/ sábado 27 de julio de 2019

EPISCOPEO

Hoy, la palabra de Dios nos ofrece una instrucción sobre la oración. La oración es la comunicación personal del hombre con Dios, cuya forma normal es el diálogo.

Todos los seres del mundo estamos relacionados; baste el ejemplo del cambio climático. De modo especial, los seres inteligentes necesitamos comunicarnos entre nosotros. La comunicación con nuestros semejantes nos enriquece, nos afianza como personas y nos consolida en el ser.

Tanto más necesaria es la comunicación con Dios, cuanto que, en Él, se encuentra el fundamento de nuestro ser y la razón de nuestra existencia. Pero además, al ser tratados por Él como personas y admitir que nosotros lo tratemos también personalmente, esta relación nos hace tomar conciencia de nuestra valía; y el don de su vida divina que nos concede el Señor junto con la promesa de vida eterna dispara nuestras posibilidades y expectativas de alcanzar la comunión con Dios.

El evangelio de la Misa es el texto principal de la catequesis de hoy sobre la oración. Es un pasaje muy hermoso que contiene la enseñanza de Jesús acerca de cómo sus discípulos debemos dirigirnos a Dios. La enseñanza del padrenuestro se completa con dos parábolas meridianamente claras sobre la confianza con que hemos de dirigirnos a Dios.

Pero antes de comentar el evangelio, nos fijaremos en el pasaje del libro del Génesis, que contiene una de las páginas más bellas de la Sagrada Escritura: es un diálogo de Dios con Abrahán.

Después de haber sido el Señor agasajado por Abrahán en su tienda de Mambré y de haber concretado la promesa de la descendencia con el anuncio del nacimiento de Isaac en el plazo de un año, digamos que se había estrechado la relación de amistad entre Dios y Abrahán. De ahí que Dios meditara hacer partícipe a Abrahán (en quien serían bendecidos por Dios todos los pueblos de la tierra) de la importante decisión que tenía en mente, de llevar a cabo la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra por la gravedad de su pecado. Y el Señor se lo dijo a Abrahán.

Cuando los dos personajes que acompañaban al Señor tomaron el camino de Sodoma, y Abrahán se quedó a solas con el Señor, no pudo por menos de decirle lo que le brotaba del corazón, y que no le cabía en la cabeza. ¿Acaso pensaba el Señor destruir al inocente con el culpable? ¿Es que no haría justicia el rey de la tierra? (¿Está insinuando que Dios es injusto? ¿Se atreve a juzgar a Dios según su criterio de justicia? ¿Qué nos hace inadmisible que mueran justos por pecadores? ¿De dónde proviene nuestro sentido de la justicia? ¿Por qué estamos persuadidos de que la salud, los demás bienes y la vida misma nos son debidos? Debidos ¿por quién? Y si nos faltan, en protesta, negamos que el mundo esté regido por un ser bueno, y le atribuimos el gobierno del mundo a un destino ciego que no distingue entre hombres justos y todo lo demás, es decir, que equipara a los justos con los injustos y aun con los animales.)

Abrahán entendía que era más justo perdonar a una multitud de culpables en atención a unos pocos inocentes, que hacer que pagaran justos por pecadores. Y sabía que la justicia de Dios, cercana a la misericordia redentora, lo disponía a perdonar a todos si encontraba un mínimo de personas justas. Por eso regatea con Dios y consigue rebajar el número de inocentes de cincuenta a diez (no se atreve a bajar más). Pues, en el Antiguo Testamento, prevalece el sentido de la justicia; en cambio, en el Nuevo, gracias a Cristo (que ha satisfecho la justicia divina), se impone la misericordia y el perdón: la justicia de uno sirvió para la justificación de todos (Rom 5,17-19).

El diálogo de Abrahán con Dios es franco, relacionado con hechos de la vida, y tiene la capacidad de cambiar la decisión del Altísimo.

Vayamos ahora al evangelio, que nos transmite la enseñanza de Jesús a sus discípulos sobre cómo han de dirigirse a Dios y qué le han de pedir. El ejemplo de Jesús en oración suscita el deseo de los discípulos de aprender a orar. Jesús no les ofrece tanto una fórmula de oración (aunque la Iglesia la elaboró muy pronto, en el siglo I) cuanto un estilo de oración, y, por cierto, una oración comunitaria: la bondad de Dios se extiende a todos los hombres, tanto amigos como enemigos. Contiene dos partes: la enseñanza del padrenuestro y la confianza en la bondad de Dios, como el mejor de los padres.

Lo primero que se ha de destacar es el tratamiento de Dios como «padre», que sitúa al orante en espíritu ante Dios. Esta forma familiar de dirigirse a Dios (abba) es algo nuevo, inaudito para oídos judíos (Schmid, El evangelio según san Mateo, Herder, 181). La designación de Dios como padre de los hombres, por parte de Jesús, expresa con una fuerza nueva la idea de que Dios es la bondad absoluta para todos los hombres, para los que desea su salvación (Ídem, 186-187). Esto tiene su consecuencia en la confianza, sin vacilación con que han de esperar recibir de Él lo que le piden (idea reforzada por las parábolas del amigo importuno y el hijo que pide a su padre comida, y llevada al extremo en la audaz imagen de la fe que mueve montañas, Mc 11,23). Si cualquier padre humano da cosas buenas a los hijos que le piden, a fortiori Dios dará el Espíritu Santo a los que se lo piden.

