/ jueves 28 de febrero de 2019

Aquellos personajes de los pueblos

Seguramente su nombre fue Salvador, pero la gente prefería el apreciativo de “Chalol”. Por razones, que por cierto nadie me aclaró a cabalidad, su brazo derecho quedó extendido, inmóvil y ligeramente torcido.

Que recuerde; mi Goya, abuela materna, lo acogió en la familia en cuanto a alimentación se refería, ya que dormía en un humilde cuarto que tenía asignado en casa de algún familiar.

Junto a su incapacidad física sufría una severa dislalia y la intercomunicación con él se dificultaba porque además se alteraba cuando no se le entendía. Esas dos discapacidades nunca le impidieron moverse y así, se lo veía lo mismo en la tienda de Lucina Domínguez, de Antonio Maldonado o más alejadas como la de mi padrino Eulogio Vargas o la de Benjamín Silva, acarreando la cebolla, el tomate, el maíz, el frijol, las pastas y otros encargos de las señoras del pueblo que no por aprovecharse de su estado, sino por hacerlo sentirse útil, le hacían.

Los incipientes adolescentes y efebos, lo convertían en cómplice de sus tempranos amoríos y ocupaban las amplias bolsas de su pantalón de pechera como valija para enviar las candorosas catitas de amor. Más allá de una vacilada por la incompleta pronunciación de las palabras, el querido Chalol no sufría abusos y era con sinceridad querido, no objeto de conmiseración.

Mi “coma” (apócope de comadre) María Márquez o cariñosamente “María la güera”, era otro de los personajes de Felipe Carrillo Puerto. Y no por la amistad nacida de la vecindad con sus hijos Efrén, Raúl y Enrique que muy joven nos dejó o el animoso güero, sino que la admiraba por su metódica rutina diaria en busca de los ingredientes para la elaboración de lácteos en su diversas modalidades o para sus apetitosas comidas; salía a las siete de la mañana y su primera parada era la tienda de mis padres Librado Arroyo Maldonado y Toñita Herrera Triana, con quienes sostenía amenas charlas.

Continuaba a la negociación de Chón Méndez y Lucina Domínguez. Seguía con Mencha Jaramillo y terminaba con don Eulogio Vargas. Lo interesante y aún recuerdo, era el placer que le causaba el consabido y obligado refresco de cola que saboreaba y paladeaba como reconfortante y divino elixir. Eran las botellitas, ahora clásicas, cuyo contenido engullíamos con singular fruición y degustaba en cada estación.

Allá donde esté le agradezco que de niño fui merecedor de sus afectos y no por la delicia de quesos, requesón, jocoque o bollitos que me obsequiaba; fue porque sentía el aprecio y que siempre le correspondí, aun en mi etapa adulta, ya como comadre, ya como compadre, toda vez que el adjetivo también creció.

Flora, pareja de don Juan Leos, un hombre taciturno, callado, pero muy respetuoso; todo lo contrario a ella: dicharachera, alburera, malhablada, pero simpática. Al menos así la veíamos y, ¡cómo no, si ella nos trajo al mundo!, a los de mi generación y las siguientes, en su calidad de partera. Su experiencia se veía desde la detección del embarazo, el seguimiento hasta su culminación con la llegada de unos hermosos bebés. Eso es, al menos, lo que decían nuestras abnegadas madres.

Al lado de sus quehaceres afines al incremento demográfico, Flora era el práctico doctor de la comunidad. El cólico, el torzón, el empacho, la gibada, la alferecía, lo mormado, la ronquera, la caída de mollera y la restitución del latido, eran tratados por la buena mujer. Cuando el malestar exigía la inyección, ella misma la ejecutaba sin desaprovechar la oportunidad para, de paso, dar una ligera auscultación y checar como iba nuestro desarrollo con la tienta de la intimidad y el consiguiente rubor; más no era acoso sino parte de las bromas que hacía y la autoridad que le daba el habernos visto “a raíz”, por primera vez.

