/ sábado 24 de agosto de 2019

EPISCOPEO

Hoy nos encontramos con una pregunta que siempre ha inquietado a todo creyente, una pregunta que se la hace a Jesús uno de sus oyentes en estos términos: Señor, ¿son pocos los que se salvan? (Lc 12,23). La opinión judía estaba dividida en aquel tiempo; los más liberales creían en la salvación universal de los de su raza; otros, en cambio, basándose en ciertos pasajes bíblicos veían bastante más negro el panorama. Finalmente, estaban los que vivían sin preocuparse de lo que pudiese haber tras la muerte; su única aspiración era gozar de un presente en que todas sus apetencias estuviesen satisfechas. “El más allá de la muerte” no entraba en sus preocupaciones.

Hoy mismo podemos constatar la existencia de toda esta serie de opiniones. Al creyente normal le llaman la atención que haya tantas personas que no se preocupan de si hay algo más que buscar el placer a lo largo de su vida y pasar indiferentes al “más allá”. Por supuesto que a nosotros, creyentes, sí nos interesa la pregunta que le hizo a Jesús aquel oyente y la respuesta que le dio, ya que a esta vida sigue otra y la queremos feliz. Sabemos, además, que el mismo Jesús se hace nuestro acompañante en el camino que vamos recorriendo, comunicándonos su fuerza y al franquearnos la puerta nos dirá: Siervo bueno…, entra en el gozo de tu Señor (Mt 25, 1).

La respuesta indirecta de Jesús nos muestra, en primer lugar, que la salvación es algo que debemos tomar en serio. Efectivamente, al no querer satisfacer a curiosidad del que preguntaba, le muestra cómo conseguir entrar en el cielo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha (Lc 13, 24). Es decir, que la salvación es cosa de Dios, pero vosotros no podéis estar con los brazos cruzados. “Ni la gracia de Dios sin ti, ni tú sin la gracia de Dios”, dirá san Agustín (Nat. Grat.) Y san Pablo, haciendo balance al final de su vida: He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia que el Señor, juez justo me dará en aquel día (2 Tim 4, 7-8).

No olvidemos, pues, que corremos un riesgo. Es Jesús quien nos dice: la puerta es estrecha y no se puede entrar más que por ella; quien quiera entrar por otra más ancha se quedará fuera. Nos lo había dicho también en la parábola del juicio final, llamándonos a hacer el bien: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros… (Y a los otros): Apartaos de mí, id al fuego eterno (Mt 25, 14, 41). En la parábola de hoy los que se quedan fuera llamarán diciendo: Señor, ábrenos. Pero Él os dirá: no os conozco. Alegarán derechos: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero Él os dirá: No sé de dónde sois (Lc 13, 25, 27). Que esto no nos lleve a dejar que sea el temor el que mande en nuestra, sino el amor, el amor a Dios y al prójimo.

Como podemos ver, Jesús no nos proporciona “recetas” fáciles para salvarnos. Un día sorprendió a sus oyentes con la afirmación de que era más fácil que un camello pasase por el ojo de una aguja que un rico, lleno de sí mismo, entrase en el Reino. Y en otra ocasión explicó cómo entre las diez jóvenes, todas llamadas al banquete de bodas, cinco de ellas -necias las llama el Señor- se quedaron fuera, porque la llegada del novio las sorprendió sin aceite en sus lámparas, con las que tenían que acompañarlo.

Claro que nos gustaría que Jesús hubiera anunciado que todos se salvarán, que todos serán admitidos al banquete de bodas y encontrarán un puesto a su mesa. Y, sin embargo, nos habla del riesgo de quedarnos fuera, a pesar de que, como dice el apóstol san Pablo, Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 3-4). Pero es que el hombre tiene que quererlo también, ya que para eso Dios le ha dado una libertad para optar por el Sí o el No a colaborar con el querer divino. Asumido el No, sepa el pecador que Dios aún continuará, mientras viva, ofreciéndole su infinita misericordia.

Y a propósito de ese “querer de Dios de que todos los hombres se salven”, hay que subrayar que Dios nunca podrá salvar al hombre si éste no quiere ser salvado. Es como si un maestro asegurara a sus alumnos que todos aprobarán en los exámenes de su asignatura. Ésa ciertamente es la intención y el deseo del profesor, promocionar a todos, pero de por medio ha de estar el esfuerzo de cada alumno por conseguir el aprobado. No es suficiente para ello el deseo y el esfuerzo del profesor, si algún o algunos alumnos, dejándose llevar de la pereza, no han adquirido los conocimientos necesarios para aprobar. Desde el momento en que por el don de la fe bautismal fuimos incorporados a Cristo y constituidos hijos de Dios, que es amor y perfección sin medida, estamos llamados “a ser perfectos o santos, como Él” ¿Y qué hacer para ser perfecto o santo? Desde luego que no hace falta realizar hazañas extraordinarias, sino en amar, servir y glorificar a Dios en todas las circunstancias de la vida diaria y en amar a nuestros hermanos.

