/ sábado 4 de mayo de 2019

EPISCOPEO

La segunda lectura de la Misa de hoy está tomada del libro del Apocalipsis, el último libro de la Sagrada Escritura, cuya finalidad principal es la de sostener la fidelidad de los creyentes en Cristo, a pesar de las persecuciones y de los atractivos del mundo pagano. Para ello, lanza una mirada al desenlace de la historia, en la que se va desarrollando el Reino de Dios, que alcanzará su plenitud con la venida gloriosa del Hijo del hombre.

El pasaje que hoy se ha leído es un breve fragmento del capítulo 5, en el que se reconoce el triunfo del Cordero, Cristo resucitado. En los capítulos 4 y 5, se condensa el plan del libro, que consiste en anticipar cómo, al final de la historia, se cumplirá el proyecto creador de Dios –que, desde el principio, fue la salvación del mundo (c. 4)–, por la muerte redentora de Cristo (c.5). Nos ceñiremos a extraer el mensaje de aliento y esperanza que rezuman estos dos capítulos, que nos sirva a nosotros para ser fieles al Señor en el vivir diario.

El ángel del Señor invita a Juan, en una visión, a asomarse a la puerta del cielo, donde mora Dios, y que es el futuro glorioso del mundo.

Dios se sienta en un trono de majestad, como soberano de todo, enmarcado por un arco iris de paz, de color verde esmeralda. El aspecto de Dios es esplendoroso. El vidente no ve el rostro de Dios, pero percibe que su figura refulge como el diamante y presenta fuertes matices cromáticos como la cornalina.

El trono de Dios despide relámpagos, voces y truenos, de modo semejante a la teofanía del Sinaí, pues Dios se dispone a culminar con el mundo su obra de salvación.

Alrededor del trono se sitúan cuatro vivientes, a manera de seres angélicos sublimes, con un aspecto como de animales representativos de la energía vital que Dios transmite a sus criaturas: la nobleza del león, la fuerza del toro, la inteligencia del hombre y la velocidad del águila (Wikenhauser, Herder, 90), que la tradición de la Iglesia ha aplicado a los cuatro evangelios. Los cuatro vivientes están llenos de ojos por delante y por detrás, de modo que nada se esconde a su mirada.

Después de los cuatro vivientes, vio arder siete antorchas que simbolizan los siete espíritus de Dios o el Espíritu septiforme de Dios, a cuya mirada no escapa nada, Espíritu que es otorgado por Cristo a los fieles. Las siete lámparas de fuego representan la solicitud de Dios por la humanidad.

En un círculo más exterior, había veinticuatro tronos ocupados por veinticuatro ancianos representativos de la humanidad glorificada, doce de las tribus de Israel y doce de las tribus del Cordero. Llevaban vestiduras blancas de gloria y ceñían coronas de oro que simbolizan su estirpe regia.

Los cuatro vivientes cantaban sin cesar glorificando y dando gracias al que está sentado en el trono y vive para siempre, diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, el todopoderoso; el que era y es y ha de venir». Cada vez que los vivientes entonaban el himno de alabanza a Dios, los veinticuatro ancianos se postraban y adoraban al que vive por los siglos en señal de profunda reverencia, y arrojaban sus coronas ante el trono en reconocimiento de que su dignidad es don del Creador, diciendo: «Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú has creado el universo; porque, por tu voluntad, lo que no existía fue creado».

Entre el trono de Dios y el vidente, se extendía un mar sereno y transparente como el cristal, pues el mar, símbolo bíblico del mal, ya ha sido vencido. El ancho mar marca la distancia insalvable entre el Dios trascendente y sus criaturas.

