/ domingo 13 de diciembre de 2020

El niño de Belén

¿Alguien puede imaginarse lo que significa celebrar el natalicio de un hombre que nació hace más de dos mil años y está vivo? ¡Eso es la Navidad!

Recordar el nacimiento de un hombre que nació hace dos mil años en el seno de una nación que ya tenía dos mil años de antigüedad, que creció como cualquier niño de Israel, bajo la enseñanza de sus padres, y que heredó el oficio de su padre, un carpintero de Nazareth, y que a partir de esa cultura, y sin pasar los límites de esa tierra tan pequeña, cambió la historia de la humanidad para siempre.

Su nacimiento había sido profetizado muchos años antes, cuando “otro” hombre, llamado Adán, el primer hombre y la primera mujer, llamada Eva, quienes vivían en un paraíso, lleno de árboles y ríos hermosos; quienes podían platicar en intimidad con Dios sin intermediarios, con el sin igual privilegio de compartir la gloria del creador, y la consigna de respetar el límite de esa gloria simbolizada en un árbol, prefirieron transgredir ese límite, dándole la espalda al Creador, quedando por propia decisión fuera de ese lugar de seguridad, significado y propósito.

Desde entonces, el ser humano estuvo tratando de tapar su vergüenza, primero lo hizo con hojas de higuera, y después lo hizo con todo tipo de religiones e iniciativas humanas, pero no lo logró. En cambio se depravó más, llegando a límites extremos, llamando a lo malo bueno y a lo bueno malo, oponiéndose deliberadamente a todo tipo de leyes que lo protegían y tratando de desarrollar la engañosa oferta de la serpiente en ese paraíso del que se había “auto-excluido”: el proyecto de “prescindir” del Creador.

Pero llegó el día, el tiempo exacto, y un veinticuatro de diciembre, bueno, la fecha no es cierta en realidad, pero un día específico, durante el reinado de Augusto, el entonces emperador romano, en una pequeña aldea de Israel, llamada Belén, nacería el salvador del mundo.

No encontraría posada en un mesón y en cambio sería cobijado en un establo; ese niño era el Hijo de Dios, y ese niño nacería para morir. Para morir por nuestros pecados. ¡Jesús resucitó, así que no festejamos el natalicio de un muerto sino de uno que está vivo, nos ama, tiene poder para salvarnos de la muerte!

leonardolombar@gmail.com

¿Alguien puede imaginarse lo que significa celebrar el natalicio de un hombre que nació hace más de dos mil años y está vivo? ¡Eso es la Navidad!

Recordar el nacimiento de un hombre que nació hace dos mil años en el seno de una nación que ya tenía dos mil años de antigüedad, que creció como cualquier niño de Israel, bajo la enseñanza de sus padres, y que heredó el oficio de su padre, un carpintero de Nazareth, y que a partir de esa cultura, y sin pasar los límites de esa tierra tan pequeña, cambió la historia de la humanidad para siempre.

Su nacimiento había sido profetizado muchos años antes, cuando “otro” hombre, llamado Adán, el primer hombre y la primera mujer, llamada Eva, quienes vivían en un paraíso, lleno de árboles y ríos hermosos; quienes podían platicar en intimidad con Dios sin intermediarios, con el sin igual privilegio de compartir la gloria del creador, y la consigna de respetar el límite de esa gloria simbolizada en un árbol, prefirieron transgredir ese límite, dándole la espalda al Creador, quedando por propia decisión fuera de ese lugar de seguridad, significado y propósito.

Desde entonces, el ser humano estuvo tratando de tapar su vergüenza, primero lo hizo con hojas de higuera, y después lo hizo con todo tipo de religiones e iniciativas humanas, pero no lo logró. En cambio se depravó más, llegando a límites extremos, llamando a lo malo bueno y a lo bueno malo, oponiéndose deliberadamente a todo tipo de leyes que lo protegían y tratando de desarrollar la engañosa oferta de la serpiente en ese paraíso del que se había “auto-excluido”: el proyecto de “prescindir” del Creador.

Pero llegó el día, el tiempo exacto, y un veinticuatro de diciembre, bueno, la fecha no es cierta en realidad, pero un día específico, durante el reinado de Augusto, el entonces emperador romano, en una pequeña aldea de Israel, llamada Belén, nacería el salvador del mundo.

No encontraría posada en un mesón y en cambio sería cobijado en un establo; ese niño era el Hijo de Dios, y ese niño nacería para morir. Para morir por nuestros pecados. ¡Jesús resucitó, así que no festejamos el natalicio de un muerto sino de uno que está vivo, nos ama, tiene poder para salvarnos de la muerte!

leonardolombar@gmail.com

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