/ viernes 6 de noviembre de 2020

Colegio Electoral y la democracia en EU

En el momento en que se escriben estas líneas, todavía no se sabe con certeza quién ganó la elección presidencial de Estados Unidos.

Aunque el candidato demócrata Joe Biden se encuentra muy cerca de conseguir los 270 votos del Colegio Electoral necesarios para conseguir el triunfo, el todavía presidente Donald Trump ha amagado con toda una serie de recursos legales que podrían darle la última palabra a la Suprema Corte de nuestro vecino de país del norte, conservadora en su mayoría dicho sea de paso.

Lo que queremos puntualizar en este artículo estriba en la anacrónica, arcaica y vetusta institución del referido Colegio Electoral de la nación de las barras y las estrellas, la cual puede tildarse en ciertas ocasiones de antidemocrática, en las cuales llega a oponerse a la regla de la mayoría, esto es, a la voluntad mayoritaria de la población.

Citemos algunos casos: En 2006, Hillary Clinton ganó el voto popular por cerca de tres millones de votos, y aún así Trump resultó electo presidente; en 2000, Al Gore ganó igualmente el referido voto popular, pero George W. Bush asumió la titularidad del Poder Ejecutivo; más de un siglo antes, en 1888, Benjamin Harrison derrotó al presidente en funciones Grover Cleveland, a pesar de perder el voto popular; todavía más atrás, a John Adams y Rutherford Hayes, en 1824 y 1876, les sucedió lo mismo.

Ha habido también escenarios en los que algún candidato no alcanza la mayoría absoluta en el Colegio Electoral, es decir, más del 50% del mismo, y aún así llegaron a la Casa Blanca, como aconteció por ejemplo con Abraham Lincoln en 1860, John F. Kennedy exactamente cien años después y Bill Clinton en 1992 y 1996. Estos últimos casos ciertamente no adquieren la gravedad que representa la contraposición entre voto popular y votos del Colegio Electoral.

Como se decía con anterioridad, hay un quiebre en la regla de la mayoría con la presencia del Colegio Electoral, el cual, aunque presente en el imaginario colectivo de la ciudadanía estadounidense, cada vez pierde más adeptos por virtud de las crisis a las cuales puede dar lugar.

Si bien es cierto que la transmisión del poder americano se ha caracterizado por ser terso, la elección del pasado 3 de noviembre muestra que en cualquier momento puede estallar un entorno de ingobernabilidad.

Ya ha habido muestras significativas de que una buena parte de las y los estadounidenses opta por la abolición del Colegio Electoral; Gallup, por ejemplo, señala que un 61% es de la idea referida, aunque en su inmensa mayoría se identifican con el Partido Demócrata -alrededor de un 89%-, lo cual no acontece así en el caso del Partido Republicano -alrededor del 23%-.

Ello se explica tanto por los datos de la historia reciente y las dos grandes elecciones traducidas en derrota para los demócratas con Hillary Clinton y Al Gore, como por el hecho de que los republicanos observan en el actual sistema electoral una balanza que equilibra al votante liberal o de centro con sus feudos rurales poco poblados. No sabemos a ciencia cierta si la discusión se reactive en el futuro cercano, pero es una realidad que un sistema directo adquiere más seguidores con el paso del tiempo.

Una de las grandes ventajas de aquellas naciones en donde los votos no se filtran a través de entes como el Colegio Electoral y sus delegados, estriba en que pueden canalizar de una mejor forma la protesta y los conflictos postelectorales, al menos en los ya aludidos términos de la legitimidad. Por ello es que incluso la sociedad puede ver materializado su sufragio con una concreción más sobrada.

No sobra decir que una presidenta o presidente emanado del sistema electoral indirecto de Estados Unidos -que, como ya se dijo, pasa por el Colegio Electoral- trae múltiples repercusiones a escala global, habida cuenta de la calidad de superpotencia y de líder que para bien o para mal posee este país. La legitimidad de la persona que principalmente tomará decisiones que afectan a todo el planeta, en suma, no es un asunto menor.

