/ lunes 12 de octubre de 2020

Amar y defender la iglesia católica

La iglesia no puede considerare sólo como una institución o una realidad que existe y se mira fuera de nosotros; para los auténticos católicos, la iglesia está entrelazada con nuestra propia vida.

La iglesia no la analizamos como un tema académico o sociológico o cultural; a la Iglesia la miramos y la sentimos como se siente y se mira la propia madre. Venimos de ella y le pertenecemos; en ella hemos encontrado la savia vital que nos nutre y ella nos transmite la fuerza y la esperanza que necesitamos para hacer la travesía de la existencia. Cada uno puede decir, como Cristo, “mi iglesia” (cfr. Mt 16,18).

Con frecuencia se habla de crisis en la iglesia, se ponderan las dificultades que encuentra su misión, se critica su insuficiencia para lograr una mayor transformación del mundo y se sufre, sobre todo, por las situaciones de pecado que hay en su interior.

Sin embargo, es preciso ver también todos los signos de vitalidad que tiene: Los servicios que presta a la humanidad para iluminar su camino y sembrar esperanza, el acompañamiento que ofrece a tantas personas con el evangelio y los sacramentos, las obras en favor de los pobres y menos favorecidos, el prometedor compromiso apostólico de tantos laicos, la santidad de muchos sacerdotes y religiosos, la fuerza misionera para ir a todos los pueblos.

Todavía más, hay que llegar a sentir con la iglesia. La iglesia es para vivirla, para amarla. Es una experiencia estupenda estar al lado de tantas personas, hacer parte de la vida de una comunidad que da sentido y alegría, saber que en cualquier parte del mundo se tiene de alguna manera una casa, sentir que somos el “cuerpo de Cristo” que en todos los lugares y tiempos sigue glorificando a Dios y salvando a la humanidad.

El Concilio Vaticano II no ha propuesto una cómoda adaptación al hoy, sino un retorno a las fuentes para tomar allí el agua fresca y emprender una profunda renovación hacia el futuro. El mensaje es el de siempre y es siempre joven porque Cristo es la eterna novedad, pero debe asumirse y anunciarse de acuerdo con el proceso difícil y maravilloso que va haciendo la humanidad.

La iglesia debe enfrentar una situación difícil de secularización y pluralismo. Estamos en un cambio cultural que hace la transición hacia una nueva época. Muchos católicos no saben compaginar el mundo de hoy y ciertas prácticas de la iglesia.

Es el momento para superar elementos culturales y sociales del ambiente sociológico católico que ya no se sostienen y apuntar a la construcción de una comunidad, tal vez no tan numerosa ya, pero cualificada, despierta y creativa.

Nuestra iglesia a través de la nueva evangelización debe configurar una propuesta que haga asequible al hombre de hoy la salvación. En los períodos de crisis es cuando aparecen las mejores propuestas para responder a necesidades profundas y lograr nuevas posibilidades. Esto implica actuar con decisión para repensar las iglesias particulares, para renovar las parroquias, para replantear la acción pastoral. Hoy la iglesia está llamada a plantear de un modo nuevo la presencia y la actuación de Dios para el hombre de hoy.

Así se configura una respuesta al nuevo ateísmo que se está dando, a la indiferencia religiosa de ciertos sectores sociales, a la actitud de tantos que viven como si Dios no existiera y no se necesitara.

La iglesia se esfuerza en actualizar su respuesta a los interrogantes esenciales de la vida, para los cuales tantos católicos buscan luz en diversas filosofías y experiencias, pero que interiormente están a la espera de que la iglesia les pueda decir algo esencial y creíble que responda a la inquietud que deriva de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.



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La iglesia no puede considerare sólo como una institución o una realidad que existe y se mira fuera de nosotros; para los auténticos católicos, la iglesia está entrelazada con nuestra propia vida.

La iglesia no la analizamos como un tema académico o sociológico o cultural; a la Iglesia la miramos y la sentimos como se siente y se mira la propia madre. Venimos de ella y le pertenecemos; en ella hemos encontrado la savia vital que nos nutre y ella nos transmite la fuerza y la esperanza que necesitamos para hacer la travesía de la existencia. Cada uno puede decir, como Cristo, “mi iglesia” (cfr. Mt 16,18).

Con frecuencia se habla de crisis en la iglesia, se ponderan las dificultades que encuentra su misión, se critica su insuficiencia para lograr una mayor transformación del mundo y se sufre, sobre todo, por las situaciones de pecado que hay en su interior.

Sin embargo, es preciso ver también todos los signos de vitalidad que tiene: Los servicios que presta a la humanidad para iluminar su camino y sembrar esperanza, el acompañamiento que ofrece a tantas personas con el evangelio y los sacramentos, las obras en favor de los pobres y menos favorecidos, el prometedor compromiso apostólico de tantos laicos, la santidad de muchos sacerdotes y religiosos, la fuerza misionera para ir a todos los pueblos.

Todavía más, hay que llegar a sentir con la iglesia. La iglesia es para vivirla, para amarla. Es una experiencia estupenda estar al lado de tantas personas, hacer parte de la vida de una comunidad que da sentido y alegría, saber que en cualquier parte del mundo se tiene de alguna manera una casa, sentir que somos el “cuerpo de Cristo” que en todos los lugares y tiempos sigue glorificando a Dios y salvando a la humanidad.

El Concilio Vaticano II no ha propuesto una cómoda adaptación al hoy, sino un retorno a las fuentes para tomar allí el agua fresca y emprender una profunda renovación hacia el futuro. El mensaje es el de siempre y es siempre joven porque Cristo es la eterna novedad, pero debe asumirse y anunciarse de acuerdo con el proceso difícil y maravilloso que va haciendo la humanidad.

La iglesia debe enfrentar una situación difícil de secularización y pluralismo. Estamos en un cambio cultural que hace la transición hacia una nueva época. Muchos católicos no saben compaginar el mundo de hoy y ciertas prácticas de la iglesia.

Es el momento para superar elementos culturales y sociales del ambiente sociológico católico que ya no se sostienen y apuntar a la construcción de una comunidad, tal vez no tan numerosa ya, pero cualificada, despierta y creativa.

Nuestra iglesia a través de la nueva evangelización debe configurar una propuesta que haga asequible al hombre de hoy la salvación. En los períodos de crisis es cuando aparecen las mejores propuestas para responder a necesidades profundas y lograr nuevas posibilidades. Esto implica actuar con decisión para repensar las iglesias particulares, para renovar las parroquias, para replantear la acción pastoral. Hoy la iglesia está llamada a plantear de un modo nuevo la presencia y la actuación de Dios para el hombre de hoy.

Así se configura una respuesta al nuevo ateísmo que se está dando, a la indiferencia religiosa de ciertos sectores sociales, a la actitud de tantos que viven como si Dios no existiera y no se necesitara.

La iglesia se esfuerza en actualizar su respuesta a los interrogantes esenciales de la vida, para los cuales tantos católicos buscan luz en diversas filosofías y experiencias, pero que interiormente están a la espera de que la iglesia les pueda decir algo esencial y creíble que responda a la inquietud que deriva de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.



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