Para ello, han de ajustar los contenidos de su petición a los mejores deseos de favorecerlos que hay en el corazón del Padre Dios: la santificación del nombre de Dios; el establecimiento de su reino; el alimento material necesario para sostener la vida que Dios les ha regalado; el perdón de los pecados fundamentado en el perdón al prójimo, y la superación de la tentación que los pone en riesgo de pecar.

Al pedir santificado sea tu nombre, le rogamos que glorifique su nombre, que manifieste su esencia divina, como el santo, que salva por su poder, su sabiduría y su bondad, y el Altísimo sobre todo el mundo, a quien únicamente corresponde el juicio. La santificación del nombre de Dios es equivalente a la venida de su reino, algo que se realizará plenamente al fin de los tiempos. Sólo con la venida plena del reino será santificado el nombre de Dios. Al pedir venga tu reino, el hombre convierte en deseo suyo lo que es cosa de Dios, es decir, la soberanía de Dios: ésta es la petición central de toda la oración del padrenuestro (Ídem, 190). Ambas peticiones, así como también la tercera del texto de san Mateo hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10), no son sino distintas formulaciones de la misma oración: la venida del Reino de Dios, que es “el objeto primero y principal de la oración según el espíritu de Jesús” (Ídem, 191). Bien es verdad que se refiere al mundo futuro, que no es actual, sin embargo “mantiene su valor como motivo para la vida humana, que tiene que ser deseo incesante del reino” (Ídem, 192).

Le pedimos también: danos cada día nuestro pan cotidiano, es decir, lo necesario para la vida temporal, que incluso siendo fruto de nuestro trabajo, se ha de recibir como don de Dios.

Sigue la súplica: perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Mediante el perdón, Dios nos dispone al encuentro con Él en el reino. Pero, para obtener el perdón divino, es condición indispensable la disposición a perdonar al prójimo por parte del hombre. Concluye el padrenuestro de Lucas (el de Mateo añade una séptima petición: y líbranos del mal, Mt 6,13) con la súplica no nos dejes caer en tentación, pues los discípulos han de ser conscientes de su fragilidad y de que la superación de la tentación es gracia de Dios.

Así pues, en todas nuestras oraciones, sigamos la recomendación del Señor: Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura (Mt 6,33).

Hoy, la palabra de Dios nos ofrece una instrucción sobre la oración. La oración es la comunicación personal del hombre con Dios, cuya forma normal es el diálogo.

Todos los seres del mundo estamos relacionados; baste el ejemplo del cambio climático. De modo especial, los seres inteligentes necesitamos comunicarnos entre nosotros. La comunicación con nuestros semejantes nos enriquece, nos afianza como personas y nos consolida en el ser.

Tanto más necesaria es la comunicación con Dios, cuanto que, en Él, se encuentra el fundamento de nuestro ser y la razón de nuestra existencia. Pero además, al ser tratados por Él como personas y admitir que nosotros lo tratemos también personalmente, esta relación nos hace tomar conciencia de nuestra valía; y el don de su vida divina que nos concede el Señor junto con la promesa de vida eterna dispara nuestras posibilidades y expectativas de alcanzar la comunión con Dios.

El evangelio de la Misa es el texto principal de la catequesis de hoy sobre la oración. Es un pasaje muy hermoso que contiene la enseñanza de Jesús acerca de cómo sus discípulos debemos dirigirnos a Dios. La enseñanza del padrenuestro se completa con dos parábolas meridianamente claras sobre la confianza con que hemos de dirigirnos a Dios.

Pero antes de comentar el evangelio, nos fijaremos en el pasaje del libro del Génesis, que contiene una de las páginas más bellas de la Sagrada Escritura: es un diálogo de Dios con Abrahán.

Después de haber sido el Señor agasajado por Abrahán en su tienda de Mambré y de haber concretado la promesa de la descendencia con el anuncio del nacimiento de Isaac en el plazo de un año, digamos que se había estrechado la relación de amistad entre Dios y Abrahán. De ahí que Dios meditara hacer partícipe a Abrahán (en quien serían bendecidos por Dios todos los pueblos de la tierra) de la importante decisión que tenía en mente, de llevar a cabo la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra por la gravedad de su pecado. Y el Señor se lo dijo a Abrahán.

Cuando los dos personajes que acompañaban al Señor tomaron el camino de Sodoma, y Abrahán se quedó a solas con el Señor, no pudo por menos de decirle lo que le brotaba del corazón, y que no le cabía en la cabeza. ¿Acaso pensaba el Señor destruir al inocente con el culpable? ¿Es que no haría justicia el rey de la tierra? (¿Está insinuando que Dios es injusto? ¿Se atreve a juzgar a Dios según su criterio de justicia? ¿Qué nos hace inadmisible que mueran justos por pecadores? ¿De dónde proviene nuestro sentido de la justicia? ¿Por qué estamos persuadidos de que la salud, los demás bienes y la vida misma nos son debidos? Debidos ¿por quién? Y si nos faltan, en protesta, negamos que el mundo esté regido por un ser bueno, y le atribuimos el gobierno del mundo a un destino ciego que no distingue entre hombres justos y todo lo demás, es decir, que equipara a los justos con los injustos y aun con los animales.)