Don Pedro Sánchez, tío por el lado materno de mi comadre Tomás Fernández Méndez y por ascendencia paterna de mis primos Javier, Héctor y Cruz Arroyo García de José María Pino Suárez. Ese parentesco de ninguna manera quita ni desaparece la fama de “charrero” (puras charras, cuentos, chistes, fábulas) de don Pedro.

Montado siempre, eso sí, en un brioso jumento, cuyo nombre jamás supe y no sé si lo tendría. El mentado burro sin chistar ni rebuznar lo trasladaba a Guadalupe Rodríguez, Antonio Amaro y la cabecera municipal, Guadalupe Victoria. Pero su destino más afamado era “La breña” confluencia de los municipios de Durango, Nombre de Dios y Poanas, lugar harto conocido por aventureros y buscadores de tesoros, dada la creencia de que esa área pedregosa donde la broza, huizaches, mezquites, cardenches, nopales y las decenas de serpientes que la hacen difícil de hurgar, encierra sus misterios.

En medio, según se dice está el “Corral de Mahoma” que alberga barras de oro y antiguas reliquias depositadas para que nadie profanara la zona y dispusiera de ellas. Don Pedro se ufanaba de conocer la superficie de cabo a rabo. Sus viajes periódicos le daban peso para afirmar que en cada visita se adentraba al escondite y se solazaba al ver las piezas acumuladas.

Era de sus obligadas narraciones, que nadie le refutaba por la seguridad con que lo refería, el deleite que le causaba deslizar entre sus manos aquellos portentos. Se cuenta que mi Chelo, abuelo paterno y muy amigo suyo, por fin un día le increpó: “¿Oye Pedro y ya que has sentido en tus manos ese dineral, porqué no lo has traído de parte en parte?”. El aludido sorprendido solo atinó a contestar… ¡Huepa, pos de veras, verdad!

Estas son algunas de las figuras que como en el mío, las hay en su rancho, ciudad o aldea y por su especial forma de ser obligan a no ser olvidadas.


Seguramente su nombre fue Salvador, pero la gente prefería el apreciativo de “Chalol”. Por razones, que por cierto nadie me aclaró a cabalidad, su brazo derecho quedó extendido, inmóvil y ligeramente torcido.

Que recuerde; mi Goya, abuela materna, lo acogió en la familia en cuanto a alimentación se refería, ya que dormía en un humilde cuarto que tenía asignado en casa de algún familiar.

Junto a su incapacidad física sufría una severa dislalia y la intercomunicación con él se dificultaba porque además se alteraba cuando no se le entendía. Esas dos discapacidades nunca le impidieron moverse y así, se lo veía lo mismo en la tienda de Lucina Domínguez, de Antonio Maldonado o más alejadas como la de mi padrino Eulogio Vargas o la de Benjamín Silva, acarreando la cebolla, el tomate, el maíz, el frijol, las pastas y otros encargos de las señoras del pueblo que no por aprovecharse de su estado, sino por hacerlo sentirse útil, le hacían.

Los incipientes adolescentes y efebos, lo convertían en cómplice de sus tempranos amoríos y ocupaban las amplias bolsas de su pantalón de pechera como valija para enviar las candorosas catitas de amor. Más allá de una vacilada por la incompleta pronunciación de las palabras, el querido Chalol no sufría abusos y era con sinceridad querido, no objeto de conmiseración.

Mi “coma” (apócope de comadre) María Márquez o cariñosamente “María la güera”, era otro de los personajes de Felipe Carrillo Puerto. Y no por la amistad nacida de la vecindad con sus hijos Efrén, Raúl y Enrique que muy joven nos dejó o el animoso güero, sino que la admiraba por su metódica rutina diaria en busca de los ingredientes para la elaboración de lácteos en su diversas modalidades o para sus apetitosas comidas; salía a las siete de la mañana y su primera parada era la tienda de mis padres Librado Arroyo Maldonado y Toñita Herrera Triana, con quienes sostenía amenas charlas.

