/ domingo 30 de diciembre de 2018

Colaboración de padres en una educación de calidad es fundamental


La inteligencia y el afecto deben ser inseparables si queremos constituir una mejor idiosincrasia de nuestros hijos o discípulos.

Sin duda alguna todos los padres de familia queremos una educación de calidad para nuestros hijos; una educación que desarrolle no sólo la memoria sino, sobre todo, la inteligencia, el pensamiento crítico, la capacidad creativa y los valores de la humanidad.

Una educación que les permita desplegar todas sus aptitudes, realizándose como personas y como ciudadanos responsables de la comunidad en donde vivan. Los padres somos los primeros responsables de la formación intelectual de nuestros seres queridos y, debemos de cuidar del ambiente familiar y social en donde se va dando la integridad de su personalidad, tomando en cuenta que el proceso educativo dura toda la vida.

Cuando estamos educando a nuestros hijos o bien los docentes a sus alumnos, nos estamos educando también a nosotros. Y aunque la educación dure toda la vida echa sus raíces en los primeros años de su infancia y adolescencia; en particular dentro de cada familia.

La primera raíz es la del afecto. El ser humano no es solamente inteligencia sino también afectividad; de ahí viene principalmente el origen del comportamiento de las personas. La inteligencia y el afecto deben ser inseparables si queremos constituir una mejor idiosincrasia de nuestros hijos o discípulos.

El gran sentimiento del amor de madre en primer lugar, permite establecer relaciones cálidas entre ella y sus hijos y, con el resto de la familia en seguida.

Esto da lugar a que el niño vaya afrontando confiadamente las duras experiencias que le enseñan a vivir y le exigen un desenvolvimiento tanto personal como social. Pero cuando tales conocimientos son débiles, escasos, inseguros, el futuro aparece como una amenaza y la desconfianza se apodera de él.

Experiencias psicológicas han confirmado las consecuencias negativas debido a la ausencia afectiva durante los primeros años de vida. Esta carencia puede provocar una suspicacia básica, radical en el niño que tiñe desfavorablemente su horizonte vital. El afecto, como parte de la educación, tiene muchas dimensiones, ya que se puede expresar de diversas maneras y vivir de forma individual o familiar.

El afecto se da incondicional, no por lo que se hace o porque lo parezca, sino por lo que uno es. Por ello, en el mundo de la familia, el niño se debe sentir aceptado, haga lo que haga, ya que lo que recibe es por ser persona y miembro querido de esa comunidad familiar.

La demostración de afecto que se le brinda desde los primeros momentos de su vida, constituye su seguridad, para llegado el tiempo, emprenda el vuelo de su identidad y de su autonomía. Cuando falta este maravilloso sentimiento, el niño se encuentra perdido, sin poder hacer el despegue, poniendo en riesgo su futuro personal.

Hoy se habla con mucha razón de la influencia del afecto en el desarrollo de la personalidad y, sobre todo en el incremento de la inteligencia. Aunque, a decir verdad, lograr un crecimiento pleno, íntegro del intelecto en un infante o adolescente necesitado de afección es poco probable; pues es lógico pensar que, cuando ese cariño no lo vive, su razonamiento sufra un repliegue y no pueda alcanzar cabalmente sus objetivos por la inseguridad que lo invade.

Con la educación se pretende ayudar al escolar, al estudiante, a superar al máximo sus capacidades, creando las posibilidades de cada uno de ellos. En los primeros años de vida, los niños no tienen todavía madurez suficiente para conocer de una manera objetiva sus habilidades personales.

El conocimiento que empiezan a tener depende, en gran medida, de la información que les llega de sus padres y de sus maestros. Por eso a esta edad, es importante que los educadores sean conscientes de la influencia que pueden tener las creencias y expectativas que mantienen acerca de las capacidades de cada uno de sus alumnos en las etapas escolares.

Los padres democráticos que combinan expectativas firmes y explícitas con afecto y sensibilidad hacia sus necesidades, ayudan a sus hijos a madurar y convertirse en adultos independientes y seguros de sí mismos.

En general, ofrecen gradualmente experiencias que aumentan la independencia de sus hijos apoyados en la capacidad que han demostrado de ser autónomos, pero también les manifiestan abiertamente las restricciones que es preciso obedezcan.

Los padres autoritarios que exigen mucho pero dan poco apoyo a cambio, niegan a sus hijos oportunidades de adquirir competencia social y de aumentar la confianza en sí mismos. Los padres permisivos indulgentes muestran afecto pero poco control y orientación e impiden que sus hijos aprendan el auto-control; quienes no ofrecen ni dirección ni afecto, hacen correr el riesgo de que presenten problemas de conducta.


