cual incentivó el odio. Pero las mujeres, niñas, niños y hombres inocentes que murieron por razones étnicas deben ser honrados con un permanente llamado a la paz y con acciones concretas de la comunidad internacional para garantizarla.

Para acercarse desde el cine a estos hechos tan lamentables, existen algunas películas que se refieren a ellos, pero destacan sobre todo dos: “Hotel Ruanda” (Terry George, 2004) y “A veces en abril” (Raoul Peck, 2005). Ambas son retratos fidedignos de lo ocurrido en 1994, algo que como ya se dicho con anterioridad, nunca jamás debe volver a pasar en ningún lugar de la Tierra.

“En el colegio nos enseñaban a odiar a los tutsis. Nos decían que cuando recuperaran el control del país nos exterminarían”.- Valerie Bemeriki

El pasado 15 de julio se cumplieron 25 años del final de uno de los acontecimientos más atroces de la historia reciente en todo el mundo, y aún más, probablemente de toda la historia universal.

Nos referimos al genocidio de Ruanda, el nefasto intento de exterminio de la población tutsi perpetrado por el gobierno hutu de ese país africano, uno de los más pobres del planeta. En poco más de tres meses, los hutus masacraron a una gran parte de los tutsis, lo que en números brutos se estima entre medio millón y un millón de víctimas. En plena contemporaneidad, en plena globalización, ya casi empezando el nuevo milenio, la sinrazón hizo su aparición y supuso la muerte, desmembramiento y/o violación de cientos de miles de personas, la inmensa mayoría de ellas inocentes.

Para entender adecuadamente lo sucedido en 1994 en Ruanda, debe ponerse en contexto el escenario colonial imperante en Ruanda antes de su independencia, en donde la rivalidad entre ambas etnias fue incluso impulsada por el régimen belga, apoyando primero a un grupo y luego al otro, lo cual ocasionó graves fracturas sociales y culturales ante la ausencia de una idea de nación.

Según el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, por “genocidio” se entiende un conjunto de cinco actos cometidos con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; dichos actos son los siguientes: a) matanza de miembros del grupo; b) atentado grave contra la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; y e) traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo.

Por tanto, un genocidio es un crimen de lesa humanidad o contra la humanidad, el cual causa grandes sufrimientos intencionales o atenta gravemente contra la integridad física o la salud mental cuando se comete como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, al tenor del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

Los discursos de odio tuvieron un papel relevante en la matanza. La locutora Valerie Bemeriki. En sus propias palabras, “la radio fue creada con el objetivo de implementar la idea del genocidio”. Y “descripciones” como las siguientes eran comunes en todo hogar ruandés que tuviese radio, en referencia a los tutsis -cucarachas, como eran llamados por los hutus-: “su aspecto es horrible con ese pelo espeso y barbas llenas de pulgas.

Se parecen a los animales. En realidad, son animales. Las cucarachas tutsis son asesinos sedientos de sangre. Diseccionan a sus víctimas, extrayendo sus órganos vitales. Son bestias feroces. Pido que se levanten y luchen usando todo lo que encuentren. Cojan palos, garrotes y machetes, y eviten la destrucción de nuestro país”. Todo este rencor se difundió sin ninguna restricción, lo cual por supuesto incrementó el sentimiento de odio hacia los tutsis.

La indiferencia y el actuar tan pasivo de Occidente -empezando por Estados Unidos, que quizá por la poca riqueza y los pocos recursos naturales de Ruanda no emprendió una de sus aventuras armamentísticas para brindar supuesta paz a una región en conflicto-y de la Organización de las Naciones Unidas es algo que tampoco puede pasar desapercibido, pues su intervención fue muy vacilante y sin ningún compromiso real para parar el intento casi consumado de exterminio.

Al menos, de forma tardía se constituyó un órgano jurisdiccional de naturaleza internacional, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, que aunque enjuició y condenó a algunos líderes de la cúpula hutu a la cadena perpetua, nada hizo por las cientos o miles de promotores de la barbarie, ya sea por acción u omisión en cuanto tal.

A un cuarto de siglo, la obligada reflexión es que nunca debe volver a ocurrir algo como esto. Tanto tutsis como hutus de ideología radical tuvieron responsabilidad histórica, pues los primeros también llegaron a asesinar en 1972 a 350,000 hutus, lo cual incentivó el odio. Pero las mujeres, niñas, niños y hombres inocentes que murieron por razones étnicas deben ser honrados con un permanente llamado a la paz y con acciones concretas de la comunidad internacional para garantizarla.

Para acercarse desde el cine a estos hechos tan lamentables, existen algunas películas que se refieren a ellos, pero destacan sobre todo dos: “Hotel Ruanda” (Terry George, 2004) y “A veces en abril” (Raoul Peck, 2005). Ambas son retratos fidedignos de lo ocurrido en 1994, algo que como ya se dicho con anterioridad, nunca jamás debe volver a pasar en ningún lugar de la Tierra.