/ viernes 8 de enero de 2021

Asedio a la democracia estadounidense

Lo que muchas personas vaticinaban aconteció al menos parcialmente en Estados Unidos en los momentos previos a la certificación de los resultados oficiales de la pasada elección presidencial del 3 de noviembre de 2020, misma que arrojó como ganador al demócrata Joe Biden: el presidente saliente Donald Trump instigaría a sus seguidores más radicales para acometer el edificio de la democracia constitucional de nuestro vecino país del norte -acaso uno de los más robustos a lo largo y ancho del orbe- y provocar actos violentos. Seguidores de Trump irrumpieron en el Capitolio, el templo democrático por excelencia de Washington, obligando a suspender la sesión, tras un caótico estado de cosas que incluso derivó en muertes y lesiones.

Ello fue un corolario de la agonía política de Trump durante las últimas semanas, en las que no ha reconocido su derrota en ningún momento, alegando un proceso supuestamente fraudulento a pesar de la gran cantidad de barreras que hay en el sistema electoral de aquel país para que algo así pueda darse. La institucionalidad se puso a prueba y a pesar de las constantes amenazas del ocupante de la Casa Blanca, o de que la Suprema Corte estadounidense que se integra por una mayoría conservadora, no hubo pruebas que justificaran los alegatos de fraude del excéntrico mandatario.

Acostumbrado a ser un “showman”, durante su periodo ha hecho de los medios y las redes sociales un escenario idóneo para el histrionismo, como si se tratara de su propio “reality show”. Los llamados a la violencia provocaron que dos de las mayores empresas de nuevas tecnologías como Facebook y Twitter lo bloquearan temporal o permanentemente -ello merece otro debate sobre libertad de expresión, el cual exploraremos en una futura oportunidad-, situación que habla por sí misma.

La violencia nunca será la respuesta en ningún contexto. Asumir que en democracia se gana y se pierde y que siempre habrá de imperar la regla de la mayoría es una precondición para el óptimo funcionamiento de los circuitos y canales estatales. Cualquier llamado al quebrantamiento de la ley y de la paz trae repercusiones negativas para todos los intervinientes no sólo de la democracia sino de la vida pública en general. A ello se dedicó Trump y las consecuencias saltan a la vista.

Lo cierto es que perdió Trump pero como lo demuestran los lamentables sucesos del 6 de enero, el trumpismo es una fuerza viva en Estados Unidos, y más viva que nunca. Así como en otras latitudes se han instalado sistemas autoritarios, populistas, ultranacionalistas, protofascistas y de extrema derecha, nuestro continente no podía ser la excepción. El trumpismo reaccionario seguirá ahí, como piedra en el zapato de un presidente entrante que tendrá numerosas dificultades en su gestión.

Incluso Trump podría optar por una nueva candidatura en 2024, pero aunque no fuera él, se ha construido ya un amplio movimiento de fuerzas radicales. La democracia norteamericana seguirá bajo asedio, pero a través de la defensa de las libertades públicas y derechos fundamentales, la nación de las barras y las estrellas podrá salir avante, con todo lo que ello implica para México en el curso de los próximos años.

Si el asalto al Capitolio puede interpretarse como una escena de oscuridad para la soberanía, la democracia, la libertad y los derechos en un país caracterizado por su fuerte Estado de Derecho y su cultura de la legalidad modélica en algunos aspectos, imaginemos lo que puede llegar a suscitarse en naciones cuyos sistemas políticos son más bien endebles y, en casos de mayor precariedad, proclives a los golpes de Estado.

Se trata de una poderosa llamada de atención para reforzar las instituciones y para que los actores públicos se tomen en serio los peligros de la polarización, la división y la fragmentación. Recordemos siempre y en todo lugar los tres ideales de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. La negación de lo anterior conducirá, invariablemente, a un asedio y un ulterior, y más que posible, cerco y toma de la democracia.

Lo que muchas personas vaticinaban aconteció al menos parcialmente en Estados Unidos en los momentos previos a la certificación de los resultados oficiales de la pasada elección presidencial del 3 de noviembre de 2020, misma que arrojó como ganador al demócrata Joe Biden: el presidente saliente Donald Trump instigaría a sus seguidores más radicales para acometer el edificio de la democracia constitucional de nuestro vecino país del norte -acaso uno de los más robustos a lo largo y ancho del orbe- y provocar actos violentos. Seguidores de Trump irrumpieron en el Capitolio, el templo democrático por excelencia de Washington, obligando a suspender la sesión, tras un caótico estado de cosas que incluso derivó en muertes y lesiones.

Ello fue un corolario de la agonía política de Trump durante las últimas semanas, en las que no ha reconocido su derrota en ningún momento, alegando un proceso supuestamente fraudulento a pesar de la gran cantidad de barreras que hay en el sistema electoral de aquel país para que algo así pueda darse. La institucionalidad se puso a prueba y a pesar de las constantes amenazas del ocupante de la Casa Blanca, o de que la Suprema Corte estadounidense que se integra por una mayoría conservadora, no hubo pruebas que justificaran los alegatos de fraude del excéntrico mandatario.

Acostumbrado a ser un “showman”, durante su periodo ha hecho de los medios y las redes sociales un escenario idóneo para el histrionismo, como si se tratara de su propio “reality show”. Los llamados a la violencia provocaron que dos de las mayores empresas de nuevas tecnologías como Facebook y Twitter lo bloquearan temporal o permanentemente -ello merece otro debate sobre libertad de expresión, el cual exploraremos en una futura oportunidad-, situación que habla por sí misma.

La violencia nunca será la respuesta en ningún contexto. Asumir que en democracia se gana y se pierde y que siempre habrá de imperar la regla de la mayoría es una precondición para el óptimo funcionamiento de los circuitos y canales estatales. Cualquier llamado al quebrantamiento de la ley y de la paz trae repercusiones negativas para todos los intervinientes no sólo de la democracia sino de la vida pública en general. A ello se dedicó Trump y las consecuencias saltan a la vista.

Lo cierto es que perdió Trump pero como lo demuestran los lamentables sucesos del 6 de enero, el trumpismo es una fuerza viva en Estados Unidos, y más viva que nunca. Así como en otras latitudes se han instalado sistemas autoritarios, populistas, ultranacionalistas, protofascistas y de extrema derecha, nuestro continente no podía ser la excepción. El trumpismo reaccionario seguirá ahí, como piedra en el zapato de un presidente entrante que tendrá numerosas dificultades en su gestión.

Incluso Trump podría optar por una nueva candidatura en 2024, pero aunque no fuera él, se ha construido ya un amplio movimiento de fuerzas radicales. La democracia norteamericana seguirá bajo asedio, pero a través de la defensa de las libertades públicas y derechos fundamentales, la nación de las barras y las estrellas podrá salir avante, con todo lo que ello implica para México en el curso de los próximos años.

Si el asalto al Capitolio puede interpretarse como una escena de oscuridad para la soberanía, la democracia, la libertad y los derechos en un país caracterizado por su fuerte Estado de Derecho y su cultura de la legalidad modélica en algunos aspectos, imaginemos lo que puede llegar a suscitarse en naciones cuyos sistemas políticos son más bien endebles y, en casos de mayor precariedad, proclives a los golpes de Estado.

Se trata de una poderosa llamada de atención para reforzar las instituciones y para que los actores públicos se tomen en serio los peligros de la polarización, la división y la fragmentación. Recordemos siempre y en todo lugar los tres ideales de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. La negación de lo anterior conducirá, invariablemente, a un asedio y un ulterior, y más que posible, cerco y toma de la democracia.