En el momento en que se escriben estas líneas, todavía no se sabe con certeza quién ganó la elección presidencial de Estados Unidos.

Aunque el candidato demócrata Joe Biden se encuentra muy cerca de conseguir los 270 votos del Colegio Electoral necesarios para conseguir el triunfo, el todavía presidente Donald Trump ha amagado con toda una serie de recursos legales que podrían darle la última palabra a la Suprema Corte de nuestro vecino de país del norte, conservadora en su mayoría dicho sea de paso.

Lo que queremos puntualizar en este artículo estriba en la anacrónica, arcaica y vetusta institución del referido Colegio Electoral de la nación de las barras y las estrellas, la cual puede tildarse en ciertas ocasiones de antidemocrática, en las cuales llega a oponerse a la regla de la mayoría, esto es, a la voluntad mayoritaria de la población.

Citemos algunos casos: En 2006, Hillary Clinton ganó el voto popular por cerca de tres millones de votos, y aún así Trump resultó electo presidente; en 2000, Al Gore ganó igualmente el referido voto popular, pero George W. Bush asumió la titularidad del Poder Ejecutivo; más de un siglo antes, en 1888, Benjamin Harrison derrotó al presidente en funciones Grover Cleveland, a pesar de perder el voto popular; todavía más atrás, a John Adams y Rutherford Hayes, en 1824 y 1876, les sucedió lo mismo.

Ha habido también escenarios en los que algún candidato no alcanza la mayoría absoluta en el Colegio Electoral, es decir, más del 50% del mismo, y aún así llegaron a la Casa Blanca, como aconteció por ejemplo con Abraham Lincoln en 1860, John F. Kennedy exactamente cien años después y Bill Clinton en 1992 y 1996. Estos últimos casos ciertamente no adquieren la gravedad que representa la contraposición entre voto popular y votos del Colegio Electoral.

Como se decía con anterioridad, hay un quiebre en la regla de la mayoría con la presencia del Colegio Electoral, el cual, aunque presente en el imaginario colectivo de la ciudadanía estadounidense, cada vez pierde más adeptos por virtud de las crisis a las cuales puede dar lugar.

Si bien es cierto que la transmisión del poder americano se ha caracterizado por ser terso, la elección del pasado 3 de noviembre muestra que en cualquier momento puede estallar un entorno de ingobernabilidad.

Ya ha habido muestras significativas de que una buena parte de las y los estadounidenses opta por la abolición del Colegio Electoral; Gallup, por ejemplo, señala que un 61% es de la idea referida, aunque en su inmensa mayoría se identifican con el Partido Demócrata -alrededor de un 89%-, lo cual no acontece así en el caso del Partido Republicano -alrededor del 23%-.

Ello se explica tanto por los datos de la historia reciente y las dos grandes elecciones traducidas en derrota para los demócratas con Hillary Clinton y Al Gore, como por el hecho de que los republicanos observan en el actual sistema electoral una balanza que equilibra al votante liberal o de centro con sus feudos rurales poco poblados. No sabemos a ciencia cierta si la discusión se reactive en el futuro cercano, pero es una realidad que un sistema directo adquiere más seguidores con el paso del tiempo.

Una de las grandes ventajas de aquellas naciones en donde los votos no se filtran a través de entes como el Colegio Electoral y sus delegados, estriba en que pueden canalizar de una mejor forma la protesta y los conflictos postelectorales, al menos en los ya aludidos términos de la legitimidad. Por ello es que incluso la sociedad puede ver materializado su sufragio con una concreción más sobrada.

No sobra decir que una presidenta o presidente emanado del sistema electoral indirecto de Estados Unidos -que, como ya se dijo, pasa por el Colegio Electoral- trae múltiples repercusiones a escala global, habida cuenta de la calidad de superpotencia y de líder que para bien o para mal posee este país. La legitimidad de la persona que principalmente tomará decisiones que afectan a todo el planeta, en suma, no es un asunto menor.