/ sábado 29 de mayo de 2021

Elevar la calidad del discurso político-electoral

Más allá de ese viejo adagio que nos dice que el pueblo tiene el gobierno que se merece, lo cierto es que las actuales campañas para renovar la Cámara de Diputados y algunos congresos locales y gubernaturas estatales son una muestra de la escisión entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados, que desde hace algunos años se ha puesto de manifiesto.

La crisis de representación que se vive a escala global, y de la que México no es la excepción, es indicativa de una desafección por la clase política en general y por el sistema de partidos, específicamente por la partidocracia que se ha instalado en numerosos sitios.

Instrumentos demoscópicos sobran para constatar que la confianza en los actores públicas ha estado en franco declive desde hace un buen tiempo. Por ejemplo, el Ranking Mitofsky en México: Confianza en Instituciones 2019, publicado apenas el año pasado, refiere que en una escala de 0 a 10, los senadores obtienen una calificación de 5.5 y los diputados un 5.3, ubicándose en el peldaño más bajo de todo el estudio. Estos datos, aunque alarmantes, son ya el pan nuestro de cada día.

Otra empresa especializada en el ámbito demoscópico, Gabinete de Comunicación Estratégica, refiere que en un sondeo llevado a cabo ante 800 personas, un 64.6% aseveró estar “muy seguro” de salir a votar en la próxima jornada comicial. Veremos si ese augurio se vuelve realidad, pues las elecciones intermedias por lo general son de poca participación ante ese fantasma y monstruo invisible que es el abstencionismo, favorito desde ahora para convertirse en ganador de la contienda.

Y es que, desafortunadamente, la ausencia de propuestas claras, factibles y explicables de cara a la ciudadanía y al electorado ha sido la regla y no la excepción, pues salvo contados casos, candidatas y candidatos de todos los colores partidistas han hecho de su ideario un abanico de demagogia. Lo mismo proponen cuestiones que ya están en las leyes y en las políticas públicas que puntos concretos, de imposible realización para un solo congresista; lo mismo dicen que modificarán no sabemos cuántas veces la Constitución que los tratados internacionales; lo mismo aseveran que implementarán quién sabe cuántos programas sociales sin tener un parámetro presupuestal y financiero a la mano.

Por eso es que se torna imperiosamente necesario que la sociedad civil se involucre de manera directa en la elevación de la calidad de ese discurso político-electoral que es más bien exiguo. Cada ciudadana y cada ciudadano debería ser vigilante del comportamiento de quienes dicen representarlos, pero lamentablemente el círculo vicioso se repite día con día y elección a elección.

La fiscalización de los compromisos electorales ha sido una propuesta que varias personas hemos hecho desde hace muchos años, y que quizá pudiera engrosar para bien el elenco de instrumentos de democracia directa en México. Es bien sabido que la rendición de cuentas brilla por su ausencia y que no volvemos a ver a la candidata o candidato que durante la campaña estuvo en cruceros, en casas, en negocios y en muchos otros lugares a la caza del sufragio.

Ojalá que en un futuro no muy lejano las cosas cambien, pues si el statu quo se mantiene, la desconexión entre el ciudadano de a pie y los políticos lejos de reducirse se incrementará, con todo lo que ello implica para la calidad de nuestra democracia.

Más allá de ese viejo adagio que nos dice que el pueblo tiene el gobierno que se merece, lo cierto es que las actuales campañas para renovar la Cámara de Diputados y algunos congresos locales y gubernaturas estatales son una muestra de la escisión entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados, que desde hace algunos años se ha puesto de manifiesto.

La crisis de representación que se vive a escala global, y de la que México no es la excepción, es indicativa de una desafección por la clase política en general y por el sistema de partidos, específicamente por la partidocracia que se ha instalado en numerosos sitios.

Instrumentos demoscópicos sobran para constatar que la confianza en los actores públicas ha estado en franco declive desde hace un buen tiempo. Por ejemplo, el Ranking Mitofsky en México: Confianza en Instituciones 2019, publicado apenas el año pasado, refiere que en una escala de 0 a 10, los senadores obtienen una calificación de 5.5 y los diputados un 5.3, ubicándose en el peldaño más bajo de todo el estudio. Estos datos, aunque alarmantes, son ya el pan nuestro de cada día.

Otra empresa especializada en el ámbito demoscópico, Gabinete de Comunicación Estratégica, refiere que en un sondeo llevado a cabo ante 800 personas, un 64.6% aseveró estar “muy seguro” de salir a votar en la próxima jornada comicial. Veremos si ese augurio se vuelve realidad, pues las elecciones intermedias por lo general son de poca participación ante ese fantasma y monstruo invisible que es el abstencionismo, favorito desde ahora para convertirse en ganador de la contienda.

Y es que, desafortunadamente, la ausencia de propuestas claras, factibles y explicables de cara a la ciudadanía y al electorado ha sido la regla y no la excepción, pues salvo contados casos, candidatas y candidatos de todos los colores partidistas han hecho de su ideario un abanico de demagogia. Lo mismo proponen cuestiones que ya están en las leyes y en las políticas públicas que puntos concretos, de imposible realización para un solo congresista; lo mismo dicen que modificarán no sabemos cuántas veces la Constitución que los tratados internacionales; lo mismo aseveran que implementarán quién sabe cuántos programas sociales sin tener un parámetro presupuestal y financiero a la mano.

Por eso es que se torna imperiosamente necesario que la sociedad civil se involucre de manera directa en la elevación de la calidad de ese discurso político-electoral que es más bien exiguo. Cada ciudadana y cada ciudadano debería ser vigilante del comportamiento de quienes dicen representarlos, pero lamentablemente el círculo vicioso se repite día con día y elección a elección.

La fiscalización de los compromisos electorales ha sido una propuesta que varias personas hemos hecho desde hace muchos años, y que quizá pudiera engrosar para bien el elenco de instrumentos de democracia directa en México. Es bien sabido que la rendición de cuentas brilla por su ausencia y que no volvemos a ver a la candidata o candidato que durante la campaña estuvo en cruceros, en casas, en negocios y en muchos otros lugares a la caza del sufragio.

Ojalá que en un futuro no muy lejano las cosas cambien, pues si el statu quo se mantiene, la desconexión entre el ciudadano de a pie y los políticos lejos de reducirse se incrementará, con todo lo que ello implica para la calidad de nuestra democracia.