/ sábado 6 de abril de 2019

EPISCOPEO

A una semana del Domingo de Ramos, las lecturas de hoy nos invitan al reconocimiento de la bondad y misericordia de Dios para con todos nosotros. Imaginémonos la escena que el evangelio nos narra: Jesús enseñando en el templo a primeras horas de la mañana y un barullo de gente que apenas permite escuchar lo que decía, hasta que se hace un silencio enervante: un grupo de escribas y fariseos, con intenciones retorcidas, presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio, la mujer adúltera y Jesús ante la mujer y los fariseos. Ya conocemos la historia. También nosotros somos testigos.

Los fariseos y escribas interpelan a Jesús sobre el adulterio de aquella mujer. Si fijamos la atención en ellos, cuántas lecciones podemos sacar para nuestra vida. Qué fácil es condenar, creerse con el monopolio de la verdad y administrar justicia según nuestros caprichos o conveniencias. El Deuteronomio 22, 22 dice que tanto el hombre como la mujer casada, si son sorprendidos en adulterio, ambos deben morir. No condena sólo a la mujer. Dado lo difícil que era poder comprobar el incumplimiento de esta norma, ¿no habrían sido ellos mismos los cómplices, que tienen las tragaderas de condenar a esta mujer con la que habrían pecado y además intentan cargarse a Jesús con una pregunta? El pecado ciega las propias faltas mientras que agudiza los sentidos para descubrir las de los demás. Y una vez que eso ocurre, el pecado ajeno es publicado y señalado como imperdonable; esto les sirve para justificarse a sí mismos.

Fijémonos en la mujer adúltera, acorralada por esta jauría humana. No todo en ella es malo. Estremecida ante la lapidación que podía esperar, guarda un silencio que la delata, pero no se excusa, no echa las culpas a nadie, reconoce su pecado.

¿Y Jesús?… El único que no tiene pecado, el único que puede aplicar la ley con autenticidad, pero no condena, ni a la mujer ni a los fariseos. Ante la pregunta capciosa y envenenada de los fariseos, como quien no quiere mirar al reo, por vergüenza ajena, simplemente se inclina y escribe o hace garabatos, esperando que se aclaren. Insisten acuciándole, Jesús se incorpora y les dice: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (8,7) y se vuelve a inclinar. Escribas y fariseos que creían poder acusar además a Jesús con su pregunta, dijera lo que dijera, son delatados por su propia conciencia y huyen, curiosamente los más viejos son los primeros en salir pitando. ¿Por qué sería?… Una vez que desaparecen los escribas y fariseos, Jesús se incorpora nuevamente, se dirige a esta mujer pecadora y le pregunta: ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? (v.10). Ella, estremecida, le responde: Ninguno, Señor. Y Jesús le responde: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más (v.11). Tampoco yo te condeno. ¿Cómo sonarían estas palabras en el corazón de esta mujer?… Tampoco yo te condeno… Jesús le perdona, pero le pide que en adelante no peque más. Solamente el perdón de Dios da las fuerzas para no pecar más. Solamente Dios puede cambiar la existencia humana, porque solamente él puede perdonar el pecado, raíz de todos los males. Qué bien lo expresa S. Pablo, perseguidor de Jesús antes de su conversión. El encuentro con Cristo resucitado trastoca toda su existencia. A partir de este momento todo lo que para él era timbre de gloria y por lo que luchaba, todo, absolutamente todo, lo considera basura comparado con el conocimiento de Cristo resucitado (v.8). Y esta la es la historia de S. Agustín y de tantos y tantos hombres y mujeres que tras su vida de pecado se han dejado atraer por la misericordia de Jesucristo. Toda historia humana, personal o de grupo, por negativa o imposible que parezca, puede ser transformada por la gracia de Dios.

Y allí estábamos también nosotros, testigos de esta historia. ¿Con quién nos identificamos? Formamos parte de una sociedad que pretende negar la realidad del pecado, pero el pecado está ahí y las consecuencias las estamos sufriendo, y al final, el pecado nos destruye. Posiblemente no creamos que pertenecemos al grupo de fariseos y escribas, pues nuestro pecado nos puede cegar. Veamos si anteriormente hemos tenido conductas similares a la que intentamos juzgar y tratemos de mejorar. Dejemos que nuestra conciencia, a la luz de Cristo, nos haga ver nuestra propia realidad. No tengamos miedo a reconocer nuestra realidad pecadora. Cómo cambiaría nuestra vida si fuéramos capaces de asumir plenamente nuestro pecado. Dice un psiquiatra que si los internados en los psiquiátricos fueran capaces de reconocer su pecado, al día siguiente un 75 por ciento de los enfermos podría abandonar el centro. Estamos en plena Cuaresma, tiempo para la reconciliación. Acerquémonos al sacramento de la penitencia, arrepentidos para escuchar las mismas palabras que Jesús dirigió a la adúltera y que nos dice a cada uno de nosotros a través del sacerdote: Tampoco yo te condeno. Vete en paz y en adelante no peques más.

