/ sábado 23 de febrero de 2019

Episcopeo

El evangelista San Lucas, como queriendo llamar la atención, comienza el evangelio de hoy diciendo: A vosotros los que me escucháis os digo (v.27). Como la palabra de Dios siempre es viva y actual, esta misma palabra se dirige a los que hoy escuchamos o leemos el texto evangélico.

El evangelio se centra en el núcleo de la doctrina de Jesús: el amor; comienza hablando de amor y termina hablando de amor. Amor a todos los hombres -y en todas las circunstancias- como hijos de Dios, no sólo a los que nos quieren y hacen el bien, sino a todos aquellos que nos odian, golpean, calumnian, desprecian o atentan contra nuestros derechos o intereses. Jesús invierte nuestros criterios de actuación. No nos pide que traguemos con las injusticias, sino que seamos creativos en nuestras relaciones.

Si somos un poco reflexivos, advertiremos que si actuamos contra el hermano que nos ha ofendido, somos nosotros los más dañados, mucho más de lo que podemos dañar al ofensor. El odio, si le damos cabida, emponzoña toda nuestra vida. El rencor y el odio son sentimientos muy profundos que se arraigan y terminan desequilibrando nuestra mente y nuestro cuerpo; es como tener que llevar siempre un fardo pesado que nos impide ser felices y que cada vez se nos hace más pesado.

Desde finales del siglo pasado los sicólogos vienen estudiando el tema del odio por las consecuencias negativas que produce en aquellas personas dominadas por él.

Decía Góngora una frase que posteriormente ha pasado al refranero español: Nunca nos sentiremos bien por haber practicado el mal; nunca el rencor y la venganza proporcionan contento. Si queremos acabar con un enemigo, convirtámoslo en amigo.

Jesús nos da dos reglas claras de comportamiento ante la persona que nos ofende. En la primera nos dice: tratad a los demás como queréis que ellos os traten (v.31).

Es una norma de ética natural, el bien que queremos para nosotros, lo debemos querer para los demás; el mal que no queremos para nosotros, debemos evitárselo a los otros.

No se trata de tomar al pie de la letra el evangelio, sino más bien el espíritu que lo mueve, pues el mismo Jesús, cuando el soldado le abofetea, se defiende y le pregunta: si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? (Jn 18,23). Hacer el bien a los que nos hacen bien -dice Jesús-, también lo hacen los pecadores.

Si nosotros queremos que los demás nos traten bien, que nos perdonen y comprendan, lo mismo hemos de desear y hacer con los demás. Todos queremos que la gente nos trate bien, una manera de lograrlo es que nosotros tratemos bien a los demás. Si nos adelantamos a hacer el bien, es probable que los demás en lugar de hacernos mal, nos devuelvan el bien. Muchas son las personas que perdonan cuando son ofendidas, no sólo entre los católicos, también en otras religiones, recordemos las figuras mundialmente conocidas: Gandhi y de Martin Luther King, y entre nosotros bastantes han sido las personas a quienes el grupo terrorista ETA mató a alguno de sus familiares próximos y suelen destacar la liberación que les supuso no dejarse encadenar por el odio y abrirse al perdón.

Y la otra razón -de tipo teologal- que da Jesús para amar a los enemigos es para que imitemos la misericordia de Dios (ver v.36) que es bueno con los malvados y desagradecidos (v.35). Esta debe ser la característica principal de los que somos hijos del Altísimo, porque nuestro Dios, el Altísimo, es exactamente lo que hace con cada uno de nosotros, y nosotros como sus hijos debemos imitarlo. Y concluye este pasaje bíblico: con la medida con la que midierais se os medirá a vosotros (v.38).

¿Es nuestra medida la del perdón, la de magnanimidad, la tolerancia y comprensión, la de la olvido…? ¿Podemos pedir perdón a Dios si nosotros no perdonamos? Si no perdonamos, nosotros mismos nos condenamos cuando rezamos: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, como yo perdono a los que me ofenden. (Mt 6,12). ¿Podemos guardar rencor contra un hermano que es al mismo tiempo hijo de Dios y a quien Dios ama como tal?

Acercarse a la celebración de la eucaristía nos compromete a ser auténticos y hacer nuestros los sentimientos y actitudes que Jesús llevó a la cruz y que estando en la cruz pidió perdón para sus verdugos: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34).

Como creyentes, ¿qué pasaría si en las familias -especialmente entre los matrimonios-, en el trabajo, en las relaciones sociales nos tomáramos en serio el Evangelio y siguiéramos las reglas a las que nos invita Jesús y que Él mismo practicó? ¿Qué relación se establecería entre personas que no nos agradan, si empezáramos a rezar por ellas? ¿Podemos considerarnos hijos del Altísimo si no amamos a los que puedan ser nuestros enemigos?

