/ jueves 28 de febrero de 2019

El porvenir de los órganos constitucionales autónomos

EPÍGRAFE:

“Los defectos en el diseño constitucional -e institucional- del Estado mexicano

son la herencia de reformas espaciadas en el tiempo que fueron respuestas

a coyunturas específicas, producto de importaciones o de ocurrencias pasajeras”.- Pedro Salazar Ugarte


Parafraseando a Octavio Paz, pareciera ser que las últimas semanas -coincidentes con los tres primeros meses de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador- son indicativas de “tiempos nublados” para los órganos constitucionales autónomos en México.

El discurso del primer mandatario para algunos ha sonado a reproche al conjunto de dichos entes públicos, además de que la reducción presupuestal que han sufrido puede llegar a afectar su autonomía financiera, acaso el pilar de la independencia de la que gozan estas agencias.

Según se desprende de algunas de las conferencias matutinas que brinda el primer mandatario, así como de otras de sus apariciones en eventos en la capital o en el interior de la república, algunos organismos autónomos requieren ser limpiados y purificados porque han servido a intereses especiales y minoritarios, además de que son costosos e ineficientes, partícipes de la corrupción y elementos de un “gobierno paralelo”.

Más que condena, esos presuntos tiempos nublados deben ser tiempos de oportunidad para estas instituciones, porque una parte de lo que señala el presidente es correcto. La tecnocracia que dominó nuestro país durante las últimas décadas creó cotos de poder que luego se materializaron a manera de organismos autónomos, algunos de los cuales resultan indispensables y claves para la división de poderes contemporánea, mientras que otros han ocasionado transfiguraciones al diseño institucional de la mano con el exponencial y poco aseado ciclo de reformas constitucionales que se han dado en los últimos sexenios.

Debe hacerse hincapié en que los órganos constitucionales autónomos no son panaceas ni cajas de pandora que solucionarán todo como por arte de magia. La autonomía constitucional se enfrenta a diversas retos que tienen que ver sobre todo con los mecanismos de designación de sus titulares, los cuales deben cambiar de forma radical para contrarrestar el pernicioso sistema de cuotas partidistas que los institutos partidarios han empleado en los últimos lustros, repartiéndose los espacios de poder como si les pertenecieran en todos sus términos.

Pero volviendo al punto de partida, es menester señalar que los órganos autónomos han tenido un proceso de evolución heterogéneo, poco ortodoxo y más bien complicado, lo cual también se ha reflejado en los modos de interacción con la sociedad civil. Además, algunos de ellos no sólo han asumido funciones estratégicas que en un momento fueron desempeñadas por el poder público tradicional, particularmente el Poder Ejecutivo, sino que esas atribuciones se han acumulado de una forma impresionante, complicando así los escenarios de diálogo en la arena pública.

No sin razón, Diego Valadés ha hecho referencia a tales entes como “ínsulas de poder”, lo cual se puede constatar en el caso de los órganos reguladores que han adquirido su autonomía, mismos que guardan estrecha relación con poderes fácticos como los medios de comunicación.

Por otro lado, una buena porción de los problemas actuales de los organismos autónomos recae en la diversidad de su naturaleza jurídica, porque por un lado tenemos, según se decía, órganos reguladores, y por el otro, lo mismo hay un árbitro electoral o un órgano garante en materia de transparencia, que un banco central, una institución encargada de la persecución de los delitos en el ámbito federal y entes de demoscopia y medición social, que dicho sea de paso están desperdigados a lo largo y ancho del texto de la Carta Magna, lo mismo en la llamada parte orgánica que en la denominada parte dogmática, por increíble que esto parezca en términos de técnica constitucional.

Este último aspecto cobra igualmente relevancia. Pedro Salazar ha apuntado que, producto de la “reformitis” que afecta al llamado “cuarto de máquinas” (Roberto Gargarella dixit) de la Constitución, puede “transmutar la ineficacia constitucional en ineficacia de Estado”, particularmente en el expediente de los organismos con autonomía constitucional.

Tal situación sería gravísima, pues de aportar a un rediseño en clave de ciudadanía y sociedad civil, se contribuiría a un caos institucional, a un desorden y a una falta de cohesión en el engranaje de las autoridades, por decir lo menos.

Si bien no han de desaparecer -o dicho de otra manera, la mayoría de ellos no deben desaparecer o perder la autonomía constitucional que han ganado con el paso del tiempo-, tienen que reconfigurar sus objetivos en la agenda pública mexicana.

Es una buena señal que el presidente no apunte a su desaparición sino a la obligación de volver a articularlos, lo cual tendría que darse en un panorama de gobernanza cooperativa. Por otro lado, satanizarlos tampoco conduce a nada bueno en el terreno de la realidad social. Mejorarlos es imperativo.

