/ sábado 19 de enero de 2019

Episcopeo

Estamos en los inicios del año litúrgico (segundo domingo del tiempo ordinario), después de las gozosas celebraciones del tiempo de Navidad. La palabra de Dios de este domingo enlaza con otros dos acontecimientos conmemorados en los días pasados: la Epifanía del Señor a los Reyes Magos, como representantes del pueblo gentil, y el bautismo de Jesús, en el que el Espíritu Santo y el Padre lo proclaman el Hijo de Dios, en quien el Padre se complace. Hoy la Iglesia considera la presencia de Jesús en las bodas de Caná, en las que realiza el primer signo de su mesianidad convirtiendo el agua en vino. Los tres acontecimientos componen un tríptico de manifestación de Jesús como el enviado de Dios para la salvación del mundo.

Caná era un pueblo próximo a Nazaret, en donde vivían Jesús y María; José no aparece en la escena, lo que nos hace pensar que ya había muerto. María y Jesús son invitados a la boda, seguramente de unos familiares o amigos de la familia. No sería la primera boda a la que acudía Jesús, si bien esta boda iba a ser especial. Jesús asiste con sus discípulos. Hasta el momento, el evangelista Juan sólo ha dado cuenta de cinco discípulos que se habían unido a Jesús: Andrés y el propio Juan, Simón Pedro –hermano de Andrés–, Felipe y Natanael (o Bartolomé), aunque eso no excluye que Jesús compareciera en la boda con el grupo de los Doce. Jesús había comenzado a predicar, pero aún no había realizado ningún milagro. Precisamente con ocasión de una circunstancia imprevista –no ciertamente en el ejercicio de su ministerio- y con una intervención decisiva de María, iba a realizar el primero de sus milagros, que Juan siempre designa como señales de su mesianidad.

La celebración de la boda de una muchacha soltera se prolongaba durante siete días, en los cuales corría el vino de la alegría, en una tierra de vinos generosos. Jesús quiso compartir el gozo humano que representa el matrimonio, riqueza de la humana sociedad. Por más que Él permaneciera célibe, no por ello dejaba de valorar y bendecir la admirable obra divina del matrimonio, esto es, el compromiso de vida de un hombre y una mujer que brindan su amor, su expectación y su bienvenida a un nuevo miembro de la familia humana.

Parece ser que Jesús, su madre y sus discípulos se unieron a los festejos ya en marcha, tal vez hacia el final de la semana de fiesta. Inesperadamente, se acabó el vino, lo cual representaba un bochorno para la familia. Afortunadamente para ellos, se encontraban en la boda María y Jesús. María detectó el problema y encauzó la solución; por decisión de María, la solución quedaba en manos de Jesús: No tienen vino, le dice a su hijo. Posiblemente María esperaba que Jesús aplicaría alguna solución sorprendente con la que inauguraría su ministerio mesiánico, según se deduce de la reacción de Jesús, que se expresa en términos parecidos a éstos: «¿Por qué me importunas? Esto no es asunto mío. Además, aún no ha llegado mi hora», es decir, el momento señalado por el Padre para comenzar su actividad mesiánica, que incluía las señales o prodigios.

No obstante, María no se arredra por la respuesta elusiva de su hijo, sino que, confiada en la intervención de Jesús, da órdenes a los servidores con las palabras del faraón a los egipcios que le pedían pan; el faraón los envía a José: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gén 41,55).

Ante la postura firme de María, Jesús rectifica, como lo hizo cuando la mujer cananea le insistió tanto que, vencido por la fuerza de la fe de la mujer, atendió su súplica y curó a su hija, a pesar de que el Padre sólo lo había enviado a Israel (Mt 15,21-28). En la boda de Caná, “la madre de Jesús apresuró, con sus súplicas, la hora de la revelación de su gloria” (Wikenhauser, Herder, 116), es decir, de la manifestación de su poder y naturaleza divina.

El hecho de que san Juan incluya en el evangelio el relato de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná es debido a que la considera una señal de una realidad superior y misteriosa: de que Jesús es el Mesías, fe en la que sus discípulos se sintieron confirmados por el milagro. En otros lugares del cuarto evangelio, a acciones simbólicas de Jesús sigue la explicación de su significado: así la multiplicación de los panes y el discurso del pan de vida; la curación del ciego de nacimiento y la proclamación de Jesús como luz del mundo; la resurrección de Lázaro y la confesión de Jesús como resurrección y vida de los hombres. Otras veces no explicita el significado de la acción llevada a cabo por Jesús.

En el caso de la conversión del agua en vino en Caná, es claro el significado misterioso del hecho, aunque los estudiosos no coincidan unánimemente en su interpretación. El sentido más evidente es que Jesús inicia su manifestación al mundo como enviado de Dios realizando un milagro cuya principal finalidad era la de contribuir a la celebración gozosa de una boda, lo que habla de la alta valoración en que Dios mismo tiene al matrimonio.