Juan reparó entonces en que Dios tenía en su mano derecha un libro (a modo de rollo) sellado con siete sellos, que contenía los designios divinos relativos al destino salvífico del mundo, que comenzarían a cumplirse cuando se abrieran los sellos, y que nadie, ni del cielo ni de la tierra, era capaz de abrir y ni siquiera mirar. Lo cual entristeció al vidente hasta el extremo de las lágrimas. Pero uno de los ancianos lo consolaba, diciéndole que había uno que podía abrir el libro y sus siete sellos: el león de la tribu de Judá, el retoño de David, que apareció ante el trono de Dios, en medio de los vivientes y de los ancianos, como un Cordero de pie, como degollado, con siete cuernos y siete ojos, que “simbolizan la plenitud de poder y de conocimiento de Cristo glorioso” (Wikenhauser, 97) y son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra, es decir, el Espíritu Santo difundido por Cristo glorificado.

El Cordero se acercó a recibir de Dios el libro sellado. Cuando lo recibió, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo en su mano cítaras y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los santos, con que imploraban la pronta realización de los misteriosos designios de Dios escritos en el libro. Y entonaron un cántico nuevo: «Eres digno de recibir el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra». El cántico es nuevo porque es ahora, por fin, cuando se consuma “la obra redentora de Cristo, gracias a la cual se creó la nueva comunidad de Dios, cuyo precio es la sangre del Cordero” (Wikenhauser, 98).

El profeta pudo escuchar cómo multitud de voces de ángeles se unían a las de los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos en su alabanza al Cordero, diciendo con voz potente: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Y todas las criaturas del cielo y de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, replicaban entonando un canto cósmico de alabanza al que está sentado en el trono y al Cordero, atribuyéndoles poder por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondían: «Amén». Y los ancianos se postraron y adoraron.

El mensaje es éste: la historia tiene sentido porque ha sido puesta en marcha por el Creador para que alcanzara su plenitud en Dios. En la historia del universo, se encuadra nuestra historia particular, que no se rige por el ciego destino, sino que el Señor la ha puesto en nuestras manos. A pesar de que fuerzas oscuras pretenden desviarnos de la meta (y creyeron haberlo logrado matando al Justo), han sido vencidas por la muerte redentora del Cordero. Él nos ha transmitido su Espíritu, que nos comunica el coraje y la fuerza necesaria para perseverar en la lucha de cada día. Mantengamos, pues, viva la esperanza y la confianza, y que el gozo del Espíritu sea nuestra fortaleza.

La segunda lectura de la Misa de hoy está tomada del libro del Apocalipsis, el último libro de la Sagrada Escritura, cuya finalidad principal es la de sostener la fidelidad de los creyentes en Cristo, a pesar de las persecuciones y de los atractivos del mundo pagano. Para ello, lanza una mirada al desenlace de la historia, en la que se va desarrollando el Reino de Dios, que alcanzará su plenitud con la venida gloriosa del Hijo del hombre.

El pasaje que hoy se ha leído es un breve fragmento del capítulo 5, en el que se reconoce el triunfo del Cordero, Cristo resucitado. En los capítulos 4 y 5, se condensa el plan del libro, que consiste en anticipar cómo, al final de la historia, se cumplirá el proyecto creador de Dios –que, desde el principio, fue la salvación del mundo (c. 4)–, por la muerte redentora de Cristo (c.5). Nos ceñiremos a extraer el mensaje de aliento y esperanza que rezuman estos dos capítulos, que nos sirva a nosotros para ser fieles al Señor en el vivir diario.

El ángel del Señor invita a Juan, en una visión, a asomarse a la puerta del cielo, donde mora Dios, y que es el futuro glorioso del mundo.

Dios se sienta en un trono de majestad, como soberano de todo, enmarcado por un arco iris de paz, de color verde esmeralda. El aspecto de Dios es esplendoroso. El vidente no ve el rostro de Dios, pero percibe que su figura refulge como el diamante y presenta fuertes matices cromáticos como la cornalina.

El trono de Dios despide relámpagos, voces y truenos, de modo semejante a la teofanía del Sinaí, pues Dios se dispone a culminar con el mundo su obra de salvación.

Alrededor del trono se sitúan cuatro vivientes, a manera de seres angélicos sublimes, con un aspecto como de animales representativos de la energía vital que Dios transmite a sus criaturas: la nobleza del león, la fuerza del toro, la inteligencia del hombre y la velocidad del águila (Wikenhauser, Herder, 90), que la tradición de la Iglesia ha aplicado a los cuatro evangelios. Los cuatro vivientes están llenos de ojos por delante y por detrás, de modo que nada se esconde a su mirada.