EPÍGRAFE:

“Los defectos en el diseño constitucional -e institucional- del Estado mexicano

son la herencia de reformas espaciadas en el tiempo que fueron respuestas

a coyunturas específicas, producto de importaciones o de ocurrencias pasajeras”.- Pedro Salazar Ugarte


Parafraseando a Octavio Paz, pareciera ser que las últimas semanas -coincidentes con los tres primeros meses de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador- son indicativas de “tiempos nublados” para los órganos constitucionales autónomos en México.

El discurso del primer mandatario para algunos ha sonado a reproche al conjunto de dichos entes públicos, además de que la reducción presupuestal que han sufrido puede llegar a afectar su autonomía financiera, acaso el pilar de la independencia de la que gozan estas agencias.

Según se desprende de algunas de las conferencias matutinas que brinda el primer mandatario, así como de otras de sus apariciones en eventos en la capital o en el interior de la república, algunos organismos autónomos requieren ser limpiados y purificados porque han servido a intereses especiales y minoritarios, además de que son costosos e ineficientes, partícipes de la corrupción y elementos de un “gobierno paralelo”.

Más que condena, esos presuntos tiempos nublados deben ser tiempos de oportunidad para estas instituciones, porque una parte de lo que señala el presidente es correcto. La tecnocracia que dominó nuestro país durante las últimas décadas creó cotos de poder que luego se materializaron a manera de organismos autónomos, algunos de los cuales resultan indispensables y claves para la división de poderes contemporánea, mientras que otros han ocasionado transfiguraciones al diseño institucional de la mano con el exponencial y poco aseado ciclo de reformas constitucionales que se han dado en los últimos sexenios.

Debe hacerse hincapié en que los órganos constitucionales autónomos no son panaceas ni cajas de pandora que solucionarán todo como por arte de magia. La autonomía constitucional se enfrenta a diversas retos que tienen que ver sobre todo con los mecanismos de designación de sus titulares, los cuales deben cambiar de forma radical para contrarrestar el pernicioso sistema de cuotas partidistas que los institutos partidarios han empleado en los últimos lustros, repartiéndose los espacios de poder como si les pertenecieran en todos sus términos.

Pero volviendo al punto de partida, es menester señalar que los órganos autónomos han tenido un proceso de evolución heterogéneo, poco ortodoxo y más bien complicado, lo cual también se ha reflejado en los modos de interacción con la sociedad civil. Además, algunos de ellos no sólo han asumido funciones estratégicas que en un momento fueron desempeñadas por el poder público tradicional, particularmente el Poder Ejecutivo, sino que esas atribuciones se han acumulado de una forma impresionante, complicando así los escenarios de diálogo en la arena pública.

No sin razón, Diego Valadés ha hecho referencia a tales entes como “ínsulas de poder”, lo cual se puede constatar en el caso de los órganos reguladores que han adquirido su autonomía, mismos que guardan estrecha relación con poderes fácticos como los medios de comunicación.

Por otro lado, una buena porción de los problemas actuales de los organismos autónomos recae en la diversidad de su naturaleza jurídica, porque por un lado tenemos, según se decía, órganos reguladores, y por el otro, lo mismo hay un árbitro electoral o un órgano garante en materia de transparencia, que un banco central, una institución encargada de la persecución de los delitos en el ámbito federal y entes de demoscopia y medición social, que dicho sea de paso están desperdigados a lo largo y ancho del texto de la Carta Magna, lo mismo en la llamada parte orgánica que en la denominada parte dogmática, por increíble que esto parezca en términos de técnica constitucional.

Este último aspecto cobra igualmente relevancia. Pedro Salazar ha apuntado que, producto de la “reformitis” que afecta al llamado “cuarto de máquinas” (Roberto Gargarella dixit) de la Constitución, puede “transmutar la ineficacia constitucional en ineficacia de Estado”, particularmente en el expediente de los organismos con autonomía constitucional.

Tal situación sería gravísima, pues de aportar a un rediseño en clave de ciudadanía y sociedad civil, se contribuiría a un caos institucional, a un desorden y a una falta de cohesión en el engranaje de las autoridades, por decir lo menos.

Si bien no han de desaparecer -o dicho de otra manera, la mayoría de ellos no deben desaparecer o perder la autonomía constitucional que han ganado con el paso del tiempo-, tienen que reconfigurar sus objetivos en la agenda pública mexicana.

Es una buena señal que el presidente no apunte a su desaparición sino a la obligación de volver a articularlos, lo cual tendría que darse en un panorama de gobernanza cooperativa. Por otro lado, satanizarlos tampoco conduce a nada bueno en el terreno de la realidad social. Mejorarlos es imperativo.