/ domingo 10 de mayo de 2020

Carta a mi madre en el X aniversario de su partida

Once de mayo, fecha que concuerda con el décimo aniversario de tu partida. Lo que he aprovechado para expresarte, lo que esta vez mi corazón le ha dictado a las prisas de mi pensamiento, porque la esperanza de apostarle al tiempo para superar mi pena, se ha vencido.

De ahí que el sufrimiento me avasalle y me obligue a que contigo me desahogue, quizás por primera y última vez.

Quizás sea de pésimo gusto exhibir ante la opinión pública mis miserias literarias y sentimientos viscerales. Pero lo hago acudiendo a la piedad de aquellos que, por la misma causa guardan el mismo dolor y con quienes quiero compartir lo que implica el final de un ser querido, que por lo general es duro, injusto y muchas veces cruel.

Por eso, sin prejuicios te escribo madrecita, no para decirte ahora de muerta lo mucho que te quería, ni para exaltar amores que nunca te manifesté. Tampoco lo hago para alcanzar la gracia de los arrepentidos, ni conmover el sentimiento de los curiosos. Te escribo, porque a ti te gustaba que lo hiciera y una vez cumplido ese gusto, lanzaré esta carta al viento y que él decida su destino

Mamá Chonita, quizás la razón de escribirte en esta fecha, sea para decirte lo que por mucho tiempo he callado, y lo narraré crudamente, porque prescindiré de las ridiculeces poéticas y las frases cursis que por lo mismo se han trillado y devaluado. De ahí que para mí, han perdido el sentido de ponderar realmente a la madre, porque a mí nunca me conmovió aquella desgastada frase: “Madre sólo hay una”.

Quizás mucha razón tuvo el poeta de pensarla y escribirla en su momento; pero repito, en mi mente y temperamento nunca tuvo cabida, porque jamás lo sentí así. Sin embargo, cuando te vi tendida, mi cuerpo tuvo una reacción electrizante que no emanaba de los dichos del poema, sino del fondo de mis sentimientos, que sin tener con qué pagar me cobraban la factura en ese momento, por haber sido, tal vez mal agradecido con el ser maravilloso que me había dado la vida.

Te escribo esta carta, con la emoción inevitable, que sin querer me traslada a aquel momento que me marcara para siempre. Y debo decirte, que no es para exhibir mis cargos de conciencia, ni lucir tristezas que no sintiera, sino para que mis hermanos y amigos, sepan de lo que mi corazón está hecho y que no ha dejado de sangrar desde que la madre tierra te acogió en su seno, prohibiéndonos volverte a ver.

A diez años de distancia y la herida de tu muerte sigue aquí, porque hay que reconocer que todas las pruebas y trampas que el destino me ha tendido, todas las he superado, menos la de tu partida que me dejó el corazón hecho pedazos y que aún asido a tu recuerdo, el dolor no se ha fortalecido.

Por eso. No me cabe duda que cuando me pariste sufriste un gran dolor, pero me lo cobraste doble cuando te fuiste, porque aquella fortaleza que en mi persona construiste, se devastó al verte amortajada, y aunque luché para sacar fuerzas de flaqueza, el colapso era inevitable.

Oculté mis lágrimas, porque no quise ser juzgado por las miradas frívolas, pero aguantármelas me obligó a soportar el terrible dolor de los cardos que punteaban mi corazón y me hacían sangrar internamente, sin que nadie sospechara que aquel roble al que trataba de imitar, tu partida le había fulminado las raíces.

Eludí también los pésames, porque no había palabras que me consolaran, ni abrazos que disiparan la pena que traspasaba mis entrañas. De ahí que opté por concentrarme en el excentricismo y evitar que me vieran a los ojos, porque no quería dejar parámetros a la especulación de aquel dolor intenso que sólo yo tendría que administrar.

Tu silencio en el ataúd fue el mismo que adoptaste en el lecho del dolor, fue la infografía de toda tu existencia, porque pese a la responsabilidad de atender a diez hijos y un esposo, nunca claudicaste a tu deber, ni exigiste nada a cambio; sólo redoblabas el esfuerzo cuando el estado de salud de alguno de tus vástagos lo requería. De ahí que tenga que reconocer, que nos diste todo y te pagamos con el desengaño de que nos conociste hasta que nos necesitaste.

Cómo olvidar cuando el tiempo te dobló y caíste enferma, tu mal fue paralelo porque también la casa se cayó, ya que el desorden era avasallante al observar aquella falta de cabeza en que la vivienda se abatía. También hizo su arribo el silencio que cayó en la penumbra de tu lecho, al que no interrumpiste por respeto, sino por amor propio que te permitía permanecer en el dolor crecida.

Chonita: Para despedirme haré mía aquella frase de Simone de Beauvior: “Tu muerte nos separó y la mía no nos va a juntar”. Y no necesito alejarme de esa convicción, porque desde la dimensión que ocupes, tu ejemplo se ha prolongado en lo que nos enseñaste. Nunca probar a nuestros hijos más allá de su energía, ni forzar su voluntad por muy extraña que nos parezca.

Para cerrar esta humilde conversación, no quiero perder el tiempo exagerando tus virtudes, porque no fuiste guerrera, ni heroína, mucho menos una santa. Fuiste una mujer normal, que no desperdició el sentido común para educar a sus hijos y aguantar a un hombre, del que siempre te ufanaste ser el único.

