/ sábado 12 de junio de 2021

Consensos entre poderes

Los resultados de la reciente jornada comicial para renovar la Cámara de Diputados en nuestro país son una muestra del sistema de balanzas, equilibrios, pesos y contrapesos que es propio de una democracia constitucional.

Más allá de los ánimos triunfalistas tanto del partido en el poder como de la oposición, lo cierto es que la no configuración de una mayoría calificada en la Cámara baja para el bloque con más curules ganadas representa a cabalidad el escenario de pluralismo que ha traído consigo la democratización en México, con lo poco o mucho que le pueda faltar para su debida consolidación.

Como es de recordar, hasta antes de 1997 no tuvimos realmente un Congreso que asumiera el rol que le corresponde a los parlamentos en cualquier contexto democrático, pues fue un apéndice del titular del Poder Ejecutivo en turno.

Efectivamente, el sistema hiperpresidencialista de partido hegemónico-único propició una subordinación del Poder Legislativo al presidente de la República, lo cual se transformó radicalmente en el año ya referido, cuando se inaugura la era de los gobiernos divididos, por virtud de la cual el partido en el poder habría de acudir a la mesa de negociaciones con los partidos opositores, hecho inusitado hasta ese entonces.

A partir de ahí, mayorías artificiales han ido y venido, pero sobre todo, canales de comunicación permanente y necesariamente abiertos entre las fuerzas partidistas y Ejecutivo y Legislativo. Reformar la Constitución, al tenor de lo que dispone el artículo 135 de nuestro código político, requiere que dos terceras partes de los individuos presentes del Congreso de la Unión -es decir, las dos Cámaras que lo integran-, acuerden las reformas o adiciones, para que éstas con posterioridad deban ser aprobadas por la mayoría de las legislaturas de las entidades federativas.

Suponiendo que acudan todas las personas integrantes de la Cámara de Diputados, la cifra ascendería a 334 votos necesarios para conseguir dicha mayoría.

Tomando en consideración lo anterior, es sano democráticamente hablando acudir al consenso como un mecanismo institucional de diálogo y concertación. De eso se trata finalmente la política en su expresión más básica: De entendimiento, de persuasión y de acuerdos, lo cual se acentúa cuando se lleva al terreno de las relaciones y tensiones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo.

También los equilibrios son relevantes en una democracia joven como la mexicana, que dicho sea de paso tiene luces y sombras. Quienes avizoraban un resurgimiento de la presidencia imperial o de la dictadura perfecta se han equivocado rotundamente, pues el electorado muestra conciencia cuando no le entrega un poder avasallador a quien gobierna.

Hoy más que nunca se requiere tanto de un primer mandatario fuerte como de un órgano congresional igualmente robusto, pues la toma de decisiones se canaliza en clave, como ya se dijo, de entendimiento.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que se puede llegar a acuerdos con la oposición para conseguir eventuales reformas que él emprenda. Igualmente, los partidos de oposición, dejando de lado la retórica de la confrontación, han señalado que están dispuestos a apoyar aquellos proyectos de AMLO que sean por el bien del país. A esto precisamente deberíamos apostarle y no a una lucha estéril en torno a quién resultó triunfador en la elección del pasado 6 de junio; La democracia, ni más ni menos, se orienta al bien común y así debemos procesarlo en los hechos.

Los resultados de la reciente jornada comicial para renovar la Cámara de Diputados en nuestro país son una muestra del sistema de balanzas, equilibrios, pesos y contrapesos que es propio de una democracia constitucional.

Más allá de los ánimos triunfalistas tanto del partido en el poder como de la oposición, lo cierto es que la no configuración de una mayoría calificada en la Cámara baja para el bloque con más curules ganadas representa a cabalidad el escenario de pluralismo que ha traído consigo la democratización en México, con lo poco o mucho que le pueda faltar para su debida consolidación.

Como es de recordar, hasta antes de 1997 no tuvimos realmente un Congreso que asumiera el rol que le corresponde a los parlamentos en cualquier contexto democrático, pues fue un apéndice del titular del Poder Ejecutivo en turno.

Efectivamente, el sistema hiperpresidencialista de partido hegemónico-único propició una subordinación del Poder Legislativo al presidente de la República, lo cual se transformó radicalmente en el año ya referido, cuando se inaugura la era de los gobiernos divididos, por virtud de la cual el partido en el poder habría de acudir a la mesa de negociaciones con los partidos opositores, hecho inusitado hasta ese entonces.

A partir de ahí, mayorías artificiales han ido y venido, pero sobre todo, canales de comunicación permanente y necesariamente abiertos entre las fuerzas partidistas y Ejecutivo y Legislativo. Reformar la Constitución, al tenor de lo que dispone el artículo 135 de nuestro código político, requiere que dos terceras partes de los individuos presentes del Congreso de la Unión -es decir, las dos Cámaras que lo integran-, acuerden las reformas o adiciones, para que éstas con posterioridad deban ser aprobadas por la mayoría de las legislaturas de las entidades federativas.

Suponiendo que acudan todas las personas integrantes de la Cámara de Diputados, la cifra ascendería a 334 votos necesarios para conseguir dicha mayoría.

Tomando en consideración lo anterior, es sano democráticamente hablando acudir al consenso como un mecanismo institucional de diálogo y concertación. De eso se trata finalmente la política en su expresión más básica: De entendimiento, de persuasión y de acuerdos, lo cual se acentúa cuando se lleva al terreno de las relaciones y tensiones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo.

También los equilibrios son relevantes en una democracia joven como la mexicana, que dicho sea de paso tiene luces y sombras. Quienes avizoraban un resurgimiento de la presidencia imperial o de la dictadura perfecta se han equivocado rotundamente, pues el electorado muestra conciencia cuando no le entrega un poder avasallador a quien gobierna.

Hoy más que nunca se requiere tanto de un primer mandatario fuerte como de un órgano congresional igualmente robusto, pues la toma de decisiones se canaliza en clave, como ya se dijo, de entendimiento.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que se puede llegar a acuerdos con la oposición para conseguir eventuales reformas que él emprenda. Igualmente, los partidos de oposición, dejando de lado la retórica de la confrontación, han señalado que están dispuestos a apoyar aquellos proyectos de AMLO que sean por el bien del país. A esto precisamente deberíamos apostarle y no a una lucha estéril en torno a quién resultó triunfador en la elección del pasado 6 de junio; La democracia, ni más ni menos, se orienta al bien común y así debemos procesarlo en los hechos.