/ viernes 19 de febrero de 2021

Ciudadanía sanitaria y democracia sanitaria

Una de las lecciones que nos ha dejado la pandemia Covid-19 es que el ejercicio de los derechos sociales en general, y del derecho fundamental a la protección de la salud en particular, es objeto de múltiples bemoles, recovecos y vaguedades que impiden su cabal aplicación.

No obstante que existan lineamientos teóricos y estándares prácticos internacionales en aras de su exigibilidad, ha quedado claro que muchos gobiernos en el mundo han quedado rebasados ante los desafíos que implica una enfermedad desconocida hasta hace poco tiempo, los millones de personas contagiadas y fallecidas por su causa, las hospitalizaciones, la infraestructura sanitaria endeble y en estos momentos los procesos de vacunación que, en algunos casos, empiezan a darse a cuentagotas.

Es por lo anterior que debemos apuntar a la construcción tanto de una ciudadanía sanitaria como de una democracia sanitaria. Se trata, en cualquier caso, de reivindicar los derechos humanos a la vida y a la protección de la salud, centrales para emprender cualquier proyecto individual o grupal; asimismo, es indispensable democratizar su ejercicio pleno e involucrar a la sociedad civil en la toma de decisiones cuando de salud se hable.

Una ciudadanía sanitaria es aquella que asume un rol mucho más activo en la satisfacción del derecho a la protección de la salud y las prestaciones de esta índole. Se preocupa pero sobre todo se ocupa en la materialización de las garantías de tal derecho y prerrogativas conexas como el acceso a la información pública, la alimentación, la cultura física y el deporte, por mencionar sólo algunas de ellas. La ciudadanía sanitaria se entiende, desde luego, en clave democrática.

Por ello es que la democracia sanitaria se refiere precisamente a diversificar los intervinientes en asuntos decisionales de salud pública, lo cual evidentemente se maximiza en crisis de gran calado como la que estamos viviendo. Se orienta, en este sentido, a descentralizar las determinaciones en esta materia, de tal suerte que no recaigan exclusivamente en el gobierno sino que fomenten la participación colectiva y el empoderamiento ciudadano, sin dejar de reconocer el papel de las y los expertos, médicos y personal que cotidianamente lidian con estas problemáticas.

Tanto la ciudadanía sanitaria como la democracia sanitaria deben reivindicar aspectos como un compromiso financiero mayúsculo de los estados nacionales y de la comunidad internacional en la investigación médica y científica, el redimensionamiento de un importante tema como el cuidado, la promoción de la salud como política pública y como estrategia compartida, la precisión en la información sanitaria, la lucha por la igualdad en salud a escala global, la procuración de una alfabetización en la materia en todos los estratos, el fomento de un asociacionismo de las y los pacientes, así como el ampliar la visión de una gobernanza en salud cuya convocatoria sea poderosa, sólo a manera de algunas ideas.

Una cuestión central que en esta perspectiva no puede quedar fuera de la ecuación es la inherente al federalismo sanitario. A pesar de que en casos como el mexicano exista una habilitación constitucional para tal asunto y un sistema de distribución de competencias aparentemente dado por la Ley General de Salud y disposiciones relativas, a la hora de la verdad han hecho su aparición algunos vacíos normativos que no pueden presentarse de cara a las futuras pandemias que azotarán al mundo. Es momento de corregir los desperfectos y pugnar por una institucionalidad sanitaria que nos acerque a los mejores modelos a nivel supranacional.

Así las cosas, se observa en el horizonte un cambio de paradigma en doble vertiente: una, que ponga énfasis en la transición de las y los pacientes pasivos a las y los ciudadanos sanitarios, no sólo conscientes de sus derechos sino capaces de encauzarlos con todas sus letras; la otra, no menos importante, que vaya en sintonía con la emergencia de una dimensión sanitaria de la democracia de calidad como modelo de convivencia en la contemporaneidad. Ni más ni menos.

Una de las lecciones que nos ha dejado la pandemia Covid-19 es que el ejercicio de los derechos sociales en general, y del derecho fundamental a la protección de la salud en particular, es objeto de múltiples bemoles, recovecos y vaguedades que impiden su cabal aplicación.

No obstante que existan lineamientos teóricos y estándares prácticos internacionales en aras de su exigibilidad, ha quedado claro que muchos gobiernos en el mundo han quedado rebasados ante los desafíos que implica una enfermedad desconocida hasta hace poco tiempo, los millones de personas contagiadas y fallecidas por su causa, las hospitalizaciones, la infraestructura sanitaria endeble y en estos momentos los procesos de vacunación que, en algunos casos, empiezan a darse a cuentagotas.

Es por lo anterior que debemos apuntar a la construcción tanto de una ciudadanía sanitaria como de una democracia sanitaria. Se trata, en cualquier caso, de reivindicar los derechos humanos a la vida y a la protección de la salud, centrales para emprender cualquier proyecto individual o grupal; asimismo, es indispensable democratizar su ejercicio pleno e involucrar a la sociedad civil en la toma de decisiones cuando de salud se hable.

Una ciudadanía sanitaria es aquella que asume un rol mucho más activo en la satisfacción del derecho a la protección de la salud y las prestaciones de esta índole. Se preocupa pero sobre todo se ocupa en la materialización de las garantías de tal derecho y prerrogativas conexas como el acceso a la información pública, la alimentación, la cultura física y el deporte, por mencionar sólo algunas de ellas. La ciudadanía sanitaria se entiende, desde luego, en clave democrática.

Por ello es que la democracia sanitaria se refiere precisamente a diversificar los intervinientes en asuntos decisionales de salud pública, lo cual evidentemente se maximiza en crisis de gran calado como la que estamos viviendo. Se orienta, en este sentido, a descentralizar las determinaciones en esta materia, de tal suerte que no recaigan exclusivamente en el gobierno sino que fomenten la participación colectiva y el empoderamiento ciudadano, sin dejar de reconocer el papel de las y los expertos, médicos y personal que cotidianamente lidian con estas problemáticas.

Tanto la ciudadanía sanitaria como la democracia sanitaria deben reivindicar aspectos como un compromiso financiero mayúsculo de los estados nacionales y de la comunidad internacional en la investigación médica y científica, el redimensionamiento de un importante tema como el cuidado, la promoción de la salud como política pública y como estrategia compartida, la precisión en la información sanitaria, la lucha por la igualdad en salud a escala global, la procuración de una alfabetización en la materia en todos los estratos, el fomento de un asociacionismo de las y los pacientes, así como el ampliar la visión de una gobernanza en salud cuya convocatoria sea poderosa, sólo a manera de algunas ideas.

Una cuestión central que en esta perspectiva no puede quedar fuera de la ecuación es la inherente al federalismo sanitario. A pesar de que en casos como el mexicano exista una habilitación constitucional para tal asunto y un sistema de distribución de competencias aparentemente dado por la Ley General de Salud y disposiciones relativas, a la hora de la verdad han hecho su aparición algunos vacíos normativos que no pueden presentarse de cara a las futuras pandemias que azotarán al mundo. Es momento de corregir los desperfectos y pugnar por una institucionalidad sanitaria que nos acerque a los mejores modelos a nivel supranacional.

Así las cosas, se observa en el horizonte un cambio de paradigma en doble vertiente: una, que ponga énfasis en la transición de las y los pacientes pasivos a las y los ciudadanos sanitarios, no sólo conscientes de sus derechos sino capaces de encauzarlos con todas sus letras; la otra, no menos importante, que vaya en sintonía con la emergencia de una dimensión sanitaria de la democracia de calidad como modelo de convivencia en la contemporaneidad. Ni más ni menos.