La inteligencia y el afecto deben ser inseparables si queremos constituir una mejor idiosincrasia de nuestros hijos o discípulos.

Sin duda alguna todos los padres de familia queremos una educación de calidad para nuestros hijos; una educación que desarrolle no sólo la memoria sino, sobre todo, la inteligencia, el pensamiento crítico, la capacidad creativa y los valores de la humanidad.

Una educación que les permita desplegar todas sus aptitudes, realizándose como personas y como ciudadanos responsables de la comunidad en donde vivan. Los padres somos los primeros responsables de la formación intelectual de nuestros seres queridos y, debemos de cuidar del ambiente familiar y social en donde se va dando la integridad de su personalidad, tomando en cuenta que el proceso educativo dura toda la vida.

Cuando estamos educando a nuestros hijos o bien los docentes a sus alumnos, nos estamos educando también a nosotros. Y aunque la educación dure toda la vida echa sus raíces en los primeros años de su infancia y adolescencia; en particular dentro de cada familia.

La primera raíz es la del afecto. El ser humano no es solamente inteligencia sino también afectividad; de ahí viene principalmente el origen del comportamiento de las personas. La inteligencia y el afecto deben ser inseparables si queremos constituir una mejor idiosincrasia de nuestros hijos o discípulos.

El gran sentimiento del amor de madre en primer lugar, permite establecer relaciones cálidas entre ella y sus hijos y, con el resto de la familia en seguida.

Esto da lugar a que el niño vaya afrontando confiadamente las duras experiencias que le enseñan a vivir y le exigen un desenvolvimiento tanto personal como social. Pero cuando tales conocimientos son débiles, escasos, inseguros, el futuro aparece como una amenaza y la desconfianza se apodera de él.

Experiencias psicológicas han confirmado las consecuencias negativas debido a la ausencia afectiva durante los primeros años de vida. Esta carencia puede provocar una suspicacia básica, radical en el niño que tiñe desfavorablemente su horizonte vital. El afecto, como parte de la educación, tiene muchas dimensiones, ya que se puede expresar de diversas maneras y vivir de forma individual o familiar.

El afecto se da incondicional, no por lo que se hace o porque lo parezca, sino por lo que uno es. Por ello, en el mundo de la familia, el niño se debe sentir aceptado, haga lo que haga, ya que lo que recibe es por ser persona y miembro querido de esa comunidad familiar.

La demostración de afecto que se le brinda desde los primeros momentos de su vida, constituye su seguridad, para llegado el tiempo, emprenda el vuelo de su identidad y de su autonomía. Cuando falta este maravilloso sentimiento, el niño se encuentra perdido, sin poder hacer el despegue, poniendo en riesgo su futuro personal.

Hoy se habla con mucha razón de la influencia del afecto en el desarrollo de la personalidad y, sobre todo en el incremento de la inteligencia. Aunque, a decir verdad, lograr un crecimiento pleno, íntegro del intelecto en un infante o adolescente necesitado de afección es poco probable; pues es lógico pensar que, cuando ese cariño no lo vive, su razonamiento sufra un repliegue y no pueda alcanzar cabalmente sus objetivos por la inseguridad que lo invade.

Con la educación se pretende ayudar al escolar, al estudiante, a superar al máximo sus capacidades, creando las posibilidades de cada uno de ellos. En los primeros años de vida, los niños no tienen todavía madurez suficiente para conocer de una manera objetiva sus habilidades personales.

El conocimiento que empiezan a tener depende, en gran medida, de la información que les llega de sus padres y de sus maestros. Por eso a esta edad, es importante que los educadores sean conscientes de la influencia que pueden tener las creencias y expectativas que mantienen acerca de las capacidades de cada uno de sus alumnos en las etapas escolares.

Los padres democráticos que combinan expectativas firmes y explícitas con afecto y sensibilidad hacia sus necesidades, ayudan a sus hijos a madurar y convertirse en adultos independientes y seguros de sí mismos.

En general, ofrecen gradualmente experiencias que aumentan la independencia de sus hijos apoyados en la capacidad que han demostrado de ser autónomos, pero también les manifiestan abiertamente las restricciones que es preciso obedezcan.

Los padres autoritarios que exigen mucho pero dan poco apoyo a cambio, niegan a sus hijos oportunidades de adquirir competencia social y de aumentar la confianza en sí mismos. Los padres permisivos indulgentes muestran afecto pero poco control y orientación e impiden que sus hijos aprendan el auto-control; quienes no ofrecen ni dirección ni afecto, hacen correr el riesgo de que presenten problemas de conducta.