/ sábado 16 de febrero de 2019

EPISCOPEO

La liturgia de la Palabra en este domingo canta la confianza en Dios en la primera lectura, la fe viva en la segunda lectura y la verdadera felicidad en el evangelio; y todo ello a través de un lenguaje un tanto paradójico. Paradojas que contienen un programa para valientes, que es lo que debe ser todo seguidor de Jesús. Y es que en las tres lecturas nos encontramos con que la felicidad que buscamos no está en lo que más fuertemente y de modo instintivo llevamos arraigado, sino en otras tantas negaciones o renuncias.

Así: Tendemos a vivir de lo sensible y a seguir lo que nos pide nuestro instinto e, incluso, a organizar nuestra vida de acuerdo con lo que los hombres, olvidándose de Dios, disponen e invitan a seguir su ejemplo. Ya el profeta Jeremías en la primera lectura nos manda invertir el orden de valores y a poner nuestra confianza en Dios. Es fuerte la expresión que emplea el profeta: Maldito quien confía en el hombre y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor(Jer 17, 5).

En segundo lugar, los corintios, griegos que eran y cuya cultura concebía al hombre como un compuesto de alma y cuerpo y, consecuentemente, admitían la supervivencia del alma después de la muerte; no obstante, cuando san Pablo comenzó a hablarles de la resurrección de los cuerpos se burlaron de él (Hch 17, 32). Sin embargo, esta creencia está en la base de la fe cristiana. Y así, cuando más tarde, cristianos ya, les escriba, les dirá: si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad (1 Cor 15, 17.19).

Finalmente, las paradojas de las bienaventuranzas constituyen la página más revolucionaria del evangelio, porque en ellas Jesús establece una inversión total de los criterios humanos respecto de la felicidad. Es un hecho de experiencia que todo ser humano quiere ser feliz. En consecuencia busca la manera de conseguirlo, conforme a lo que cada uno entiende por felicidad: dinero, éxito y posición social, seguridad y amor, poder y dominio, alcohol y drogas, sexo y placer… etc. Jesús, que conocía bien el corazón humano, quiso mostrar que las bienaventuranzas eran el camino más seguro para conseguir la felicidad, un camino ciertamente nuevo y paradójico.

En las cuatro bienaventuranzas que cita san Lucas, como en las ocho que figuran en el evangelio de san Mateo, Jesús declara dichosos (porque poseen el reino de Dios ya ahora y no sólo en la otra vida), a cuantos el mundo tiene por infelices, como son: los pobres y los que tienen hambre, los que lloran y los que sufren, los misericordiosos que saben perdonar, los honrados y los limpios de corazón, los que trabajan por la paz desde la no violencia, los perseguidos a causa de su fidelidad a Dios. Y, por el contrario, son proclamados desdichados, dignos de lástima y amenazados de maldición los que son ricos, están saciados, ríen y son aplaudidos por todos. Son éstas las cuatro malaventuranzas que añade san Lucas.

En el pasaje evangélico de san Lucas Jesús se ha dirigido a los que sufren; concretamente a los pobres, los tristes, los oprimidos, los perseguidos, y les anuncia un mensaje de esperanza, de salvación, de felicidad; les promete la felicidad del Reino, la auténtica felicidad, la plenitud de la vida. Y quede claro que Jesús no alaba la pobreza, el llanto y la persecución, como virtudes hacia a las que haya que encaminarse. Lo que Él nos dice es que los que se encuentran en estas situaciones y, a pesar de sus esfuerzos, no consiguen superarlas, lo pueden tener más fácil para llegar a la felicidad del Reino, porque no están enganchados a otros intereses materiales.

No hace falta, sin embargo, que tengamos que pasar por esas situaciones para recibir el don de la felicidad de Dios; no hace falta que seamos pobres de hecho. Quizá la expresión que aparece en las bienaventuranzas de san Mateo –bienaventurados los pobres de espíritu– nos pueden indicar por dónde deberá ir el comportamiento de quienes no carecen de bienes materiales: no se trata de empobrecerse, sino de vivir al estilo de los pobres, compartiendo con ellos lo que le diga su conciencia, y siempre deseosos de salvación, con un corazón dispuesto a acoger a Cristo en la persona del pobre. El camino de las bienaventuranzas, el camino de la felicidad, el camino del seguimiento de Jesús, es precisamente eso, un camino, por el que debemos avanzar cada día, con esfuerzo y con voluntad.

Antes de Cristo, nadie había hecho semejantes afirmaciones. Tan paradójicas son las bienaventuranzas que solamente quien las vive y las practica, como hizo Jesús, las comprenderá.

