/ lunes 31 de diciembre de 2018

Episcopeo

Quien teme al Señor… servirá a sus padres (Eclo 3, 7). (Jesús) fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos (Lc 2, 51).


El primer domingo después de Navidad estuvo dedicado a la Sagrada Familia. Lo mismo que los pastores, hemos pasado y nos hemos detenido ante la cueva de Belén para contemplar las maravillas que se nos habían anunciado; hoy la liturgia nos invita a trasladarnos a la humilde casa de Nazaret.

También aquí hay muchas maravillas que admirar e imitar. Imitar, sí, porque siendo designio de Dios que todos vengamos al mundo en el seno de una familia y en ella nos desarrollemos y nos realicemos, aunque de diversas maneras, todos tenemos que aprender mucho de Nazaret.

Al llegar el Nuevo Año, se ponen a nuestra consideración los soberanos misterios y enseñanzas de Cristo, señalizando a Nazaret en nuestro en nuestro peregrinar por la vida con una flecha gigante: aquí hay un rincón sin historia pero que merece ser visitado, porque en él se vive una vida que responde plenamente al modelo ideal que se esconde en lo más profundo del corazón, pero que tantas veces ha quedado solo en eso.

La casa en que vive aquella familia es pobre, sin aquello que hace la ilusión de muchos; pero abundante en aquello que tantos buscan ansiosamente: el amor, la comprensión y la paz de un hogar.

La familia de Nazaret, a la que siempre nos deberíamos acercar con un infinito respeto, porque está sumergida en el misterio de Dios, aparece como un modelo amable de muchas virtudes que deberían copiar las familias cristianas: ¿Quién no quiere copiar: la mutua acogida, la comunión perfecta, la fe en Dios, la fortaleza ante las dificultades, el cumplimiento de las normas civiles y aquellas otras que radican en la condición misma de creyente?

El programa que aparece en los textos de esta Fiesta vale, en primer lugar, para la familia humana cuyos miembros están unidos por los lazos de la carne, pero también para la comunidad religiosa, para la comunidad parroquial, para tantos grupos que se unen por nobles motivos y para toda la humanidad.

Nos irían bastante mejor las cosas si en verdad los hijos cuidarán de sus padres, siguiendo los consejos que hemos escuchado en la primera lectura y si en nuestra relaciones con los demás vistiéramos el “uniforme”, del que nos habla San Pablo en la segunda lectura; un “uniforme”, formado por un conjunto de preciosos hilos, como son: misericordia, bondad, humildad, dulzura, comprensión, amor, capacidad de perdón.

En la declaración de los derechos humanos, en su artículo 16, párrafo 3º se leen estas afirmaciones fundamentales: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Por su parte, el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes hace esta apremiante llamada: “Considere la potestad civil como oficio suyo sagrado conocer la verdadera índole de la familia, protegerla y ayudarla, defender la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Debe ser defendido el derecho de los padres a procrear y a educar a los hijos en el seno de la familia” (GS, nº 52). ¿Qué decir ante estas dos instancias?

Vengamos ahora a la familia a la que cada uno de nosotros pertenece. Quiero hacerlo desde el Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992. Vale la pena recordar algunos de los números que tratan de “los deberes de los miembros de la familia”. Sin duda que la misma palabra “deber”, más en los hijos que en los padres, suscita oposición; cambiémosla, si prefieren, por el término “servicio”. Este es el deber o servicio de los padres:

“Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad, ante todo, por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Ésta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad humana” (nº 2223).

El “deber” o “servicio” de los hijos viene expresado así:

“El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. Con todo tu corazón honra a tu padre y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho” (Eclo 7,27-28. CCE, 2215).

Permítanme referirme brevemente a la inhibición, postura cómoda que adoptan algunos padres. La educación es función que ya cumple el colegio, dicen no pocos. Y en lo referente a la religión y comunicación de la fe y la moral, así como en la práctica religiosa hay padres que prefieren desentenderse, alegando libertad para la decisión de sus hijos cuando crezcan. Esto equivale a una auténtica dimisión de sus funciones: educación, corrección, ejemplo; claro que en este caso el ejemplo es absolutamente necesario.

