/ lunes 18 de marzo de 2019

Borreguismo constitucional

La primera reforma constitucional del sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador ha sido aprobada, promulgada y publicada en el Diario Oficial de la Federación el pasado 14 de marzo.

Se trata del decreto por el que se reforman el artículo 22 y la fracción XXX del artículo 73 de la propia Constitución, en materia de extinción de dominio, pero lo que deseamos enfatizar en esta ocasión es cómo esta transformación a la Carta Magna -como lo serán otras que están en ciernes o a punto de ser publicadas, como en el caso de la polémica Guardia Nacional-, es una muestra más del borreguismo constitucional que ha imperado por mucho tiempo en México a través de las reformas al propio código político, particularmente en lo relativo a la participación de las legislaturas de los estados y de la Ciudad de México desde que ésta participa en tal mecanismo, tal y como lo previó el decreto del 29 de enero de 2016.

Los términos actuales del procedimiento de reforma constitucional están contemplados, como bien se sabe, por el artículo 135 de la norma fundamental, mismos que preconiza lo siguiente en su primer párrafo:

“La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados y de la Ciudad de México”.

En el parágrafo segundo del mismo dispositivo, se puntualiza: “El Congreso de la Unión o la Comisión Permanente en su casa, harán el cómputo de los votos de las legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas”.

Aunque el procedimiento como tal fue mejorado por virtud del cambio ya aludido del 29 de enero de 2016, pues antes de esa fecha el extinto Distrito Federal no formaba parte del Poder Revisor de la Constitución -llamado por algunos como Constituyente Permanente-, sigue siendo poco prolijo en cuanto a la participación de las entidades federativas en su conjunto.

De esta suerte, no hay pautas, criterios o bases mínimas en cuanto al desahogo de la propuesta de reforma en los congresos locales, en los cuales suele imperar una lógica cambiante, dispersa y poco clara derivada de la composición política en cuanto tal.

Así las cosas, se han tenido casos verdaderamente aberrantes como se dio hace algunos años en la llama reforma energética, en la cual 24 estados aprobaron la reforma en menos de una semana, llegando al extremo de tener discusiones de tan sólo diez minutos. Esto resulta absurdo e inexplicable, teniendo en consideración que dicha reforma introdujo aspectos técnicos sumamente complicados, un régimen transitorio bastante específico y una estructura que en lo general se vislumbró con poca técnica constitucional y legislativa.

¿Cómo se pudo haber discutido en unos cuantos minutos un proyecto de casi 7,000 palabras, de las que dicho sea de paso, 6,000 estaban en los artículos transitorios?, ¿qué sucedió con los distintos grupos parlamentarios y los distintos posicionamientos que debieron tener?, ¿qué pasó con aquellos estados que tenían implicaciones directas en el tema energético atendiendo a su geografía?

Éstas y otras interrogantes no encontraron respuesta, como en realidad tampoco sucede con otras análogas en cada reforma constitucional. Pareciera que es un asunto de mero trámite, reduciendo al mínimo de su expresión el papel de máxima tribuna estatal que le corresponde a un parlamento. No hay entonces un verdadero entendimiento de lo que implica contar con un Poder Revisor.

Por éstas y otras cuestiones es que el procedimiento de reforma constitucional en México debe tener una participación más acuciosa por parte de los estados, en la que se explique, justifique y razone con argumentos jurídicos por qué sí o por qué no se está aprobando una determinada reforma constitucional.

La urgencia de quedar bien con el ejecutivo en turno lleva a una especie de competencia irracional para ver quién entrega el voto a la mayor brevedad posible, con el evidente detrimento que esto implica en la lógica dialéctica del mecanismo. Se socava incluso el federalismo porque los ciudadanos de los estados no son representados adecuadamente por sus congresistas locales en estas tareas, al no haber una deliberación abierta, seria y profunda de un asunto de la mayor importancia como es cualquier reforma a la Carta Magna.

Lo dicho no es culpa ni del presidente López Obrador o de Morena sino que es producto de las circunstancias y de una pésima concepción histórica, costumbrista y consuetudinaria de cómo se han procesado las reformas constitucionales en México. Ojalá que pronto, en serio, exista en los congresos locales un abordaje objetivo de cada propuesta que llegue, pues lo contrario equivaldría al gatopardismo que impera en la actualidad.

