/ sábado 8 de junio de 2019

EPISCOPEO

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías en que se prescribía la visita al templo de Jerusalén. Esta fiesta clausuraba el tiempo pascual y, en ella, se daba gracias a Dios por la cosecha.

Precisamente ese día tuvo lugar la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús y los puso en marcha para cumplir el encargo del Maestro de anunciar el Reino de Dios y de bautizar a cuantos creyeran su anuncio (Mt 28,19-20). De este modo, tuvo lugar el comienzo efectivo de la Iglesia, como comunidad de los redimidos por Cristo con vocación de universalidad, de todos los pueblos que hay bajo el cielo.

La irrupción del Espíritu se produjo con manifestaciones sensibles, como el viento estruendoso, que sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8), y las lenguas como llamaradas, que significan la capacidad de que dota el Espíritu a los discípulos de hacer comprensible el mensaje del Evangelio a gentes que hablaban lenguas muy diversas. El efecto más inmediato de la venida del Espíritu fue que los discípulos se dedicaron en seguida a exponer las grandezas de Dios (es decir, el plan de salvación llevado a término en Jesús –por su glorificación– y, por medio de Jesús) a cuantos, atraídos por el ruido del vendaval, acudieron al lugar. Entre éstos, había judíos devotos y multitud de curiosos. No todos fueron conmovidos por el discurso de los discípulos: muchos, deseosos de la fe, creyeron y se convirtieron, pero otros atribuían aquel hablar extático en lenguas al efecto del mosto.

La venida del Espíritu Santo y su participación en la obra divina de la salvación del mundo era necesaria, pues es obra de toda la Trinidad. Al Padre se le atribuye la creación del mundo, en la que se puede intuir la intervención del Espíritu, que se cernía sobre la faz de las aguas primordiales (Gén 1,2); al Hijo le corresponde la obra de la redención (con los momentos clave de su encarnación, su vida sencilla en Nazaret, su tarea evangelizadora, su muerte y su resurrección) impulsado por el Espíritu, que bajó sobre Él en su bautismo (Lc 3,22). El Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad, que debía guiar a los discípulos a la verdad plena, en la que Jesús los había instruido de parte del Padre, pero que aún no habían llegado a comprender del todo. No se trata de un nuevo mensaje, sino del mismo mensaje de Jesús, que, a su vez, lo había recibido del Padre (Jn 14,24-25; 15,26).

Mientras Jesús estuvo con sus discípulos, Él mismo los guardaba y los custodiaba para que ninguno se perdiera, aparte de Judas (Jn 17,12). Cuando está a punto de dejar el mundo, pide al Padre que les dé otro Paráclito, en su lugar (otro defensor que asista a los fieles), el Espíritu de la verdad, para que los preserve de las acometidas del mundo (Jn 17,14-15); para que los mantenga en la unidad con Cristo y con el Padre, así como entre ellos (Jn 17,11.21); para que los haga partícipes de la alegría de Jesús (Jn 17,13), y para que los anime y fortalezca en su testimonio de Jesús (Jn 15,26-27; Lc 24,49; Hch 1,8).

El Espíritu moraba ya con los discípulos y estaba en ellos (Jn 14,17), cuando aún Jesús se encontraba a su lado, porque lo amaban y guardaban sus mandamientos (Jn 14,15); igualmente los que guarden su palabra serán amados por el Padre, que, junto con el Hijo y el Espíritu harán su morada en ellos (Jn 14,23). De esta forma, el que acepta a Cristo en su vida recibe el don del Espíritu del Padre y del Hijo y se convierte en morada de la Santísima Trinidad. No como un hombre habita en su casa, sino a modo de una comunión vital en la que Dios hace partícipe al hombre de su vida divina. Es un intercambio maravilloso que sólo podemos conocer por la fe sin llegar a comprenderlo. Gracias a él, nos convertimos verdaderamente en hijos de Dios. Sabremos que Dios habita en nosotros si vivimos conforme al mandamiento de Jesús, amando a los hermanos (Jn 14,21; 1Jn 3,14).

Si alguno de los presentes no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, sepa que le falta aún uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el sacramento que confiere el don del Espíritu Santo en plenitud. Abramos, todos, nuestro corazón al Espíritu de Dios.