A una semana del Domingo de Ramos, las lecturas de hoy nos invitan al reconocimiento de la bondad y misericordia de Dios para con todos nosotros. Imaginémonos la escena que el evangelio nos narra: Jesús enseñando en el templo a primeras horas de la mañana y un barullo de gente que apenas permite escuchar lo que decía, hasta que se hace un silencio enervante: un grupo de escribas y fariseos, con intenciones retorcidas, presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio, la mujer adúltera y Jesús ante la mujer y los fariseos. Ya conocemos la historia. También nosotros somos testigos.

Los fariseos y escribas interpelan a Jesús sobre el adulterio de aquella mujer. Si fijamos la atención en ellos, cuántas lecciones podemos sacar para nuestra vida. Qué fácil es condenar, creerse con el monopolio de la verdad y administrar justicia según nuestros caprichos o conveniencias. El Deuteronomio 22, 22 dice que tanto el hombre como la mujer casada, si son sorprendidos en adulterio, ambos deben morir. No condena sólo a la mujer. Dado lo difícil que era poder comprobar el incumplimiento de esta norma, ¿no habrían sido ellos mismos los cómplices, que tienen las tragaderas de condenar a esta mujer con la que habrían pecado y además intentan cargarse a Jesús con una pregunta? El pecado ciega las propias faltas mientras que agudiza los sentidos para descubrir las de los demás. Y una vez que eso ocurre, el pecado ajeno es publicado y señalado como imperdonable; esto les sirve para justificarse a sí mismos.

Fijémonos en la mujer adúltera, acorralada por esta jauría humana. No todo en ella es malo. Estremecida ante la lapidación que podía esperar, guarda un silencio que la delata, pero no se excusa, no echa las culpas a nadie, reconoce su pecado.

¿Y Jesús?… El único que no tiene pecado, el único que puede aplicar la ley con autenticidad, pero no condena, ni a la mujer ni a los fariseos. Ante la pregunta capciosa y envenenada de los fariseos, como quien no quiere mirar al reo, por vergüenza ajena, simplemente se inclina y escribe o hace garabatos, esperando que se aclaren. Insisten acuciándole, Jesús se incorpora y les dice: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (8,7) y se vuelve a inclinar. Escribas y fariseos que creían poder acusar además a Jesús con su pregunta, dijera lo que dijera, son delatados por su propia conciencia y huyen, curiosamente los más viejos son los primeros en salir pitando. ¿Por qué sería?… Una vez que desaparecen los escribas y fariseos, Jesús se incorpora nuevamente, se dirige a esta mujer pecadora y le pregunta: ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? (v.10). Ella, estremecida, le responde: Ninguno, Señor. Y Jesús le responde: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más (v.11). Tampoco yo te condeno. ¿Cómo sonarían estas palabras en el corazón de esta mujer?… Tampoco yo te condeno… Jesús le perdona, pero le pide que en adelante no peque más. Solamente el perdón de Dios da las fuerzas para no pecar más. Solamente Dios puede cambiar la existencia humana, porque solamente él puede perdonar el pecado, raíz de todos los males. Qué bien lo expresa S. Pablo, perseguidor de Jesús antes de su conversión. El encuentro con Cristo resucitado trastoca toda su existencia. A partir de este momento todo lo que para él era timbre de gloria y por lo que luchaba, todo, absolutamente todo, lo considera basura comparado con el conocimiento de Cristo resucitado (v.8). Y esta la es la historia de S. Agustín y de tantos y tantos hombres y mujeres que tras su vida de pecado se han dejado atraer por la misericordia de Jesucristo. Toda historia humana, personal o de grupo, por negativa o imposible que parezca, puede ser transformada por la gracia de Dios.

Y allí estábamos también nosotros, testigos de esta historia. ¿Con quién nos identificamos? Formamos parte de una sociedad que pretende negar la realidad del pecado, pero el pecado está ahí y las consecuencias las estamos sufriendo, y al final, el pecado nos destruye. Posiblemente no creamos que pertenecemos al grupo de fariseos y escribas, pues nuestro pecado nos puede cegar. Veamos si anteriormente hemos tenido conductas similares a la que intentamos juzgar y tratemos de mejorar. Dejemos que nuestra conciencia, a la luz de Cristo, nos haga ver nuestra propia realidad. No tengamos miedo a reconocer nuestra realidad pecadora. Cómo cambiaría nuestra vida si fuéramos capaces de asumir plenamente nuestro pecado. Dice un psiquiatra que si los internados en los psiquiátricos fueran capaces de reconocer su pecado, al día siguiente un 75 por ciento de los enfermos podría abandonar el centro. Estamos en plena Cuaresma, tiempo para la reconciliación. Acerquémonos al sacramento de la penitencia, arrepentidos para escuchar las mismas palabras que Jesús dirigió a la adúltera y que nos dice a cada uno de nosotros a través del sacerdote: Tampoco yo te condeno. Vete en paz y en adelante no peques más.

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