Quien teme al Señor… servirá a sus padres (Eclo 3, 7). (Jesús) fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos (Lc 2, 51).


El primer domingo después de Navidad estuvo dedicado a la Sagrada Familia. Lo mismo que los pastores, hemos pasado y nos hemos detenido ante la cueva de Belén para contemplar las maravillas que se nos habían anunciado; hoy la liturgia nos invita a trasladarnos a la humilde casa de Nazaret.

También aquí hay muchas maravillas que admirar e imitar. Imitar, sí, porque siendo designio de Dios que todos vengamos al mundo en el seno de una familia y en ella nos desarrollemos y nos realicemos, aunque de diversas maneras, todos tenemos que aprender mucho de Nazaret.

Al llegar el Nuevo Año, se ponen a nuestra consideración los soberanos misterios y enseñanzas de Cristo, señalizando a Nazaret en nuestro en nuestro peregrinar por la vida con una flecha gigante: aquí hay un rincón sin historia pero que merece ser visitado, porque en él se vive una vida que responde plenamente al modelo ideal que se esconde en lo más profundo del corazón, pero que tantas veces ha quedado solo en eso.

La casa en que vive aquella familia es pobre, sin aquello que hace la ilusión de muchos; pero abundante en aquello que tantos buscan ansiosamente: el amor, la comprensión y la paz de un hogar.

La familia de Nazaret, a la que siempre nos deberíamos acercar con un infinito respeto, porque está sumergida en el misterio de Dios, aparece como un modelo amable de muchas virtudes que deberían copiar las familias cristianas: ¿Quién no quiere copiar: la mutua acogida, la comunión perfecta, la fe en Dios, la fortaleza ante las dificultades, el cumplimiento de las normas civiles y aquellas otras que radican en la condición misma de creyente?

El programa que aparece en los textos de esta Fiesta vale, en primer lugar, para la familia humana cuyos miembros están unidos por los lazos de la carne, pero también para la comunidad religiosa, para la comunidad parroquial, para tantos grupos que se unen por nobles motivos y para toda la humanidad.

Nos irían bastante mejor las cosas si en verdad los hijos cuidarán de sus padres, siguiendo los consejos que hemos escuchado en la primera lectura y si en nuestra relaciones con los demás vistiéramos el “uniforme”, del que nos habla San Pablo en la segunda lectura; un “uniforme”, formado por un conjunto de preciosos hilos, como son: misericordia, bondad, humildad, dulzura, comprensión, amor, capacidad de perdón.

En la declaración de los derechos humanos, en su artículo 16, párrafo 3º se leen estas afirmaciones fundamentales: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Por su parte, el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes hace esta apremiante llamada: “Considere la potestad civil como oficio suyo sagrado conocer la verdadera índole de la familia, protegerla y ayudarla, defender la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Debe ser defendido el derecho de los padres a procrear y a educar a los hijos en el seno de la familia” (GS, nº 52). ¿Qué decir ante estas dos instancias?

Vengamos ahora a la familia a la que cada uno de nosotros pertenece. Quiero hacerlo desde el Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992. Vale la pena recordar algunos de los números que tratan de “los deberes de los miembros de la familia”. Sin duda que la misma palabra “deber”, más en los hijos que en los padres, suscita oposición; cambiémosla, si prefieren, por el término “servicio”. Este es el deber o servicio de los padres:

“Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad, ante todo, por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Ésta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad humana” (nº 2223).

El “deber” o “servicio” de los hijos viene expresado así:

“El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. Con todo tu corazón honra a tu padre y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho” (Eclo 7,27-28. CCE, 2215).

Permítanme referirme brevemente a la inhibición, postura cómoda que adoptan algunos padres. La educación es función que ya cumple el colegio, dicen no pocos. Y en lo referente a la religión y comunicación de la fe y la moral, así como en la práctica religiosa hay padres que prefieren desentenderse, alegando libertad para la decisión de sus hijos cuando crezcan. Esto equivale a una auténtica dimisión de sus funciones: educación, corrección, ejemplo; claro que en este caso el ejemplo es absolutamente necesario.

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