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías en que se prescribía la visita al templo de Jerusalén. Esta fiesta clausuraba el tiempo pascual y, en ella, se daba gracias a Dios por la cosecha.

Precisamente ese día tuvo lugar la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús y los puso en marcha para cumplir el encargo del Maestro de anunciar el Reino de Dios y de bautizar a cuantos creyeran su anuncio (Mt 28,19-20). De este modo, tuvo lugar el comienzo efectivo de la Iglesia, como comunidad de los redimidos por Cristo con vocación de universalidad, de todos los pueblos que hay bajo el cielo.

La irrupción del Espíritu se produjo con manifestaciones sensibles, como el viento estruendoso, que sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8), y las lenguas como llamaradas, que significan la capacidad de que dota el Espíritu a los discípulos de hacer comprensible el mensaje del Evangelio a gentes que hablaban lenguas muy diversas. El efecto más inmediato de la venida del Espíritu fue que los discípulos se dedicaron en seguida a exponer las grandezas de Dios (es decir, el plan de salvación llevado a término en Jesús –por su glorificación– y, por medio de Jesús) a cuantos, atraídos por el ruido del vendaval, acudieron al lugar. Entre éstos, había judíos devotos y multitud de curiosos. No todos fueron conmovidos por el discurso de los discípulos: muchos, deseosos de la fe, creyeron y se convirtieron, pero otros atribuían aquel hablar extático en lenguas al efecto del mosto.

La venida del Espíritu Santo y su participación en la obra divina de la salvación del mundo era necesaria, pues es obra de toda la Trinidad. Al Padre se le atribuye la creación del mundo, en la que se puede intuir la intervención del Espíritu, que se cernía sobre la faz de las aguas primordiales (Gén 1,2); al Hijo le corresponde la obra de la redención (con los momentos clave de su encarnación, su vida sencilla en Nazaret, su tarea evangelizadora, su muerte y su resurrección) impulsado por el Espíritu, que bajó sobre Él en su bautismo (Lc 3,22). El Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad, que debía guiar a los discípulos a la verdad plena, en la que Jesús los había instruido de parte del Padre, pero que aún no habían llegado a comprender del todo. No se trata de un nuevo mensaje, sino del mismo mensaje de Jesús, que, a su vez, lo había recibido del Padre (Jn 14,24-25; 15,26).

Mientras Jesús estuvo con sus discípulos, Él mismo los guardaba y los custodiaba para que ninguno se perdiera, aparte de Judas (Jn 17,12). Cuando está a punto de dejar el mundo, pide al Padre que les dé otro Paráclito, en su lugar (otro defensor que asista a los fieles), el Espíritu de la verdad, para que los preserve de las acometidas del mundo (Jn 17,14-15); para que los mantenga en la unidad con Cristo y con el Padre, así como entre ellos (Jn 17,11.21); para que los haga partícipes de la alegría de Jesús (Jn 17,13), y para que los anime y fortalezca en su testimonio de Jesús (Jn 15,26-27; Lc 24,49; Hch 1,8).

El Espíritu moraba ya con los discípulos y estaba en ellos (Jn 14,17), cuando aún Jesús se encontraba a su lado, porque lo amaban y guardaban sus mandamientos (Jn 14,15); igualmente los que guarden su palabra serán amados por el Padre, que, junto con el Hijo y el Espíritu harán su morada en ellos (Jn 14,23). De esta forma, el que acepta a Cristo en su vida recibe el don del Espíritu del Padre y del Hijo y se convierte en morada de la Santísima Trinidad. No como un hombre habita en su casa, sino a modo de una comunión vital en la que Dios hace partícipe al hombre de su vida divina. Es un intercambio maravilloso que sólo podemos conocer por la fe sin llegar a comprenderlo. Gracias a él, nos convertimos verdaderamente en hijos de Dios. Sabremos que Dios habita en nosotros si vivimos conforme al mandamiento de Jesús, amando a los hermanos (Jn 14,21; 1Jn 3,14).

Si alguno de los presentes no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, sepa que le falta aún uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el sacramento que confiere el don del Espíritu Santo en plenitud. Abramos, todos, nuestro corazón al Espíritu de Dios.

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