/ viernes 18 de enero de 2019

En cartera

El nacionalismo, la educación y el quehacer político de un pueblo continúan siendo los mejores instrumentos para preservar la soberanía y la independencia política.

Vivimos tiempos de cambio rápido, provocados por las impetuosas tecnologías de los países más poderosos. Es muy importante en esta época globalizadora conocer la historia.

Nuestra cultura nacional que comprende historia, tradiciones, costumbres, ideales, formas de valoración, sufre ya los embates de intereses extranjeros que intentan imponer nuevas pautas de conducta, pretendiendo introducir en el seno de nuestro pueblo los nuevos paradigmas del capitalismo internacional. Y con ello, crecen los riesgos para nuestra identidad y patrimonio cultural, para nuestra mexicanidad y durangueñeidad.

Ante la penetración ideológica urge vigorizar la nacionalidad. Esta penetración ideológica busca la sujeción de nuestro pueblo a los intereses económicos del imperio. Nuestra identidad de mexicanos no es un bien que está en venta, que se preste o alquile. El nacionalismo, la educación y el quehacer político de un pueblo continúan siendo los mejores instrumentos para preservar la soberanía y la independencia política.

Es un reto culturizar a nuestra población, rescatar nuestras tradiciones para integrarlas y robustecer el contenido más sólido de nuestra identidad. Culturizar la sociedad es integrarla, fortalecerla, prevenirla y consolidarla. De ahí la gran responsabilidad de los comunicadores que son los pedagogos de multitudes.

Para amar a México hay que conocerlo, porque no se puede amar lo que no se conoce. La razón, el derecho, la educación, las artes, la ciencia, la preservación de las costumbres y tradiciones son, al final de cuentas, el mejor seguro para cuidar la Patria. La cultura nacional es la más sólida muralla de nuestra soberanía y al mismo tiempo, el más firme testimonio de una grandeza que supera con mucho la adversidad.

Ahora, la religión es una nueva arma política del imperio, que sin cortapisa alguna cruza nuestra frontera para manipular nuestra idiosincrasia y los particulares valores culturales, sociales, políticos y religiosos de los pueblos latinoamericanos. Es innegable que en nuestro país y en nuestro estado figure una creciente estrategia que promueve la multiplicación de sectas religiosas que no respetan la Bandera Mexicana, no cantan el Himno Nacional y en cambio promueven la desobediencia civil y el nulo respeto a los símbolos patrios.

Para los mexicanos es un peligro la penetración extranjera a través de diversos medios y formas, portadora de modelos subyugantes que es preciso detectar, denunciar y precisar el tipo de equipamiento necesario para hacerle frente a esa penetración.

En tanto exista una sólida conciencia de lo que somos y de los que nos proponemos lograr, estaremos mayormente capacitados para sortear con éxito los frecuentes intentos de avasallamiento que suelen manifestarse inicialmente por medio de influencias culturales y sociales, a las que luego siguen influencias de otra índole.

Si no existe una idea clara de lo que significa la nacionalidad, a lo cual se llega por medio de todos los elementos que conforman la cultura, lo mismo en sus manifestaciones primigenias que en las que brotan de su dinámica actual, difícilmente habrá una clara conciencia de lo que se defiende ante la penetración ideológica extranjera.

Es ahí, en la conciencia del mexicano sobre lo que es y lo que vale, sobre lo que ha sido y hacia dónde quiere proyectarse, donde está la verdadera defensa de la nacionalidad.

Nunca como ahora se había hecho tan notoria la necesidad de que educadores, humanistas y políticos, busquen y difundan con emoción profunda las peculiaridades de la cultura de cada región y provincia de nuestra patria grande que es México.

De acuerdo con la doctrina de la “Durangueñeidad” de Héctor Palencia Alonso, bueno es hablar de esta tierra nuestra como si tuviera una especie de espíritu, de la cultura durangueña elaborada en el rodar de los años, y reflexionar sobre ella como identidad y vínculo social y fundamento de una esperanza colectiva.

