/ jueves 29 de abril de 2021

Andanzas de un reportero

Sólo omitiré en algunos casos nombres y apellidos. Por lo demás los hechos son verídicos, comprobables y corroborables en la copiosa hemeroteca que reposa en los estantes de la biblioteca pública.

Era una mañana soleada y apacible; acreditada como reportero del periódico local La Voz de Durango y corresponsal de las revistas Alarma e Impacto, traspuse la puerta principal de lo que entonces eran oficinas y ergástulas de la Policía Judicial. Al fondo se veía el ir y venir de agentes policiales en medio de una algarabía, sólo superada por la que se dio en la Torre de Babel, no se entendía nada. Debo decir que las instalaciones allá por la calle Aquiles Serdán, eran por demás incómodas, puedo asegurar que la contratación obedeció más al amiguismo para favorecer a un acaudalado casarentero, que los requerimientos de una oficina central de policía.

De pronto, cargado como un fardo, cuatro elementos llevaban en vilo a un cristiano, uno de cada extremidad. Me sorprendió y sobresalto que el hombre arrojaba abundante espuma por la boca, con la mirada perdida, hundida quizá en la inconciencia. Pregunté qué sucedía e informaron socarronamente que iba alcoholizado. Más tarde pregunté por él en mi fiable, oportuna y fuente predilecta: La oficina de Barandilla, enclavada en calle Victoria entre Veinte de Noviembre y Cinco de Febrero, tomada por asalto buen tiempo por los concejales municipales. La noticia me heló de pies a cabeza, el ciudadano falleció antes de llegar al Hospital General que en esa época funcionaba en calle Cuauhtémoc, locación andada ahora por los empleados de la Secretaría de Salud. En la planta baja y casi en un sótano estaba el anfiteatro donde practicaban las autopsias.

Seguí el recorrido de mis “fuentes”, al caminar por la Plaza de Armas, casi topo con Didier Bracho Soto, de feliz memoria, subdirector del Diario y le comenté lo observado. Con paso parecido al marcial avanzamos para enterar a don Salvador Nava Rodríguez, nuestro director. Se levantó del sillón y nos dijo: “Esto exige una expedición punitiva”. Acto seguido salió del periódico y nosotros tras de él rumbo a la comandancia judicial a escasas tres cuadras. En cuanto ingresó inquirió al primer gendarme que vio, donde se encontraban los detenidos. El increpado sin decir una palabra nos condujo a los separos. Ábrale, pidió don Salvador. El otro sin chistar franqueó la entrada y nos adentramos al pestilente hoyo. Seguramente avisado por la guardia o ante el alboroto de los efectivos que se encontraban en el edificio, el jefe, un guanajuatense invitado por el gobernador Páez Urquidi descendió.

El titular llegó de no muy buen talante, más los humos le bajaron al ver en persona a don Salvador admirado por la sociedad, ya que eran muy sabidos los enfrentamientos a la administración y al propio ex gobernador González de la Vega, que no lo pudo someter y en las páginas del matutino arreciaban las críticas a su gobierno.

Pidió una explicación sobre la persona que acababan de llevarse y por toda respuesta contestó que no era nada de cuidado. Con el congénito olfato periodístico, intuyó que algo no andaba bien. Salimos y me ordenó indagar las causas de la muerte del desafortunado joven, negaron cualquier información.

A las cuatro de la tarde empezaba el ajetreo y ruido de las máquinas de escribir en la pequeña sala de redacción. Preguntó don Salvador si contábamos ya con el informe forense, respondiéndole que me negaron el resultado de la autopsia. Tomó el teléfono para comunicarse con el director de nosocomio, un respetado médico duranguense. Pretextó algo, pero ante el tono de su interlocutor le indicó enviara un propio por una copia del documento. Me personé ante el funcionario, sólo para que me comentara que no podía filtrar un documento oficial. Informé de mi fracaso, nuevamente descolgó el teléfono; más impaciente lo interrogó si compartiría el certificado. Otra vuelta más, con el mismo resultado. Ya para entonces don Salvador se sintió burlado y le advirtió que sería denunciado públicamente por el encubrimiento.

Una carrera más, por fortuna la última. De la mano temblorosa del doctor recibí la constancia; sin esperar a salir del hospital dí una ojeada al papel en el rubro que interesaba, causa de la muerte: fractura de cráneo. Ya con la certificación en mano don Salvador nos instruyó a todos los reporteros. Él abordaría sobre las deprimentes, insalubres e inquisitoriales instalaciones. Yo, de los motivos y demás circunstancias de la detención, responsables de la misma y quiénes lo golpearon inmisericordemente. El licenciado Bracho trabajaría el irrespeto a las garantías individuales, la recurrencia de esas detenciones y la impunidad de los agentes; alguien más documentaría una detención “en vivo”. Hubo material para toda una semana con profusa información desde diversos ángulos. El Gobierno del Estado no pudo soportar la envestida y entró en escena la poderosísima guillotina política: Secretaría de Gobernación que procedió en consecuencia. “Cayeron” el Procurador de Justicia, el subprocurador, el jefe de la Policía Judicial. Fueron sucedidos por el siempre estimado don Edmundo Fuentes Marrufo, como procurador; Maclovio Nevarez Herrera, “sub”; Arturo González Anguiano pasó de Inspector de Policía a jefe de la Policía Judicial y su lugar fue ocupado por el afable don Beto Natera Aguirre.