La primera reforma constitucional del sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador ha sido aprobada, promulgada y publicada en el Diario Oficial de la Federación el pasado 14 de marzo.

Se trata del decreto por el que se reforman el artículo 22 y la fracción XXX del artículo 73 de la propia Constitución, en materia de extinción de dominio, pero lo que deseamos enfatizar en esta ocasión es cómo esta transformación a la Carta Magna -como lo serán otras que están en ciernes o a punto de ser publicadas, como en el caso de la polémica Guardia Nacional-, es una muestra más del borreguismo constitucional que ha imperado por mucho tiempo en México a través de las reformas al propio código político, particularmente en lo relativo a la participación de las legislaturas de los estados y de la Ciudad de México desde que ésta participa en tal mecanismo, tal y como lo previó el decreto del 29 de enero de 2016.

Los términos actuales del procedimiento de reforma constitucional están contemplados, como bien se sabe, por el artículo 135 de la norma fundamental, mismos que preconiza lo siguiente en su primer párrafo:

“La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados y de la Ciudad de México”.

En el parágrafo segundo del mismo dispositivo, se puntualiza: “El Congreso de la Unión o la Comisión Permanente en su casa, harán el cómputo de los votos de las legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas”.

Aunque el procedimiento como tal fue mejorado por virtud del cambio ya aludido del 29 de enero de 2016, pues antes de esa fecha el extinto Distrito Federal no formaba parte del Poder Revisor de la Constitución -llamado por algunos como Constituyente Permanente-, sigue siendo poco prolijo en cuanto a la participación de las entidades federativas en su conjunto.

De esta suerte, no hay pautas, criterios o bases mínimas en cuanto al desahogo de la propuesta de reforma en los congresos locales, en los cuales suele imperar una lógica cambiante, dispersa y poco clara derivada de la composición política en cuanto tal.

Así las cosas, se han tenido casos verdaderamente aberrantes como se dio hace algunos años en la llama reforma energética, en la cual 24 estados aprobaron la reforma en menos de una semana, llegando al extremo de tener discusiones de tan sólo diez minutos. Esto resulta absurdo e inexplicable, teniendo en consideración que dicha reforma introdujo aspectos técnicos sumamente complicados, un régimen transitorio bastante específico y una estructura que en lo general se vislumbró con poca técnica constitucional y legislativa.

¿Cómo se pudo haber discutido en unos cuantos minutos un proyecto de casi 7,000 palabras, de las que dicho sea de paso, 6,000 estaban en los artículos transitorios?, ¿qué sucedió con los distintos grupos parlamentarios y los distintos posicionamientos que debieron tener?, ¿qué pasó con aquellos estados que tenían implicaciones directas en el tema energético atendiendo a su geografía?

Éstas y otras interrogantes no encontraron respuesta, como en realidad tampoco sucede con otras análogas en cada reforma constitucional. Pareciera que es un asunto de mero trámite, reduciendo al mínimo de su expresión el papel de máxima tribuna estatal que le corresponde a un parlamento. No hay entonces un verdadero entendimiento de lo que implica contar con un Poder Revisor.

Por éstas y otras cuestiones es que el procedimiento de reforma constitucional en México debe tener una participación más acuciosa por parte de los estados, en la que se explique, justifique y razone con argumentos jurídicos por qué sí o por qué no se está aprobando una determinada reforma constitucional.

La urgencia de quedar bien con el ejecutivo en turno lleva a una especie de competencia irracional para ver quién entrega el voto a la mayor brevedad posible, con el evidente detrimento que esto implica en la lógica dialéctica del mecanismo. Se socava incluso el federalismo porque los ciudadanos de los estados no son representados adecuadamente por sus congresistas locales en estas tareas, al no haber una deliberación abierta, seria y profunda de un asunto de la mayor importancia como es cualquier reforma a la Carta Magna.

Lo dicho no es culpa ni del presidente López Obrador o de Morena sino que es producto de las circunstancias y de una pésima concepción histórica, costumbrista y consuetudinaria de cómo se han procesado las reformas constitucionales en México. Ojalá que pronto, en serio, exista en los congresos locales un abordaje objetivo de cada propuesta que llegue, pues lo contrario equivaldría al gatopardismo que impera en la actualidad.