En su célebre obra el Cuarteto de Alejandría, Lawrence Burell, a través de su personaje Arnuti, dice que Alejandría “es una ciudad que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, pues el hombre es tan solo una extensión del espíritu del lugar que tienen el deseo de ser reclamado por la ciudad”. En efecto, la experiencia citadina o la vivencia urbana aparece como una emoción forjada por acumulación.

Contemplar un viejo edificio, una calle, una plaza, un parque, nos impresionan dualmente: por la contundencia de su materialidad y por lo que no vemos pero sentimos fluir por sus antiguos muros, sus árboles añosos, sus rincones que han sido parte de una infinidad de vidas pasadas, como lo son ahora de nosotros y lo serán de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos.

Las ciudades entonces, son un ámbito que amalgama el pasado, el presente y el futuro. Por eso, si existe algo que significa la modernidad y al hombre como especie de la construcción y la memoria, es la ciudad, esa totalidad fragmentada, tejida por los decenios y los siglos, por generaciones de 450 años que han forjado su pasado y presente y construyen el futuro.

Señala el autor de la “Durangueñeidad”, que hay un mundo espiritual que blasona a los hijos de Durango, y es la razón de ser del más sano provincialismo. Un provincialismo por inclusión y no por exclusión que incorpore ideas, sentimientos, aspiraciones, pero conserve sus ondas y viejas raíces en el campo de la historia y en la tierra con espíritu. El mundo espiritual que da unidad esencial a la patria chica está constituido por las comunes imágenes, valores, tradiciones, costumbres, usos sociales, ideas, formas de vida con las que el ser humano se desenvuelve desde la infancia.

Quizá el secreto de la más venturosa incorporación a un mundo cambiante, se halla en seguir siendo, a través de los cambios rápidos y brutales, los lugareños -durangueños- que nos afirmamos en la tradición, los durangueños de raíz -raíz quiere decir penetración a la tierra- inmersos en el seno de esta bella provincia nuestra, que en el mapa tiene forma de corazón.

El nacionalismo, la educación y el quehacer político de un pueblo continúan siendo los mejores instrumentos para preservar la soberanía y la independencia política.

Vivimos tiempos de cambio rápido, provocados por las impetuosas tecnologías de los países más poderosos. Es muy importante en esta época globalizadora conocer la historia.

Nuestra cultura nacional que comprende historia, tradiciones, costumbres, ideales, formas de valoración, sufre ya los embates de intereses extranjeros que intentan imponer nuevas pautas de conducta, pretendiendo introducir en el seno de nuestro pueblo los nuevos paradigmas del capitalismo internacional. Y con ello, crecen los riesgos para nuestra identidad y patrimonio cultural, para nuestra mexicanidad y durangueñeidad.

Ante la penetración ideológica urge vigorizar la nacionalidad. Esta penetración ideológica busca la sujeción de nuestro pueblo a los intereses económicos del imperio. Nuestra identidad de mexicanos no es un bien que está en venta, que se preste o alquile. El nacionalismo, la educación y el quehacer político de un pueblo continúan siendo los mejores instrumentos para preservar la soberanía y la independencia política.

Es un reto culturizar a nuestra población, rescatar nuestras tradiciones para integrarlas y robustecer el contenido más sólido de nuestra identidad. Culturizar la sociedad es integrarla, fortalecerla, prevenirla y consolidarla. De ahí la gran responsabilidad de los comunicadores que son los pedagogos de multitudes.

Para amar a México hay que conocerlo, porque no se puede amar lo que no se conoce. La razón, el derecho, la educación, las artes, la ciencia, la preservación de las costumbres y tradiciones son, al final de cuentas, el mejor seguro para cuidar la Patria. La cultura nacional es la más sólida muralla de nuestra soberanía y al mismo tiempo, el más firme testimonio de una grandeza que supera con mucho la adversidad.

