/ sábado 12 de septiembre de 2020

Discriminación racial, nuevo modelo de esclavitud

A estas alturas de la evolución humana el racismo debería ser un objeto de estudio de épocas históricas superadas por la humanidad, sobre todo ahora en la post modernidad, cuya característica esencial es la prevalencia de los derechos humanos que tienen como base el respeto a la dignidad de todos. Sin embargo, al interior de la sociedad occidental aún se propagan ideas y actos en los que se intenta imponer la supremacía racial como una necesidad inherente a la convivencia humana para disponer mediante episodios de intolerancia, de la seguridad y la vida de las personas, derivado de su origen étnico y/o color de piel.

La gran paradoja del racismo según el historiador George M. Fredrickon de la Universidad de Stanford y difundida por la Organización de las Naciones Unidas, es que la condición necesaria para que éste surja es precisamente el concepto de igualdad de todos los humanos, que en las sociedades basadas en la presunción de desigualdad se genera una estructura jerárquica aceptada que ni siquiera los miembros relegados a los niveles inferiores ponen en entredicho.

Esta concepción equivocada constituye una falsa premisa desde el ámbito moderno de los Derechos Humanos porque todas las personas debemos gozar de las mismas posibilidades de desarrollo con independencia de nuestra raza o color de piel.

Los valores de igualdad, justicia y dignidad de todas las personas, elevados al más alto nivel por la corriente liberal del pensamiento han evolucionado en las sociedades modernas a gran velocidad en el plano de las constituciones nacionales, así como en las disposiciones universales, de ahí que en 1948 se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a partir de la cual hemos avanzado en la lucha contra la discriminación racial y la xenofobia, sin embargo acontecimientos recientes nos enseñan que estos esfuerzos normativos, sumados a preceptos de comportamiento éticos y morales, no son suficientes.

Las expresiones de desprecio racial que vemos en días recientes provienen de la misma raíz de otras épocas históricas: la intolerancia que se ejerce desde manifestaciones sutiles de menosprecio, hostigamiento, hasta expresiones violentas que terminan con la vida de miles de personas en el mundo, sólo por el hecho de haber nacido con cierto color de piel o por provenir de una cultura distinta a la predominante en un lugar y en un ciclo de tiempo determinado.

En la antigüedad y la edad media, la esclavitud se convirtió en un ejercicio de control, poder y estatus social que hasta la posmodernidad nos alcanza, de ahí que ahora atestiguamos actos de crueldad que siguen privilegiando el origen racial como fundamento para cometer delitos deshumanizantes.

Un cuello aprisionado debajo de una rodilla que derivó en el asesinato de George Floyd en mayo pasado a manos de un policía en Estados Unidos, ha constituido el símbolo reciente de discriminación racial, opresión y abuso sistémico no sólo de la comunidad negra sino de otras minorías y amplios sectores sociales que exigen un alto a ese flagelo social cuya problemática compromete a una decidida cooperación internacional.

Este hecho, por desgracia no aislado, influye en el ambiente político electoral de EE. UU. cuyo agravante descansa en la narrativa xenofóbica que ha emprendido el presidente Donald Trump desde antes de llegar al poder, logrando con ello atraer adeptos con un sentimiento ultranacionalista que confunde el amor a la patria con actitudes de superioridad que sólo han provocado división social.

El viernes reciente, el policía acusado de asesinar a George Floyd compareció ante la justicia, hecho que desató más protestas y la exigencia social para detener cualquier acto criminal motivado por la discriminación racial que no cede tanto en el mundo occidental como en Oriente, Asia y África.

Lamentablemente el asesinato de George Floyd como el de muchas personas que han muerto por actos racistas, sirve como caldo de cultivo para acusaciones políticas de toda índole que nos alejan por sí mismas de uno de los compromisos más importantes de la humanidad: nadie debe tener el temor de ser perseguido, lastimado ni asesinado por sus características físicas o su origen.

El desafío es continuo e impostergable. Cualquier avance significa tener claro el valor de la dignidad humana. Ahora que la normativa internacional en materia de Derechos Humanos está por encima de los preceptos constitucionales de las naciones, deberíamos gozar a plenitud de la igualdad natural y jurídica que la especie humana ha logrado armonizar. Los enemigos de este logro están a la vista, han escalado la cúspide del poder público y/o económico, paradójicamente bajo el signo del sistema democrático que propaga la igualdad, la soberanía popular y un orden jurídico que garantiza el respeto a la dignidad humana.

