/ lunes 23 de noviembre de 2020

Derecho efectivo a la protección de la salud y Covid-19

Una de las cuestiones que han salido a la palestra colectiva cuando hablamos de la emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia Covid-19 tiene que ver con la naturaleza del ejercicio efectivo de un derecho humano de naturaleza social de primer orden, como es el derecho fundamental a la protección de la salud.

Dicha efectividad depende de una multiplicidad de aspectos, pero uno de ellos definitivamente estriba en el compromiso financiero para con los insumos necesarios que puedan orientarse a dos grandes aspectos: a) el bienestar de las personas individualmente consideradas, y b) la contención de la pandemia en sí misma.

Cuando observamos los aspectos prácticos que se le pueden presentar a la y al ciudadano de a pie al momento de que se entera que estuvo en contacto con una persona que resultó positiva en el examen de Covid-19, sin duda alguna se enfrentará a varios obstáculos, principiando por las pocas citas disponibles y los precios elevados de las pruebas.

Aquí en Durango capital los precios de los exámenes rápidos de sangre pueden rondar los $1,200, mientras que las pruebas orofaríngeas de PCR oscilan aproximadamente entre los $950 y $3,600, aunque entre más económicas resultan, menos probabilidades habrá de encontrar pronto un lugar en la agenda de las clínicas y laboratorios.

Lo anterior implica pues que pueden transcurrir varios días hasta que alguien esté en condiciones de verificar si tiene el nuevo coronavirus o no. Desde luego, muchas personas simplemente no están en posibilidad de pagar un examen con los costos referidos, máxime si se vieron forzados a cerrar su negocio o desafortunadamente perdieron su empleo, en un entorno laboral que histórica y tradicionalmente ha sido proclive al trabajo informal.

Si lo anterior ya resulta complejo, imaginemos la enorme cantidad de ciudadanas y ciudadanos que pueden tener el virus y ser asintomáticos, complicando aún más el escenario.

En cuanto al tema monetario, mencionábamos únicamente lo que cuesta el examen, sin tener en cuenta los medicamentos que hay que comprar y los aparatos que hay que adquirir en los casos que lamentablemente se van acentuando en términos de gravedad. Se trata de un reto de enormes dimensiones que pone a prueba a todo el aparato estatal.

Las otras pandemias de sobrepeso, obesidad y diabetes ya provocan desde hace años como tales profundos agujeros al presupuesto sanitario mexicano. Si además de ellas se suman otros factores de riesgo entratándose del Covid-19 como el asma o el tabaquismo, todo se dificulta aún más. Se tiene como consecuencia un coctel explosivo que nos hace víctimas de las circunstancias.

Por ello es que los gobiernos tendrían que inyectar una suma fuerte de dinero a la contención de la enfermedad reportada por vez primera hace poco más de un año. En ese dinero deben contemplarse las pruebas, los fármacos, la infraestructura hospitalaria e incluso un recurso extraordinario para que los sectores vulnerables puedan tener alguna fuente de supervivencia: Una especie de ingreso mínimo vital como el que se aprobó recientemente en España. Frases hechas como “en salud pública no hay presupuesto máximo” deben convertirse en una realidad tangible y dejar de ser promesas incumplidas. Cualquier Estado social, constitucional y democrático de Derecho debe asumirlo y tomárselo en serio.

Ya lo decía desde marzo Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud: “Si los países detectan, testean, tratan, aíslan, rastrean y movilizan a su gente en respuesta, los que tienen apenas un puñado de casos de coronavirus pueden prevenir que se vuelvan grandes agrupaciones, y que esas grandes agrupaciones se conviertan en una transmisión comunitaria”. Es una labor de los gobiernos que la ciudadanía, sí o sí, debe vigilar de forma permanente. A todas y todos, definitivamente, nos corresponde cuidar que las quimeras pasen a los hechos.

Una de las cuestiones que han salido a la palestra colectiva cuando hablamos de la emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia Covid-19 tiene que ver con la naturaleza del ejercicio efectivo de un derecho humano de naturaleza social de primer orden, como es el derecho fundamental a la protección de la salud.

Dicha efectividad depende de una multiplicidad de aspectos, pero uno de ellos definitivamente estriba en el compromiso financiero para con los insumos necesarios que puedan orientarse a dos grandes aspectos: a) el bienestar de las personas individualmente consideradas, y b) la contención de la pandemia en sí misma.

Cuando observamos los aspectos prácticos que se le pueden presentar a la y al ciudadano de a pie al momento de que se entera que estuvo en contacto con una persona que resultó positiva en el examen de Covid-19, sin duda alguna se enfrentará a varios obstáculos, principiando por las pocas citas disponibles y los precios elevados de las pruebas.

Aquí en Durango capital los precios de los exámenes rápidos de sangre pueden rondar los $1,200, mientras que las pruebas orofaríngeas de PCR oscilan aproximadamente entre los $950 y $3,600, aunque entre más económicas resultan, menos probabilidades habrá de encontrar pronto un lugar en la agenda de las clínicas y laboratorios.

Lo anterior implica pues que pueden transcurrir varios días hasta que alguien esté en condiciones de verificar si tiene el nuevo coronavirus o no. Desde luego, muchas personas simplemente no están en posibilidad de pagar un examen con los costos referidos, máxime si se vieron forzados a cerrar su negocio o desafortunadamente perdieron su empleo, en un entorno laboral que histórica y tradicionalmente ha sido proclive al trabajo informal.

Si lo anterior ya resulta complejo, imaginemos la enorme cantidad de ciudadanas y ciudadanos que pueden tener el virus y ser asintomáticos, complicando aún más el escenario.

En cuanto al tema monetario, mencionábamos únicamente lo que cuesta el examen, sin tener en cuenta los medicamentos que hay que comprar y los aparatos que hay que adquirir en los casos que lamentablemente se van acentuando en términos de gravedad. Se trata de un reto de enormes dimensiones que pone a prueba a todo el aparato estatal.

Las otras pandemias de sobrepeso, obesidad y diabetes ya provocan desde hace años como tales profundos agujeros al presupuesto sanitario mexicano. Si además de ellas se suman otros factores de riesgo entratándose del Covid-19 como el asma o el tabaquismo, todo se dificulta aún más. Se tiene como consecuencia un coctel explosivo que nos hace víctimas de las circunstancias.

Por ello es que los gobiernos tendrían que inyectar una suma fuerte de dinero a la contención de la enfermedad reportada por vez primera hace poco más de un año. En ese dinero deben contemplarse las pruebas, los fármacos, la infraestructura hospitalaria e incluso un recurso extraordinario para que los sectores vulnerables puedan tener alguna fuente de supervivencia: Una especie de ingreso mínimo vital como el que se aprobó recientemente en España. Frases hechas como “en salud pública no hay presupuesto máximo” deben convertirse en una realidad tangible y dejar de ser promesas incumplidas. Cualquier Estado social, constitucional y democrático de Derecho debe asumirlo y tomárselo en serio.

Ya lo decía desde marzo Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud: “Si los países detectan, testean, tratan, aíslan, rastrean y movilizan a su gente en respuesta, los que tienen apenas un puñado de casos de coronavirus pueden prevenir que se vuelvan grandes agrupaciones, y que esas grandes agrupaciones se conviertan en una transmisión comunitaria”. Es una labor de los gobiernos que la ciudadanía, sí o sí, debe vigilar de forma permanente. A todas y todos, definitivamente, nos corresponde cuidar que las quimeras pasen a los hechos.