Sólo omitiré en algunos casos nombres y apellidos. Por lo demás los hechos son verídicos, comprobables y corroborables en la copiosa hemeroteca que reposa en los estantes de la biblioteca pública.

Era una mañana soleada y apacible; acreditada como reportero del periódico local La Voz de Durango y corresponsal de las revistas Alarma e Impacto, traspuse la puerta principal de lo que entonces eran oficinas y ergástulas de la Policía Judicial. Al fondo se veía el ir y venir de agentes policiales en medio de una algarabía, sólo superada por la que se dio en la Torre de Babel, no se entendía nada. Debo decir que las instalaciones allá por la calle Aquiles Serdán, eran por demás incómodas, puedo asegurar que la contratación obedeció más al amiguismo para favorecer a un acaudalado casarentero, que los requerimientos de una oficina central de policía.

De pronto, cargado como un fardo, cuatro elementos llevaban en vilo a un cristiano, uno de cada extremidad. Me sorprendió y sobresalto que el hombre arrojaba abundante espuma por la boca, con la mirada perdida, hundida quizá en la inconciencia. Pregunté qué sucedía e informaron socarronamente que iba alcoholizado. Más tarde pregunté por él en mi fiable, oportuna y fuente predilecta: La oficina de Barandilla, enclavada en calle Victoria entre Veinte de Noviembre y Cinco de Febrero, tomada por asalto buen tiempo por los concejales municipales. La noticia me heló de pies a cabeza, el ciudadano falleció antes de llegar al Hospital General que en esa época funcionaba en calle Cuauhtémoc, locación andada ahora por los empleados de la Secretaría de Salud. En la planta baja y casi en un sótano estaba el anfiteatro donde practicaban las autopsias.

Seguí el recorrido de mis “fuentes”, al caminar por la Plaza de Armas, casi topo con Didier Bracho Soto, de feliz memoria, subdirector del Diario y le comenté lo observado. Con paso parecido al marcial avanzamos para enterar a don Salvador Nava Rodríguez, nuestro director. Se levantó del sillón y nos dijo: “Esto exige una expedición punitiva”. Acto seguido salió del periódico y nosotros tras de él rumbo a la comandancia judicial a escasas tres cuadras. En cuanto ingresó inquirió al primer gendarme que vio, donde se encontraban los detenidos. El increpado sin decir una palabra nos condujo a los separos. Ábrale, pidió don Salvador. El otro sin chistar franqueó la entrada y nos adentramos al pestilente hoyo. Seguramente avisado por la guardia o ante el alboroto de los efectivos que se encontraban en el edificio, el jefe, un guanajuatense invitado por el gobernador Páez Urquidi descendió.

El titular llegó de no muy buen talante, más los humos le bajaron al ver en persona a don Salvador admirado por la sociedad, ya que eran muy sabidos los enfrentamientos a la administración y al propio ex gobernador González de la Vega, que no lo pudo someter y en las páginas del matutino arreciaban las críticas a su gobierno.

Pidió una explicación sobre la persona que acababan de llevarse y por toda respuesta contestó que no era nada de cuidado. Con el congénito olfato periodístico, intuyó que algo no andaba bien. Salimos y me ordenó indagar las causas de la muerte del desafortunado joven, negaron cualquier información.

A las cuatro de la tarde empezaba el ajetreo y ruido de las máquinas de escribir en la pequeña sala de redacción. Preguntó don Salvador si contábamos ya con el informe forense, respondiéndole que me negaron el resultado de la autopsia. Tomó el teléfono para comunicarse con el director de nosocomio, un respetado médico duranguense. Pretextó algo, pero ante el tono de su interlocutor le indicó enviara un propio por una copia del documento. Me personé ante el funcionario, sólo para que me comentara que no podía filtrar un documento oficial. Informé de mi fracaso, nuevamente descolgó el teléfono; más impaciente lo interrogó si compartiría el certificado. Otra vuelta más, con el mismo resultado. Ya para entonces don Salvador se sintió burlado y le advirtió que sería denunciado públicamente por el encubrimiento.

Una carrera más, por fortuna la última. De la mano temblorosa del doctor recibí la constancia; sin esperar a salir del hospital dí una ojeada al papel en el rubro que interesaba, causa de la muerte: fractura de cráneo. Ya con la certificación en mano don Salvador nos instruyó a todos los reporteros. Él abordaría sobre las deprimentes, insalubres e inquisitoriales instalaciones. Yo, de los motivos y demás circunstancias de la detención, responsables de la misma y quiénes lo golpearon inmisericordemente. El licenciado Bracho trabajaría el irrespeto a las garantías individuales, la recurrencia de esas detenciones y la impunidad de los agentes; alguien más documentaría una detención “en vivo”. Hubo material para toda una semana con profusa información desde diversos ángulos. El Gobierno del Estado no pudo soportar la envestida y entró en escena la poderosísima guillotina política: Secretaría de Gobernación que procedió en consecuencia. “Cayeron” el Procurador de Justicia, el subprocurador, el jefe de la Policía Judicial. Fueron sucedidos por el siempre estimado don Edmundo Fuentes Marrufo, como procurador; Maclovio Nevarez Herrera, “sub”; Arturo González Anguiano pasó de Inspector de Policía a jefe de la Policía Judicial y su lugar fue ocupado por el afable don Beto Natera Aguirre.