Continuaba a la negociación de Chón Méndez y Lucina Domínguez. Seguía con Mencha Jaramillo y terminaba con don Eulogio Vargas. Lo interesante y aún recuerdo, era el placer que le causaba el consabido y obligado refresco de cola que saboreaba y paladeaba como reconfortante y divino elixir. Eran las botellitas, ahora clásicas, cuyo contenido engullíamos con singular fruición y degustaba en cada estación.

Allá donde esté le agradezco que de niño fui merecedor de sus afectos y no por la delicia de quesos, requesón, jocoque o bollitos que me obsequiaba; fue porque sentía el aprecio y que siempre le correspondí, aun en mi etapa adulta, ya como comadre, ya como compadre, toda vez que el adjetivo también creció.

Flora, pareja de don Juan Leos, un hombre taciturno, callado, pero muy respetuoso; todo lo contrario a ella: dicharachera, alburera, malhablada, pero simpática. Al menos así la veíamos y, ¡cómo no, si ella nos trajo al mundo!, a los de mi generación y las siguientes, en su calidad de partera. Su experiencia se veía desde la detección del embarazo, el seguimiento hasta su culminación con la llegada de unos hermosos bebés. Eso es, al menos, lo que decían nuestras abnegadas madres.

Al lado de sus quehaceres afines al incremento demográfico, Flora era el práctico doctor de la comunidad. El cólico, el torzón, el empacho, la gibada, la alferecía, lo mormado, la ronquera, la caída de mollera y la restitución del latido, eran tratados por la buena mujer. Cuando el malestar exigía la inyección, ella misma la ejecutaba sin desaprovechar la oportunidad para, de paso, dar una ligera auscultación y checar como iba nuestro desarrollo con la tienta de la intimidad y el consiguiente rubor; más no era acoso sino parte de las bromas que hacía y la autoridad que le daba el habernos visto “a raíz”, por primera vez.

Don Pedro Sánchez, tío por el lado materno de mi comadre Tomás Fernández Méndez y por ascendencia paterna de mis primos Javier, Héctor y Cruz Arroyo García de José María Pino Suárez. Ese parentesco de ninguna manera quita ni desaparece la fama de “charrero” (puras charras, cuentos, chistes, fábulas) de don Pedro.

Montado siempre, eso sí, en un brioso jumento, cuyo nombre jamás supe y no sé si lo tendría. El mentado burro sin chistar ni rebuznar lo trasladaba a Guadalupe Rodríguez, Antonio Amaro y la cabecera municipal, Guadalupe Victoria. Pero su destino más afamado era “La breña” confluencia de los municipios de Durango, Nombre de Dios y Poanas, lugar harto conocido por aventureros y buscadores de tesoros, dada la creencia de que esa área pedregosa donde la broza, huizaches, mezquites, cardenches, nopales y las decenas de serpientes que la hacen difícil de hurgar, encierra sus misterios.

En medio, según se dice está el “Corral de Mahoma” que alberga barras de oro y antiguas reliquias depositadas para que nadie profanara la zona y dispusiera de ellas. Don Pedro se ufanaba de conocer la superficie de cabo a rabo. Sus viajes periódicos le daban peso para afirmar que en cada visita se adentraba al escondite y se solazaba al ver las piezas acumuladas.

Era de sus obligadas narraciones, que nadie le refutaba por la seguridad con que lo refería, el deleite que le causaba deslizar entre sus manos aquellos portentos. Se cuenta que mi Chelo, abuelo paterno y muy amigo suyo, por fin un día le increpó: “¿Oye Pedro y ya que has sentido en tus manos ese dineral, porqué no lo has traído de parte en parte?”. El aludido sorprendido solo atinó a contestar… ¡Huepa, pos de veras, verdad!

Estas son algunas de las figuras que como en el mío, las hay en su rancho, ciudad o aldea y por su especial forma de ser obligan a no ser olvidadas.