Atentamente tu hijo. Jesús Mier.


Once de mayo, fecha que concuerda con el décimo aniversario de tu partida. Lo que he aprovechado para expresarte, lo que esta vez mi corazón le ha dictado a las prisas de mi pensamiento, porque la esperanza de apostarle al tiempo para superar mi pena, se ha vencido.

De ahí que el sufrimiento me avasalle y me obligue a que contigo me desahogue, quizás por primera y última vez.

Quizás sea de pésimo gusto exhibir ante la opinión pública mis miserias literarias y sentimientos viscerales. Pero lo hago acudiendo a la piedad de aquellos que, por la misma causa guardan el mismo dolor y con quienes quiero compartir lo que implica el final de un ser querido, que por lo general es duro, injusto y muchas veces cruel.

Por eso, sin prejuicios te escribo madrecita, no para decirte ahora de muerta lo mucho que te quería, ni para exaltar amores que nunca te manifesté. Tampoco lo hago para alcanzar la gracia de los arrepentidos, ni conmover el sentimiento de los curiosos. Te escribo, porque a ti te gustaba que lo hiciera y una vez cumplido ese gusto, lanzaré esta carta al viento y que él decida su destino

Mamá Chonita, quizás la razón de escribirte en esta fecha, sea para decirte lo que por mucho tiempo he callado, y lo narraré crudamente, porque prescindiré de las ridiculeces poéticas y las frases cursis que por lo mismo se han trillado y devaluado. De ahí que para mí, han perdido el sentido de ponderar realmente a la madre, porque a mí nunca me conmovió aquella desgastada frase: “Madre sólo hay una”.

Quizás mucha razón tuvo el poeta de pensarla y escribirla en su momento; pero repito, en mi mente y temperamento nunca tuvo cabida, porque jamás lo sentí así. Sin embargo, cuando te vi tendida, mi cuerpo tuvo una reacción electrizante que no emanaba de los dichos del poema, sino del fondo de mis sentimientos, que sin tener con qué pagar me cobraban la factura en ese momento, por haber sido, tal vez mal agradecido con el ser maravilloso que me había dado la vida.

Te escribo esta carta, con la emoción inevitable, que sin querer me traslada a aquel momento que me marcara para siempre. Y debo decirte, que no es para exhibir mis cargos de conciencia, ni lucir tristezas que no sintiera, sino para que mis hermanos y amigos, sepan de lo que mi corazón está hecho y que no ha dejado de sangrar desde que la madre tierra te acogió en su seno, prohibiéndonos volverte a ver.

A diez años de distancia y la herida de tu muerte sigue aquí, porque hay que reconocer que todas las pruebas y trampas que el destino me ha tendido, todas las he superado, menos la de tu partida que me dejó el corazón hecho pedazos y que aún asido a tu recuerdo, el dolor no se ha fortalecido.

Por eso. No me cabe duda que cuando me pariste sufriste un gran dolor, pero me lo cobraste doble cuando te fuiste, porque aquella fortaleza que en mi persona construiste, se devastó al verte amortajada, y aunque luché para sacar fuerzas de flaqueza, el colapso era inevitable.

Oculté mis lágrimas, porque no quise ser juzgado por las miradas frívolas, pero aguantármelas me obligó a soportar el terrible dolor de los cardos que punteaban mi corazón y me hacían sangrar internamente, sin que nadie sospechara que aquel roble al que trataba de imitar, tu partida le había fulminado las raíces.

Eludí también los pésames, porque no había palabras que me consolaran, ni abrazos que disiparan la pena que traspasaba mis entrañas. De ahí que opté por concentrarme en el excentricismo y evitar que me vieran a los ojos, porque no quería dejar parámetros a la especulación de aquel dolor intenso que sólo yo tendría que administrar.

Tu silencio en el ataúd fue el mismo que adoptaste en el lecho del dolor, fue la infografía de toda tu existencia, porque pese a la responsabilidad de atender a diez hijos y un esposo, nunca claudicaste a tu deber, ni exigiste nada a cambio; sólo redoblabas el esfuerzo cuando el estado de salud de alguno de tus vástagos lo requería. De ahí que tenga que reconocer, que nos diste todo y te pagamos con el desengaño de que nos conociste hasta que nos necesitaste.

Cómo olvidar cuando el tiempo te dobló y caíste enferma, tu mal fue paralelo porque también la casa se cayó, ya que el desorden era avasallante al observar aquella falta de cabeza en que la vivienda se abatía. También hizo su arribo el silencio que cayó en la penumbra de tu lecho, al que no interrumpiste por respeto, sino por amor propio que te permitía permanecer en el dolor crecida.

Chonita: Para despedirme haré mía aquella frase de Simone de Beauvior: “Tu muerte nos separó y la mía no nos va a juntar”. Y no necesito alejarme de esa convicción, porque desde la dimensión que ocupes, tu ejemplo se ha prolongado en lo que nos enseñaste. Nunca probar a nuestros hijos más allá de su energía, ni forzar su voluntad por muy extraña que nos parezca.

Para cerrar esta humilde conversación, no quiero perder el tiempo exagerando tus virtudes, porque no fuiste guerrera, ni heroína, mucho menos una santa. Fuiste una mujer normal, que no desperdició el sentido común para educar a sus hijos y aguantar a un hombre, del que siempre te ufanaste ser el único.

Atentamente tu hijo. Jesús Mier.