Estamos en los inicios del año litúrgico (segundo domingo del tiempo ordinario), después de las gozosas celebraciones del tiempo de Navidad. La palabra de Dios de este domingo enlaza con otros dos acontecimientos conmemorados en los días pasados: la Epifanía del Señor a los Reyes Magos, como representantes del pueblo gentil, y el bautismo de Jesús, en el que el Espíritu Santo y el Padre lo proclaman el Hijo de Dios, en quien el Padre se complace. Hoy la Iglesia considera la presencia de Jesús en las bodas de Caná, en las que realiza el primer signo de su mesianidad convirtiendo el agua en vino. Los tres acontecimientos componen un tríptico de manifestación de Jesús como el enviado de Dios para la salvación del mundo.

Caná era un pueblo próximo a Nazaret, en donde vivían Jesús y María; José no aparece en la escena, lo que nos hace pensar que ya había muerto. María y Jesús son invitados a la boda, seguramente de unos familiares o amigos de la familia. No sería la primera boda a la que acudía Jesús, si bien esta boda iba a ser especial. Jesús asiste con sus discípulos. Hasta el momento, el evangelista Juan sólo ha dado cuenta de cinco discípulos que se habían unido a Jesús: Andrés y el propio Juan, Simón Pedro –hermano de Andrés–, Felipe y Natanael (o Bartolomé), aunque eso no excluye que Jesús compareciera en la boda con el grupo de los Doce. Jesús había comenzado a predicar, pero aún no había realizado ningún milagro. Precisamente con ocasión de una circunstancia imprevista –no ciertamente en el ejercicio de su ministerio- y con una intervención decisiva de María, iba a realizar el primero de sus milagros, que Juan siempre designa como señales de su mesianidad.

La celebración de la boda de una muchacha soltera se prolongaba durante siete días, en los cuales corría el vino de la alegría, en una tierra de vinos generosos. Jesús quiso compartir el gozo humano que representa el matrimonio, riqueza de la humana sociedad. Por más que Él permaneciera célibe, no por ello dejaba de valorar y bendecir la admirable obra divina del matrimonio, esto es, el compromiso de vida de un hombre y una mujer que brindan su amor, su expectación y su bienvenida a un nuevo miembro de la familia humana.

Parece ser que Jesús, su madre y sus discípulos se unieron a los festejos ya en marcha, tal vez hacia el final de la semana de fiesta. Inesperadamente, se acabó el vino, lo cual representaba un bochorno para la familia. Afortunadamente para ellos, se encontraban en la boda María y Jesús. María detectó el problema y encauzó la solución; por decisión de María, la solución quedaba en manos de Jesús: No tienen vino, le dice a su hijo. Posiblemente María esperaba que Jesús aplicaría alguna solución sorprendente con la que inauguraría su ministerio mesiánico, según se deduce de la reacción de Jesús, que se expresa en términos parecidos a éstos: «¿Por qué me importunas? Esto no es asunto mío. Además, aún no ha llegado mi hora», es decir, el momento señalado por el Padre para comenzar su actividad mesiánica, que incluía las señales o prodigios.

No obstante, María no se arredra por la respuesta elusiva de su hijo, sino que, confiada en la intervención de Jesús, da órdenes a los servidores con las palabras del faraón a los egipcios que le pedían pan; el faraón los envía a José: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gén 41,55).

Ante la postura firme de María, Jesús rectifica, como lo hizo cuando la mujer cananea le insistió tanto que, vencido por la fuerza de la fe de la mujer, atendió su súplica y curó a su hija, a pesar de que el Padre sólo lo había enviado a Israel (Mt 15,21-28). En la boda de Caná, “la madre de Jesús apresuró, con sus súplicas, la hora de la revelación de su gloria” (Wikenhauser, Herder, 116), es decir, de la manifestación de su poder y naturaleza divina.

El hecho de que san Juan incluya en el evangelio el relato de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná es debido a que la considera una señal de una realidad superior y misteriosa: de que Jesús es el Mesías, fe en la que sus discípulos se sintieron confirmados por el milagro. En otros lugares del cuarto evangelio, a acciones simbólicas de Jesús sigue la explicación de su significado: así la multiplicación de los panes y el discurso del pan de vida; la curación del ciego de nacimiento y la proclamación de Jesús como luz del mundo; la resurrección de Lázaro y la confesión de Jesús como resurrección y vida de los hombres. Otras veces no explicita el significado de la acción llevada a cabo por Jesús.

En el caso de la conversión del agua en vino en Caná, es claro el significado misterioso del hecho, aunque los estudiosos no coincidan unánimemente en su interpretación. El sentido más evidente es que Jesús inicia su manifestación al mundo como enviado de Dios realizando un milagro cuya principal finalidad era la de contribuir a la celebración gozosa de una boda, lo que habla de la alta valoración en que Dios mismo tiene al matrimonio.


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