/ miércoles 24 de octubre de 2018

De monseñor Óscar Arnulfo Romero, a Norberto Rivera

Era la mitad de la década de los sesenta. En talleres, fábricas y centros de trabajo en general, revoloteaba el fantasma, para unos; el espíritu para otros, del socialismo. No se diga en las escuelas medias superiores y superiores de manera particular en las universidades.

Fidel Castro, Ché Guevara, Camilo Cienfuegos, Farabundo Martí, Rosa Luxemburgo y no se diga Marx, Engels y Lenin. Eran cita obligada de los “izquierdosos”, que motu propio o por su pertenencia a determinado partido, buscaban adeptos para la doctrina de moda. Estados Unidos temblaba, satanizaba, maldecía a los comunistas, inculcaba en la gente el odio a todo cuanto oliera a Rusia. Los del FBI como perros de presa perseguían, torturaban y mataban a los comulgantes con ese pensamiento.

A lo largo y ancho de América del centro y del sur, el tío Sam con su terrorífica arma, la CIA alentó, motivó y ejecutó golpes de estado y el asentamiento de gorilatos o regímenes militares en esa región para contener el avance de la creación y operación marxista, maoísta, leninista, en forma particular en los países que por su riqueza, el vecino país tenía intereses y eran invadidos por las transnacionales norteamericanas, pues estaban en juego sus inversiones.

Las compañías bananeras, mineras, tabacaleras y demás contaban con guardias blancas para sofocar cualquier embrión de rebeldía. Quien era sorprendido alzando la voz lo fusilaban sumarísimamente los matones al servicio de los patrones.

Con odio escuchábamos los nombres de Fulgencio Batista, en Cuba; Jorge Videla, en Argentina. Alfredo Stroessner, en Paraguay; Hugo Banzer en Bolivia; Anastasio Somoza, en Nicaragua; Francois Duvalier, en Haití y poco después Augusto Pinochet, verdugo de Salvador Allende, en Chile y Alberto Fujimori en Perú. Con todo y que las masacres se hacían en la clandestinidad, heroicos ciudadanos, periodistas u observadores internacionales honestos y valientes, documentaban las atrocidades de los dictadores, ante la opinión pública internacional.

Los abusos castrenses y de esos gobiernos totalitarios trajeron como consecuencia la aparición de guerrillas insurgentes para combatirlos y derrocarlos restableciendo de esta forma un estado de derecho. Así, en el escenario mundial aparecen los Montoneros, Ejército revolucionario del pueblo, fuerzas armadas revolucionarias y fuerzas armadas peronistas, en Argentina.

En Bolivia, emerge el ejército Túpac Katari; mientras que en Colombia surge el Ejército de Liberación Nacional. Lo mismo pasa en Ecuador donde se levanta el grupo Alfaro Vive ¡carajo! En El Salvador pronto es conocido más allá de sus fronteras el Frente Farabundo Martí; en tanto que en Guatemala se da a conocer la unidad revolucionaria. Nicaragua no se queda atrás y se forma el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

En Perú por un período más prolongado se levanta Sendero Luminoso y en Uruguay los ampliamente conocidos Tupamaros. México tampoco se queda atrás y la intolerancia de Gustavo Díaz Ordaz le hereda a Luis Echeverría Álvarez la liga comunista 23 de Septiembre, el Ejército Popular Revolucionario y el Ejército Revolucionario del Pueblo y como íconos de estos movimientos, a Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.

En medio de todo esto fulgura el nombre del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, quien en 1977 es designado con tal cargo en San Salvador. Al inicio de su ministerio fue criticado y hasta vituperado por el propio clero dada su pasividad ante los asesinatos de campesinos y trabajadores de El Salvador.

Sus quehaceres eran asumidos por sacerdotes jesuitas que salían al medio rural para ayudar al campesinado asesinado por militares y terratenientes. Su íntimo amigo Rutilio Grande fue ultimado a balazos junto con dos labradores el 12 de marzo de 1977. A unos días del crimen el prelado decidió hacer suya la obra de su amigo del alma y a la voz de “el que toca a uno de mis sacerdotes, a mí me toca” enarboló la causa de los humillados.