*Arzobispo emérito de Durango.

El evangelista San Lucas, como queriendo llamar la atención, comienza el evangelio de hoy diciendo: A vosotros los que me escucháis os digo (v.27). Como la palabra de Dios siempre es viva y actual, esta misma palabra se dirige a los que hoy escuchamos o leemos el texto evangélico.

El evangelio se centra en el núcleo de la doctrina de Jesús: el amor; comienza hablando de amor y termina hablando de amor. Amor a todos los hombres -y en todas las circunstancias- como hijos de Dios, no sólo a los que nos quieren y hacen el bien, sino a todos aquellos que nos odian, golpean, calumnian, desprecian o atentan contra nuestros derechos o intereses. Jesús invierte nuestros criterios de actuación. No nos pide que traguemos con las injusticias, sino que seamos creativos en nuestras relaciones.

Si somos un poco reflexivos, advertiremos que si actuamos contra el hermano que nos ha ofendido, somos nosotros los más dañados, mucho más de lo que podemos dañar al ofensor. El odio, si le damos cabida, emponzoña toda nuestra vida. El rencor y el odio son sentimientos muy profundos que se arraigan y terminan desequilibrando nuestra mente y nuestro cuerpo; es como tener que llevar siempre un fardo pesado que nos impide ser felices y que cada vez se nos hace más pesado.

Desde finales del siglo pasado los sicólogos vienen estudiando el tema del odio por las consecuencias negativas que produce en aquellas personas dominadas por él.

Decía Góngora una frase que posteriormente ha pasado al refranero español: Nunca nos sentiremos bien por haber practicado el mal; nunca el rencor y la venganza proporcionan contento. Si queremos acabar con un enemigo, convirtámoslo en amigo.

Jesús nos da dos reglas claras de comportamiento ante la persona que nos ofende. En la primera nos dice: tratad a los demás como queréis que ellos os traten (v.31).

Es una norma de ética natural, el bien que queremos para nosotros, lo debemos querer para los demás; el mal que no queremos para nosotros, debemos evitárselo a los otros.

No se trata de tomar al pie de la letra el evangelio, sino más bien el espíritu que lo mueve, pues el mismo Jesús, cuando el soldado le abofetea, se defiende y le pregunta: si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? (Jn 18,23). Hacer el bien a los que nos hacen bien -dice Jesús-, también lo hacen los pecadores.

Si nosotros queremos que los demás nos traten bien, que nos perdonen y comprendan, lo mismo hemos de desear y hacer con los demás. Todos queremos que la gente nos trate bien, una manera de lograrlo es que nosotros tratemos bien a los demás. Si nos adelantamos a hacer el bien, es probable que los demás en lugar de hacernos mal, nos devuelvan el bien. Muchas son las personas que perdonan cuando son ofendidas, no sólo entre los católicos, también en otras religiones, recordemos las figuras mundialmente conocidas: Gandhi y de Martin Luther King, y entre nosotros bastantes han sido las personas a quienes el grupo terrorista ETA mató a alguno de sus familiares próximos y suelen destacar la liberación que les supuso no dejarse encadenar por el odio y abrirse al perdón.

Y la otra razón -de tipo teologal- que da Jesús para amar a los enemigos es para que imitemos la misericordia de Dios (ver v.36) que es bueno con los malvados y desagradecidos (v.35). Esta debe ser la característica principal de los que somos hijos del Altísimo, porque nuestro Dios, el Altísimo, es exactamente lo que hace con cada uno de nosotros, y nosotros como sus hijos debemos imitarlo. Y concluye este pasaje bíblico: con la medida con la que midierais se os medirá a vosotros (v.38).

¿Es nuestra medida la del perdón, la de magnanimidad, la tolerancia y comprensión, la de la olvido…? ¿Podemos pedir perdón a Dios si nosotros no perdonamos? Si no perdonamos, nosotros mismos nos condenamos cuando rezamos: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, como yo perdono a los que me ofenden. (Mt 6,12). ¿Podemos guardar rencor contra un hermano que es al mismo tiempo hijo de Dios y a quien Dios ama como tal?

Acercarse a la celebración de la eucaristía nos compromete a ser auténticos y hacer nuestros los sentimientos y actitudes que Jesús llevó a la cruz y que estando en la cruz pidió perdón para sus verdugos: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34).

Como creyentes, ¿qué pasaría si en las familias -especialmente entre los matrimonios-, en el trabajo, en las relaciones sociales nos tomáramos en serio el Evangelio y siguiéramos las reglas a las que nos invita Jesús y que Él mismo practicó? ¿Qué relación se establecería entre personas que no nos agradan, si empezáramos a rezar por ellas? ¿Podemos considerarnos hijos del Altísimo si no amamos a los que puedan ser nuestros enemigos?

*Arzobispo emérito de Durango.

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