A estas alturas de la evolución humana el racismo debería ser un objeto de estudio de épocas históricas superadas por la humanidad, sobre todo ahora en la post modernidad, cuya característica esencial es la prevalencia de los derechos humanos que tienen como base el respeto a la dignidad de todos. Sin embargo, al interior de la sociedad occidental aún se propagan ideas y actos en los que se intenta imponer la supremacía racial como una necesidad inherente a la convivencia humana para disponer mediante episodios de intolerancia, de la seguridad y la vida de las personas, derivado de su origen étnico y/o color de piel.

La gran paradoja del racismo según el historiador George M. Fredrickon de la Universidad de Stanford y difundida por la Organización de las Naciones Unidas, es que la condición necesaria para que éste surja es precisamente el concepto de igualdad de todos los humanos, que en las sociedades basadas en la presunción de desigualdad se genera una estructura jerárquica aceptada que ni siquiera los miembros relegados a los niveles inferiores ponen en entredicho.

Esta concepción equivocada constituye una falsa premisa desde el ámbito moderno de los Derechos Humanos porque todas las personas debemos gozar de las mismas posibilidades de desarrollo con independencia de nuestra raza o color de piel.

Los valores de igualdad, justicia y dignidad de todas las personas, elevados al más alto nivel por la corriente liberal del pensamiento han evolucionado en las sociedades modernas a gran velocidad en el plano de las constituciones nacionales, así como en las disposiciones universales, de ahí que en 1948 se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a partir de la cual hemos avanzado en la lucha contra la discriminación racial y la xenofobia, sin embargo acontecimientos recientes nos enseñan que estos esfuerzos normativos, sumados a preceptos de comportamiento éticos y morales, no son suficientes.

Las expresiones de desprecio racial que vemos en días recientes provienen de la misma raíz de otras épocas históricas: la intolerancia que se ejerce desde manifestaciones sutiles de menosprecio, hostigamiento, hasta expresiones violentas que terminan con la vida de miles de personas en el mundo, sólo por el hecho de haber nacido con cierto color de piel o por provenir de una cultura distinta a la predominante en un lugar y en un ciclo de tiempo determinado.

En la antigüedad y la edad media, la esclavitud se convirtió en un ejercicio de control, poder y estatus social que hasta la posmodernidad nos alcanza, de ahí que ahora atestiguamos actos de crueldad que siguen privilegiando el origen racial como fundamento para cometer delitos deshumanizantes.

Un cuello aprisionado debajo de una rodilla que derivó en el asesinato de George Floyd en mayo pasado a manos de un policía en Estados Unidos, ha constituido el símbolo reciente de discriminación racial, opresión y abuso sistémico no sólo de la comunidad negra sino de otras minorías y amplios sectores sociales que exigen un alto a ese flagelo social cuya problemática compromete a una decidida cooperación internacional.

Este hecho, por desgracia no aislado, influye en el ambiente político electoral de EE. UU. cuyo agravante descansa en la narrativa xenofóbica que ha emprendido el presidente Donald Trump desde antes de llegar al poder, logrando con ello atraer adeptos con un sentimiento ultranacionalista que confunde el amor a la patria con actitudes de superioridad que sólo han provocado división social.

El viernes reciente, el policía acusado de asesinar a George Floyd compareció ante la justicia, hecho que desató más protestas y la exigencia social para detener cualquier acto criminal motivado por la discriminación racial que no cede tanto en el mundo occidental como en Oriente, Asia y África.

Lamentablemente el asesinato de George Floyd como el de muchas personas que han muerto por actos racistas, sirve como caldo de cultivo para acusaciones políticas de toda índole que nos alejan por sí mismas de uno de los compromisos más importantes de la humanidad: nadie debe tener el temor de ser perseguido, lastimado ni asesinado por sus características físicas o su origen.

El desafío es continuo e impostergable. Cualquier avance significa tener claro el valor de la dignidad humana. Ahora que la normativa internacional en materia de Derechos Humanos está por encima de los preceptos constitucionales de las naciones, deberíamos gozar a plenitud de la igualdad natural y jurídica que la especie humana ha logrado armonizar. Los enemigos de este logro están a la vista, han escalado la cúspide del poder público y/o económico, paradójicamente bajo el signo del sistema democrático que propaga la igualdad, la soberanía popular y un orden jurídico que garantiza el respeto a la dignidad humana.