La liturgia de la Palabra en este domingo canta la confianza en Dios en la primera lectura, la fe viva en la segunda lectura y la verdadera felicidad en el evangelio; y todo ello a través de un lenguaje un tanto paradójico. Paradojas que contienen un programa para valientes, que es lo que debe ser todo seguidor de Jesús. Y es que en las tres lecturas nos encontramos con que la felicidad que buscamos no está en lo que más fuertemente y de modo instintivo llevamos arraigado, sino en otras tantas negaciones o renuncias.

Así: Tendemos a vivir de lo sensible y a seguir lo que nos pide nuestro instinto e, incluso, a organizar nuestra vida de acuerdo con lo que los hombres, olvidándose de Dios, disponen e invitan a seguir su ejemplo. Ya el profeta Jeremías en la primera lectura nos manda invertir el orden de valores y a poner nuestra confianza en Dios. Es fuerte la expresión que emplea el profeta: Maldito quien confía en el hombre y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor(Jer 17, 5).

En segundo lugar, los corintios, griegos que eran y cuya cultura concebía al hombre como un compuesto de alma y cuerpo y, consecuentemente, admitían la supervivencia del alma después de la muerte; no obstante, cuando san Pablo comenzó a hablarles de la resurrección de los cuerpos se burlaron de él (Hch 17, 32). Sin embargo, esta creencia está en la base de la fe cristiana. Y así, cuando más tarde, cristianos ya, les escriba, les dirá: si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad (1 Cor 15, 17.19).

Finalmente, las paradojas de las bienaventuranzas constituyen la página más revolucionaria del evangelio, porque en ellas Jesús establece una inversión total de los criterios humanos respecto de la felicidad. Es un hecho de experiencia que todo ser humano quiere ser feliz. En consecuencia busca la manera de conseguirlo, conforme a lo que cada uno entiende por felicidad: dinero, éxito y posición social, seguridad y amor, poder y dominio, alcohol y drogas, sexo y placer… etc. Jesús, que conocía bien el corazón humano, quiso mostrar que las bienaventuranzas eran el camino más seguro para conseguir la felicidad, un camino ciertamente nuevo y paradójico.

En las cuatro bienaventuranzas que cita san Lucas, como en las ocho que figuran en el evangelio de san Mateo, Jesús declara dichosos (porque poseen el reino de Dios ya ahora y no sólo en la otra vida), a cuantos el mundo tiene por infelices, como son: los pobres y los que tienen hambre, los que lloran y los que sufren, los misericordiosos que saben perdonar, los honrados y los limpios de corazón, los que trabajan por la paz desde la no violencia, los perseguidos a causa de su fidelidad a Dios. Y, por el contrario, son proclamados desdichados, dignos de lástima y amenazados de maldición los que son ricos, están saciados, ríen y son aplaudidos por todos. Son éstas las cuatro malaventuranzas que añade san Lucas.

En el pasaje evangélico de san Lucas Jesús se ha dirigido a los que sufren; concretamente a los pobres, los tristes, los oprimidos, los perseguidos, y les anuncia un mensaje de esperanza, de salvación, de felicidad; les promete la felicidad del Reino, la auténtica felicidad, la plenitud de la vida. Y quede claro que Jesús no alaba la pobreza, el llanto y la persecución, como virtudes hacia a las que haya que encaminarse. Lo que Él nos dice es que los que se encuentran en estas situaciones y, a pesar de sus esfuerzos, no consiguen superarlas, lo pueden tener más fácil para llegar a la felicidad del Reino, porque no están enganchados a otros intereses materiales.

No hace falta, sin embargo, que tengamos que pasar por esas situaciones para recibir el don de la felicidad de Dios; no hace falta que seamos pobres de hecho. Quizá la expresión que aparece en las bienaventuranzas de san Mateo –bienaventurados los pobres de espíritu– nos pueden indicar por dónde deberá ir el comportamiento de quienes no carecen de bienes materiales: no se trata de empobrecerse, sino de vivir al estilo de los pobres, compartiendo con ellos lo que le diga su conciencia, y siempre deseosos de salvación, con un corazón dispuesto a acoger a Cristo en la persona del pobre. El camino de las bienaventuranzas, el camino de la felicidad, el camino del seguimiento de Jesús, es precisamente eso, un camino, por el que debemos avanzar cada día, con esfuerzo y con voluntad.

Antes de Cristo, nadie había hecho semejantes afirmaciones. Tan paradójicas son las bienaventuranzas que solamente quien las vive y las practica, como hizo Jesús, las comprenderá.

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