Después de los cuatro vivientes, vio arder siete antorchas que simbolizan los siete espíritus de Dios o el Espíritu septiforme de Dios, a cuya mirada no escapa nada, Espíritu que es otorgado por Cristo a los fieles. Las siete lámparas de fuego representan la solicitud de Dios por la humanidad.

En un círculo más exterior, había veinticuatro tronos ocupados por veinticuatro ancianos representativos de la humanidad glorificada, doce de las tribus de Israel y doce de las tribus del Cordero. Llevaban vestiduras blancas de gloria y ceñían coronas de oro que simbolizan su estirpe regia.

Los cuatro vivientes cantaban sin cesar glorificando y dando gracias al que está sentado en el trono y vive para siempre, diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, el todopoderoso; el que era y es y ha de venir». Cada vez que los vivientes entonaban el himno de alabanza a Dios, los veinticuatro ancianos se postraban y adoraban al que vive por los siglos en señal de profunda reverencia, y arrojaban sus coronas ante el trono en reconocimiento de que su dignidad es don del Creador, diciendo: «Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú has creado el universo; porque, por tu voluntad, lo que no existía fue creado».

Entre el trono de Dios y el vidente, se extendía un mar sereno y transparente como el cristal, pues el mar, símbolo bíblico del mal, ya ha sido vencido. El ancho mar marca la distancia insalvable entre el Dios trascendente y sus criaturas.

Juan reparó entonces en que Dios tenía en su mano derecha un libro (a modo de rollo) sellado con siete sellos, que contenía los designios divinos relativos al destino salvífico del mundo, que comenzarían a cumplirse cuando se abrieran los sellos, y que nadie, ni del cielo ni de la tierra, era capaz de abrir y ni siquiera mirar. Lo cual entristeció al vidente hasta el extremo de las lágrimas. Pero uno de los ancianos lo consolaba, diciéndole que había uno que podía abrir el libro y sus siete sellos: el león de la tribu de Judá, el retoño de David, que apareció ante el trono de Dios, en medio de los vivientes y de los ancianos, como un Cordero de pie, como degollado, con siete cuernos y siete ojos, que “simbolizan la plenitud de poder y de conocimiento de Cristo glorioso” (Wikenhauser, 97) y son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra, es decir, el Espíritu Santo difundido por Cristo glorificado.

El Cordero se acercó a recibir de Dios el libro sellado. Cuando lo recibió, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo en su mano cítaras y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los santos, con que imploraban la pronta realización de los misteriosos designios de Dios escritos en el libro. Y entonaron un cántico nuevo: «Eres digno de recibir el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra». El cántico es nuevo porque es ahora, por fin, cuando se consuma “la obra redentora de Cristo, gracias a la cual se creó la nueva comunidad de Dios, cuyo precio es la sangre del Cordero” (Wikenhauser, 98).

El profeta pudo escuchar cómo multitud de voces de ángeles se unían a las de los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos en su alabanza al Cordero, diciendo con voz potente: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Y todas las criaturas del cielo y de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, replicaban entonando un canto cósmico de alabanza al que está sentado en el trono y al Cordero, atribuyéndoles poder por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondían: «Amén». Y los ancianos se postraron y adoraron.

El mensaje es éste: la historia tiene sentido porque ha sido puesta en marcha por el Creador para que alcanzara su plenitud en Dios. En la historia del universo, se encuadra nuestra historia particular, que no se rige por el ciego destino, sino que el Señor la ha puesto en nuestras manos. A pesar de que fuerzas oscuras pretenden desviarnos de la meta (y creyeron haberlo logrado matando al Justo), han sido vencidas por la muerte redentora del Cordero. Él nos ha transmitido su Espíritu, que nos comunica el coraje y la fuerza necesaria para perseverar en la lucha de cada día. Mantengamos, pues, viva la esperanza y la confianza, y que el gozo del Espíritu sea nuestra fortaleza.

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