En aquellos tiempos estaba en boga la Teología de la Liberación, que en esencia favorecía a los pobres y exigía la redistribución de la riqueza. Don Óscar Arnulfo Romero en el púlpito y en la calle cambió su discurso totalmente; fustigaba al gobierno totalitario, lo mismo que a los empresarios que en sus predios más que trabajadores tenían esclavos. Su actitud enardeció a los integrantes de la junta de gobierno, ya que sus homilías duraban hasta tres horas y los asistentes permanecían impasibles escuchando sus palabras.

El 24 de marzo de 1980 inició su alocución dirigida lisa y llanamente a los militares a quienes conminó: “En el nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en el nombre de Dios, que cese la represión”. Minutos después en la iglesia retumbó un disparo de arma de fuego, y el proyectil de fragmentación se estrelló en el pecho de monseñor, quien cayó con la mirada hacia el infinito al tiempo que borbollones de sangre salían de su boca, para tiempo después morir.

El día 30 del mismo mes y año en la catedral de San Salvador serían sus funerales. En la plaza localizada al frente, los expertos calcularon una muchedumbre de 200 mil almas. Instantes después se escuchó la detonación de una bomba y balazos que cortaron la existencia de varias docenas de concurrentes, el atentado se atribuyó a los escuadrones de la muerte del mando gubernamental. Desde entonces el arzobispo es identificado como San Romero.

Más en estos días, la iglesia católica atraviesa por una profunda crisis en su interior, pues es carcomida por los abusos sexuales, la pederastia, la corrupción, la insubordinación y los excesos de buena parte de la alta jerarquía. Los detractores de la iglesia legada por Jesús vaticinan por eso y mucho más su desaparición. Sectas, nuevos grupos y crecimiento de religiones ya existentes, debilitan la credibilidad de la sacra institución.

Por eso el atentado que recientemente sufrió Norberto Rivera Carrera en la Ciudad de México, para bien de la misma debe ser esclarecido. El otrora arzobispo primado no se distinguió precisamente por la defensa de la fe, de los necesitados, de los menesterosos, de los drogadictos. En Durango en administraciones pasadas hubo ejecuciones que se contaron en más de 300 y nunca volteó a su pueblo.

Dista mucho de semejarse a monseñor Romero, a monseñor Méndez Arceo y a don Samuel Ruiz. Insisto entonces en que el mismo Papa debe estar interesado en que se esclarezcan los hechos. Quiera Dios y no, pero en ello pueden subyacer cuestiones que corromperían más al deteriorado catolicismo.

Era la mitad de la década de los sesenta. En talleres, fábricas y centros de trabajo en general, revoloteaba el fantasma, para unos; el espíritu para otros, del socialismo. No se diga en las escuelas medias superiores y superiores de manera particular en las universidades.

Fidel Castro, Ché Guevara, Camilo Cienfuegos, Farabundo Martí, Rosa Luxemburgo y no se diga Marx, Engels y Lenin. Eran cita obligada de los “izquierdosos”, que motu propio o por su pertenencia a determinado partido, buscaban adeptos para la doctrina de moda. Estados Unidos temblaba, satanizaba, maldecía a los comunistas, inculcaba en la gente el odio a todo cuanto oliera a Rusia. Los del FBI como perros de presa perseguían, torturaban y mataban a los comulgantes con ese pensamiento.

A lo largo y ancho de América del centro y del sur, el tío Sam con su terrorífica arma, la CIA alentó, motivó y ejecutó golpes de estado y el asentamiento de gorilatos o regímenes militares en esa región para contener el avance de la creación y operación marxista, maoísta, leninista, en forma particular en los países que por su riqueza, el vecino país tenía intereses y eran invadidos por las transnacionales norteamericanas, pues estaban en juego sus inversiones.

Las compañías bananeras, mineras, tabacaleras y demás contaban con guardias blancas para sofocar cualquier embrión de rebeldía. Quien era sorprendido alzando la voz lo fusilaban sumarísimamente los matones al servicio de los patrones.

Con odio escuchábamos los nombres de Fulgencio Batista, en Cuba; Jorge Videla, en Argentina. Alfredo Stroessner, en Paraguay; Hugo Banzer en Bolivia; Anastasio Somoza, en Nicaragua; Francois Duvalier, en Haití y poco después Augusto Pinochet, verdugo de Salvador Allende, en Chile y Alberto Fujimori en Perú. Con todo y que las masacres se hacían en la clandestinidad, heroicos ciudadanos, periodistas u observadores internacionales honestos y valientes, documentaban las atrocidades de los dictadores, ante la opinión pública internacional.