Abrahán entendía que era más justo perdonar a una multitud de culpables en atención a unos pocos inocentes, que hacer que pagaran justos por pecadores. Y sabía que la justicia de Dios, cercana a la misericordia redentora, lo disponía a perdonar a todos si encontraba un mínimo de personas justas. Por eso regatea con Dios y consigue rebajar el número de inocentes de cincuenta a diez (no se atreve a bajar más). Pues, en el Antiguo Testamento, prevalece el sentido de la justicia; en cambio, en el Nuevo, gracias a Cristo (que ha satisfecho la justicia divina), se impone la misericordia y el perdón: la justicia de uno sirvió para la justificación de todos (Rom 5,17-19).

El diálogo de Abrahán con Dios es franco, relacionado con hechos de la vida, y tiene la capacidad de cambiar la decisión del Altísimo.

Vayamos ahora al evangelio, que nos transmite la enseñanza de Jesús a sus discípulos sobre cómo han de dirigirse a Dios y qué le han de pedir. El ejemplo de Jesús en oración suscita el deseo de los discípulos de aprender a orar. Jesús no les ofrece tanto una fórmula de oración (aunque la Iglesia la elaboró muy pronto, en el siglo I) cuanto un estilo de oración, y, por cierto, una oración comunitaria: la bondad de Dios se extiende a todos los hombres, tanto amigos como enemigos. Contiene dos partes: la enseñanza del padrenuestro y la confianza en la bondad de Dios, como el mejor de los padres.

Lo primero que se ha de destacar es el tratamiento de Dios como «padre», que sitúa al orante en espíritu ante Dios. Esta forma familiar de dirigirse a Dios (abba) es algo nuevo, inaudito para oídos judíos (Schmid, El evangelio según san Mateo, Herder, 181). La designación de Dios como padre de los hombres, por parte de Jesús, expresa con una fuerza nueva la idea de que Dios es la bondad absoluta para todos los hombres, para los que desea su salvación (Ídem, 186-187). Esto tiene su consecuencia en la confianza, sin vacilación con que han de esperar recibir de Él lo que le piden (idea reforzada por las parábolas del amigo importuno y el hijo que pide a su padre comida, y llevada al extremo en la audaz imagen de la fe que mueve montañas, Mc 11,23). Si cualquier padre humano da cosas buenas a los hijos que le piden, a fortiori Dios dará el Espíritu Santo a los que se lo piden.

Para ello, han de ajustar los contenidos de su petición a los mejores deseos de favorecerlos que hay en el corazón del Padre Dios: la santificación del nombre de Dios; el establecimiento de su reino; el alimento material necesario para sostener la vida que Dios les ha regalado; el perdón de los pecados fundamentado en el perdón al prójimo, y la superación de la tentación que los pone en riesgo de pecar.

Al pedir santificado sea tu nombre, le rogamos que glorifique su nombre, que manifieste su esencia divina, como el santo, que salva por su poder, su sabiduría y su bondad, y el Altísimo sobre todo el mundo, a quien únicamente corresponde el juicio. La santificación del nombre de Dios es equivalente a la venida de su reino, algo que se realizará plenamente al fin de los tiempos. Sólo con la venida plena del reino será santificado el nombre de Dios. Al pedir venga tu reino, el hombre convierte en deseo suyo lo que es cosa de Dios, es decir, la soberanía de Dios: ésta es la petición central de toda la oración del padrenuestro (Ídem, 190). Ambas peticiones, así como también la tercera del texto de san Mateo hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10), no son sino distintas formulaciones de la misma oración: la venida del Reino de Dios, que es “el objeto primero y principal de la oración según el espíritu de Jesús” (Ídem, 191). Bien es verdad que se refiere al mundo futuro, que no es actual, sin embargo “mantiene su valor como motivo para la vida humana, que tiene que ser deseo incesante del reino” (Ídem, 192).

Le pedimos también: danos cada día nuestro pan cotidiano, es decir, lo necesario para la vida temporal, que incluso siendo fruto de nuestro trabajo, se ha de recibir como don de Dios.

Sigue la súplica: perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Mediante el perdón, Dios nos dispone al encuentro con Él en el reino. Pero, para obtener el perdón divino, es condición indispensable la disposición a perdonar al prójimo por parte del hombre. Concluye el padrenuestro de Lucas (el de Mateo añade una séptima petición: y líbranos del mal, Mt 6,13) con la súplica no nos dejes caer en tentación, pues los discípulos han de ser conscientes de su fragilidad y de que la superación de la tentación es gracia de Dios.

Así pues, en todas nuestras oraciones, sigamos la recomendación del Señor: Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura (Mt 6,33).

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