Ahora, la religión es una nueva arma política del imperio, que sin cortapisa alguna cruza nuestra frontera para manipular nuestra idiosincrasia y los particulares valores culturales, sociales, políticos y religiosos de los pueblos latinoamericanos. Es innegable que en nuestro país y en nuestro estado figure una creciente estrategia que promueve la multiplicación de sectas religiosas que no respetan la Bandera Mexicana, no cantan el Himno Nacional y en cambio promueven la desobediencia civil y el nulo respeto a los símbolos patrios.

Para los mexicanos es un peligro la penetración extranjera a través de diversos medios y formas, portadora de modelos subyugantes que es preciso detectar, denunciar y precisar el tipo de equipamiento necesario para hacerle frente a esa penetración.

En tanto exista una sólida conciencia de lo que somos y de los que nos proponemos lograr, estaremos mayormente capacitados para sortear con éxito los frecuentes intentos de avasallamiento que suelen manifestarse inicialmente por medio de influencias culturales y sociales, a las que luego siguen influencias de otra índole.

Si no existe una idea clara de lo que significa la nacionalidad, a lo cual se llega por medio de todos los elementos que conforman la cultura, lo mismo en sus manifestaciones primigenias que en las que brotan de su dinámica actual, difícilmente habrá una clara conciencia de lo que se defiende ante la penetración ideológica extranjera.

Es ahí, en la conciencia del mexicano sobre lo que es y lo que vale, sobre lo que ha sido y hacia dónde quiere proyectarse, donde está la verdadera defensa de la nacionalidad.

Nunca como ahora se había hecho tan notoria la necesidad de que educadores, humanistas y políticos, busquen y difundan con emoción profunda las peculiaridades de la cultura de cada región y provincia de nuestra patria grande que es México.

De acuerdo con la doctrina de la “Durangueñeidad” de Héctor Palencia Alonso, bueno es hablar de esta tierra nuestra como si tuviera una especie de espíritu, de la cultura durangueña elaborada en el rodar de los años, y reflexionar sobre ella como identidad y vínculo social y fundamento de una esperanza colectiva.

En su célebre obra el Cuarteto de Alejandría, Lawrence Burell, a través de su personaje Arnuti, dice que Alejandría “es una ciudad que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, pues el hombre es tan solo una extensión del espíritu del lugar que tienen el deseo de ser reclamado por la ciudad”. En efecto, la experiencia citadina o la vivencia urbana aparece como una emoción forjada por acumulación.

Contemplar un viejo edificio, una calle, una plaza, un parque, nos impresionan dualmente: por la contundencia de su materialidad y por lo que no vemos pero sentimos fluir por sus antiguos muros, sus árboles añosos, sus rincones que han sido parte de una infinidad de vidas pasadas, como lo son ahora de nosotros y lo serán de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos.

Las ciudades entonces, son un ámbito que amalgama el pasado, el presente y el futuro. Por eso, si existe algo que significa la modernidad y al hombre como especie de la construcción y la memoria, es la ciudad, esa totalidad fragmentada, tejida por los decenios y los siglos, por generaciones de 450 años que han forjado su pasado y presente y construyen el futuro.

Señala el autor de la “Durangueñeidad”, que hay un mundo espiritual que blasona a los hijos de Durango, y es la razón de ser del más sano provincialismo. Un provincialismo por inclusión y no por exclusión que incorpore ideas, sentimientos, aspiraciones, pero conserve sus ondas y viejas raíces en el campo de la historia y en la tierra con espíritu. El mundo espiritual que da unidad esencial a la patria chica está constituido por las comunes imágenes, valores, tradiciones, costumbres, usos sociales, ideas, formas de vida con las que el ser humano se desenvuelve desde la infancia.

Quizá el secreto de la más venturosa incorporación a un mundo cambiante, se halla en seguir siendo, a través de los cambios rápidos y brutales, los lugareños -durangueños- que nos afirmamos en la tradición, los durangueños de raíz -raíz quiere decir penetración a la tierra- inmersos en el seno de esta bella provincia nuestra, que en el mapa tiene forma de corazón.

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