Hoy nos encontramos con una pregunta que siempre ha inquietado a todo creyente, una pregunta que se la hace a Jesús uno de sus oyentes en estos términos: Señor, ¿son pocos los que se salvan? (Lc 12,23). La opinión judía estaba dividida en aquel tiempo; los más liberales creían en la salvación universal de los de su raza; otros, en cambio, basándose en ciertos pasajes bíblicos veían bastante más negro el panorama. Finalmente, estaban los que vivían sin preocuparse de lo que pudiese haber tras la muerte; su única aspiración era gozar de un presente en que todas sus apetencias estuviesen satisfechas. “El más allá de la muerte” no entraba en sus preocupaciones.

Hoy mismo podemos constatar la existencia de toda esta serie de opiniones. Al creyente normal le llaman la atención que haya tantas personas que no se preocupan de si hay algo más que buscar el placer a lo largo de su vida y pasar indiferentes al “más allá”. Por supuesto que a nosotros, creyentes, sí nos interesa la pregunta que le hizo a Jesús aquel oyente y la respuesta que le dio, ya que a esta vida sigue otra y la queremos feliz. Sabemos, además, que el mismo Jesús se hace nuestro acompañante en el camino que vamos recorriendo, comunicándonos su fuerza y al franquearnos la puerta nos dirá: Siervo bueno…, entra en el gozo de tu Señor (Mt 25, 1).

La respuesta indirecta de Jesús nos muestra, en primer lugar, que la salvación es algo que debemos tomar en serio. Efectivamente, al no querer satisfacer a curiosidad del que preguntaba, le muestra cómo conseguir entrar en el cielo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha (Lc 13, 24). Es decir, que la salvación es cosa de Dios, pero vosotros no podéis estar con los brazos cruzados. “Ni la gracia de Dios sin ti, ni tú sin la gracia de Dios”, dirá san Agustín (Nat. Grat.) Y san Pablo, haciendo balance al final de su vida: He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia que el Señor, juez justo me dará en aquel día (2 Tim 4, 7-8).

No olvidemos, pues, que corremos un riesgo. Es Jesús quien nos dice: la puerta es estrecha y no se puede entrar más que por ella; quien quiera entrar por otra más ancha se quedará fuera. Nos lo había dicho también en la parábola del juicio final, llamándonos a hacer el bien: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros… (Y a los otros): Apartaos de mí, id al fuego eterno (Mt 25, 14, 41). En la parábola de hoy los que se quedan fuera llamarán diciendo: Señor, ábrenos. Pero Él os dirá: no os conozco. Alegarán derechos: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero Él os dirá: No sé de dónde sois (Lc 13, 25, 27). Que esto no nos lleve a dejar que sea el temor el que mande en nuestra, sino el amor, el amor a Dios y al prójimo.

Como podemos ver, Jesús no nos proporciona “recetas” fáciles para salvarnos. Un día sorprendió a sus oyentes con la afirmación de que era más fácil que un camello pasase por el ojo de una aguja que un rico, lleno de sí mismo, entrase en el Reino. Y en otra ocasión explicó cómo entre las diez jóvenes, todas llamadas al banquete de bodas, cinco de ellas -necias las llama el Señor- se quedaron fuera, porque la llegada del novio las sorprendió sin aceite en sus lámparas, con las que tenían que acompañarlo.

Claro que nos gustaría que Jesús hubiera anunciado que todos se salvarán, que todos serán admitidos al banquete de bodas y encontrarán un puesto a su mesa. Y, sin embargo, nos habla del riesgo de quedarnos fuera, a pesar de que, como dice el apóstol san Pablo, Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 3-4). Pero es que el hombre tiene que quererlo también, ya que para eso Dios le ha dado una libertad para optar por el Sí o el No a colaborar con el querer divino. Asumido el No, sepa el pecador que Dios aún continuará, mientras viva, ofreciéndole su infinita misericordia.

Y a propósito de ese “querer de Dios de que todos los hombres se salven”, hay que subrayar que Dios nunca podrá salvar al hombre si éste no quiere ser salvado. Es como si un maestro asegurara a sus alumnos que todos aprobarán en los exámenes de su asignatura. Ésa ciertamente es la intención y el deseo del profesor, promocionar a todos, pero de por medio ha de estar el esfuerzo de cada alumno por conseguir el aprobado. No es suficiente para ello el deseo y el esfuerzo del profesor, si algún o algunos alumnos, dejándose llevar de la pereza, no han adquirido los conocimientos necesarios para aprobar. Desde el momento en que por el don de la fe bautismal fuimos incorporados a Cristo y constituidos hijos de Dios, que es amor y perfección sin medida, estamos llamados “a ser perfectos o santos, como Él” ¿Y qué hacer para ser perfecto o santo? Desde luego que no hace falta realizar hazañas extraordinarias, sino en amar, servir y glorificar a Dios en todas las circunstancias de la vida diaria y en amar a nuestros hermanos.

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