Crisis de la modernidad
No son pocos los pensadores y los estudiosos dedicados al análisis de las condiciones y características de nuestra época, quienes nos advierten de los peligros que representa lo que llaman la “modernidad de nuestra forma de convivencia”, misma que está vigente y actual en el ámbito socio-político de lo que se denomina la “civilización Occidental”, y que comprende principalmente a los países situados en el oeste el continente Europeo y a las naciones de nuestra América.
Esta “modernidad”, -nos dicen los teóricos-, básicamente apunta hacia el objetivo de desvincular a los individuos y a los grupos humanos de referencias espirituales, vínculos culturales y medios de contacto perdurables y orientadoras respecto de objetivos y bienes de vida, de carácter superior.
Las sociedades modernas, en opinión de estos expertos y acaso también de acuerdo a nuestra propia experiencia histórica, han creado formas de vida que tienden indudablemente a la inconsistencia y a la fragilidad de las relaciones humanas; de las relaciones personales; laborales, y aún a las relaciones de tipo familiar. Las técnicas de la actividad política y social, actualmente en uso, están encaminadas, claramente, a la eliminación de la autoconciencia y de la identidad personal y de la identidad de grupo en el seno de nuestras colectividades.
Ofrecen a cambio de ello, infinidad de sugestiones, alternativas y propuestas de satisfacción de deseos y necesidades relativas a experiencias y bienes de consumo inmediato y perecedero, lo que provoca, y estimula en el ánimo de un gran número de seres humanos contemporáneos, la emoción del bienestar momentáneo y favorece, en contraste, el consecuente olvido del interés por los valores y los bienes eternos e intemporales, así como el abandono de la voluntad y de la ambición personal y social de manifestar y ser, -en el arte de vivir- ante sí mismos y ante los demás, la mejor versión de la persona individual y social que representan en el mundo.
Así, nos hemos ido convirtiendo, mayormente, en seres consumistas emotivos, según nos definen algunos Autores. Consumistas porque hemos caído en la tentación que nos propone el impulso fundamental de nuestra naturaleza adquisitiva que de continuo se ve puesta en movimiento y es estimulada por los sofisticados recursos de la mercadotecnia consistente y avasallante, que padecemos. Y emotivos; porque abrigamos la creencia de que requerimos y precisamos, continua e incesantemente, herramientas, artefactos y productos que resuelvan y vengan a satisfacer nuestros deseos de la hora presente, aunque ya no nos resulten útiles ni hábiles, en la hora próxima. Estas urgencias y aflicciones; esta ansiedad por adquirir cosas, es provocada, principalmente, -según dicen algunos psicólogos sociales- por la angustia existencial, de una vida sin sentido y sin objeto.
La inseguridad y el temor que en el fondo de nuestra persona nos conmueven, son causa de la crisis de identidad que sufrimos al vivir en el seno de organizaciones sociopolíticas deshumanizadas y excluyentes, dominadas por la prisa y por la urgencia del consumo y de la compra en atención al régimen de competencias entre compradores; los símbolos del prestigio identificados con la posesión de bienes materiales; la posibilidad y la amenaza siempre presentes de la escasez; la inestabilidad de los mercados, o la pérdida en el valor adquisitivo del ingreso, cuando lo hay.
Nuestra noción del tiempo y de nuestra relación con él, ha perdido su vitalidad y su significado propio, en el sentido de ser el tiempo mismo, el resumen de nuestro universo personal y la medida de nuestra condición humana. Solemos medir el tiempo solamente en términos de “eficacia”, admitido el hecho de que vivimos bajo la tiranía de la rentabilidad económica y del apremiante imperativo de producir aceleradamente bienes o servicios destinados a la satisfacción de los excesos de lucro de nuestros símbolos de poder, de modo, entonces, que no tenemos la oportunidad ni la serenidad del ánimo ni del pensamiento para la reflexión acerca de los misterios del mundo, ni de las fuerzas y de las unidades de espíritu que rigen y han regido, -en este y en otros tiempos, y en el nuestro y en otros pueblos- el movimiento y la evolución de la cultura humana y el valor imperecedero e intemporal de sus productos.
El ser humano ha perdido de este modo, poder frente al tiempo porque ha permitido que las situaciones momentáneas, nimias e insignificantes del instante,…se le impongan como destino.
Entonces, recuperar nuestra voluntad de sentido; contemplar el panorama de nuestra vida más allá del instante en que se encuentra; recuperar la conciencia de nuestra individualidad y de nuestra condición social y política en función de los valores esenciales e imperecederos construidos en conjunto por la sociedad a la que pertenecemos y con la que compartimos ideales y cualidades emocionales y de pensamiento; pensarnos a nosotros mismos como administradores de un patrimonio y de una herencia espiritual que nos identifica y nos hermana con los demás, en lo que somos y en lo que ambicionamos ser…es una obligación insoslayable que nos demanda la hora presente en atención a los propósitos de desarrollar y vivir, en lo de adelante, una acción común de nuestra cultura: la de lograr una armoniosa interdependencia y participación individual y social en la satisfacción de los intereses materiales, sí; pero sin olvidar jamás, el anhelo de solidaridad humana en la conducta que tiene su razón de ser en el hombre.
Es de desearse que, frente a las difíciles y adversas circunstancias que vivimos, y en la responsabilidad humana y social que nos corresponde aquí y ahora, cada durangueño, llegue a participar íntima y profundamente, de ésta convicción del autor citado, en el sentido del hombre dueño de sí; convicción que fue certificada plenamente por el propio pensador, con el testimonio y ejemplo de su propia vida.