Los abusos castrenses y de esos gobiernos totalitarios trajeron como consecuencia la aparición de guerrillas insurgentes para combatirlos y derrocarlos restableciendo de esta forma un estado de derecho. Así, en el escenario mundial aparecen los Montoneros, Ejército revolucionario del pueblo, fuerzas armadas revolucionarias y fuerzas armadas peronistas, en Argentina.

En Bolivia, emerge el ejército Túpac Katari; mientras que en Colombia surge el Ejército de Liberación Nacional. Lo mismo pasa en Ecuador donde se levanta el grupo Alfaro Vive ¡carajo! En El Salvador pronto es conocido más allá de sus fronteras el Frente Farabundo Martí; en tanto que en Guatemala se da a conocer la unidad revolucionaria. Nicaragua no se queda atrás y se forma el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

En Perú por un período más prolongado se levanta Sendero Luminoso y en Uruguay los ampliamente conocidos Tupamaros. México tampoco se queda atrás y la intolerancia de Gustavo Díaz Ordaz le hereda a Luis Echeverría Álvarez la liga comunista 23 de Septiembre, el Ejército Popular Revolucionario y el Ejército Revolucionario del Pueblo y como íconos de estos movimientos, a Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.

En medio de todo esto fulgura el nombre del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, quien en 1977 es designado con tal cargo en San Salvador. Al inicio de su ministerio fue criticado y hasta vituperado por el propio clero dada su pasividad ante los asesinatos de campesinos y trabajadores de El Salvador.

Sus quehaceres eran asumidos por sacerdotes jesuitas que salían al medio rural para ayudar al campesinado asesinado por militares y terratenientes. Su íntimo amigo Rutilio Grande fue ultimado a balazos junto con dos labradores el 12 de marzo de 1977. A unos días del crimen el prelado decidió hacer suya la obra de su amigo del alma y a la voz de “el que toca a uno de mis sacerdotes, a mí me toca” enarboló la causa de los humillados.

En aquellos tiempos estaba en boga la Teología de la Liberación, que en esencia favorecía a los pobres y exigía la redistribución de la riqueza. Don Óscar Arnulfo Romero en el púlpito y en la calle cambió su discurso totalmente; fustigaba al gobierno totalitario, lo mismo que a los empresarios que en sus predios más que trabajadores tenían esclavos. Su actitud enardeció a los integrantes de la junta de gobierno, ya que sus homilías duraban hasta tres horas y los asistentes permanecían impasibles escuchando sus palabras.

El 24 de marzo de 1980 inició su alocución dirigida lisa y llanamente a los militares a quienes conminó: “En el nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en el nombre de Dios, que cese la represión”. Minutos después en la iglesia retumbó un disparo de arma de fuego, y el proyectil de fragmentación se estrelló en el pecho de monseñor, quien cayó con la mirada hacia el infinito al tiempo que borbollones de sangre salían de su boca, para tiempo después morir.

El día 30 del mismo mes y año en la catedral de San Salvador serían sus funerales. En la plaza localizada al frente, los expertos calcularon una muchedumbre de 200 mil almas. Instantes después se escuchó la detonación de una bomba y balazos que cortaron la existencia de varias docenas de concurrentes, el atentado se atribuyó a los escuadrones de la muerte del mando gubernamental. Desde entonces el arzobispo es identificado como San Romero.

Más en estos días, la iglesia católica atraviesa por una profunda crisis en su interior, pues es carcomida por los abusos sexuales, la pederastia, la corrupción, la insubordinación y los excesos de buena parte de la alta jerarquía. Los detractores de la iglesia legada por Jesús vaticinan por eso y mucho más su desaparición. Sectas, nuevos grupos y crecimiento de religiones ya existentes, debilitan la credibilidad de la sacra institución.

Por eso el atentado que recientemente sufrió Norberto Rivera Carrera en la Ciudad de México, para bien de la misma debe ser esclarecido. El otrora arzobispo primado no se distinguió precisamente por la defensa de la fe, de los necesitados, de los menesterosos, de los drogadictos. En Durango en administraciones pasadas hubo ejecuciones que se contaron en más de 300 y nunca volteó a su pueblo.

Dista mucho de semejarse a monseñor Romero, a monseñor Méndez Arceo y a don Samuel Ruiz. Insisto entonces en que el mismo Papa debe estar interesado en que se esclarezcan los hechos. Quiera Dios y no, pero en ello pueden subyacer cuestiones que corromperían más al deteriorado catolicismo.