/ sábado 14 de septiembre de 2019

EPISCOPEO

La comunidad eclesial, de la que nosotros formamos parte, se alegra en este domingo porque tenemos un Dios-Padre que siempre nos acoge y nos perdona. Las tres lecturas que hemos escuchado subrayan esta verdad. Dios perdona al pueblo de Israel porque se lo ha pedido Moisés; Pablo se siente objeto del perdón de Cristo y pasa a ser el apóstol de los gentiles y el hijo pródigo es objeto del amor de aquel padre que lo acoge, celebrando además una fiesta.

El mejor comentario y colofón de las tres lecturas de este domingo lo encontraríamos en la Primera Carta: Si alguno peca, tenemos a Uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo (1 Jn 2,1).

Al evangelista San Lucas se le ha llamado “el secretario de la misericordia de Dios” por la frecuencia con que recoge los gestos de Jesús, perdonando y saliendo al paso de las necesidades de la gente. Precisamente, el evangelio que acabamos de escuchar es, sin duda alguna, paradigmático al tratar de la misericordia y del perdón. Fue la manera de responder a aquellos escribas y fariseos que se escandalizaban porque Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos. En las tres parábolas que les ofrece tienen el retrato de la misericordia y del perdón de Dios.

Las dos primeras tratan de la oveja extraviada y de la dracma perdida. Ahí está el pastor que carga en sus hombros con la oveja que se ha extraviado y el ama de casa que barre la vivienda y encuentra la moneda; el hallazgo de la oveja y de la moneda da lugar a una desbordante alegría. En la del hijo pródigo Jesús nos muestra, sobre todo, la ternura con que aquel padre bueno acoge al hijo que, usando mal su libertad, se alejó de él, y ahora vuelve arrepentido. Apuntemos ya un gozoso mensaje: las tres parábolas resaltan, como melodía de fondo, la alegría de Dios-Padre, que viene expresada de esta manera: ¡Felicitadme! He encontrado la oveja perdida… ¡Felicitadme! He encontrado la dracma… Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios (Lc 15, 6. 9-10).

Especial atención nos merece hoy la parábola del hijo pródigo; en ella Jesús nos hace un retrato perfecto de sus tres protagonistas: el Padre, el hijo menor y el hijo mayor. Veamos los rasgos principales de cada uno de ellos:

El Padre. Es el centro de la narrativa. Se le rompió el corazón cuando el hijo pequeño se marchó de casa, pero respetó su libertad. Quizá nos extrañe que el padre no se negase a darle la herencia, cuando cualquier padre responsable jamás habría obrado así, pero lo que Él pretendía sencillamente era extremar el ejemplo en relación a Dios, que respeta el mal uso de la libertad en cualquier humano. En todo caso, aquel padre siempre estuvo esperando y un día, aunque todavía estaba lejos…, lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos (Lc 15, 2). Y manda hacer fiesta. Y expresa su alegría con palabras únicas: Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado (Lc 15, 24). Jesús ha hecho el mejor retrato de Dios.

El hijo menor. Ciertamente que destrozó la vida de su padre, pero ahora sólo podemos de admirar su gesto. La parábola describe el hundimiento moral del joven: había pasado de vivir muy bien en casa de su padre, a guardar cerdos y pasar hambre sin poder alimentarse ni siquiera de las bellotas que comían los cerdos. No habían podido caer más bajo Y en esa humillación se acuerda de los criados de la que fue su casa. Y desde esa penosa situación se describe su conversión, la vuelta al corazón del padre: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti (Lc 15, 21). Y tras ello, se puso en camino. Este hijo menor, en grande o en pequeño, podemos haber sido todos y quizá continuemos siéndolo.

El hijo mayor. La parábola marca el contraste entre la grandeza del corazón del padre, que acoge, olvida y se llena de gozo al abrazar a su hijo pequeño y este hermano que sólo se quiere a sí mismo. Y quizás nos asalta el querer solidarizarnos con este hermano. No, no conoce él el corazón de su padre, ni valora lo que tiene en casa. El ejemplo de este hermano es una llamada a que sepamos alegrarnos de que el bien se difunda, acojamos con más comprensión a todos los hermanos y ofrezcamos siempre una lección de misericordia. Nos queda una gozosa certeza: el padre quiso salir al encuentro de los dos hijos.

Una última reflexión: no sabemos si el hijo mayor terminó entrando en el banquete, tras la reconvención amorosa de su padre; de lo que sí podemos estar seguros es de que aquel padre, además de respetar su decisión, continuaría esperando que también él viniese un día a comunicarle que, tras haberse reconciliado con su hermano, quisiese decirle a él: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Comentando esta parábola san Agustín y dirigiéndose al hermano mayor, pone en boca Dios-Padre estas palabras: “Si fueres hacedor de paz, si te calmas, si gozas del regreso de tu hermano, si nuestro festín no te entristece, si no permaneces fuera de casa, aunque vengas del campo, todo lo mío es tuyo” (Sermón 112A).

La comunidad eclesial, de la que nosotros formamos parte, se alegra en este domingo porque tenemos un Dios-Padre que siempre nos acoge y nos perdona. Las tres lecturas que hemos escuchado subrayan esta verdad. Dios perdona al pueblo de Israel porque se lo ha pedido Moisés; Pablo se siente objeto del perdón de Cristo y pasa a ser el apóstol de los gentiles y el hijo pródigo es objeto del amor de aquel padre que lo acoge, celebrando además una fiesta.

El mejor comentario y colofón de las tres lecturas de este domingo lo encontraríamos en la Primera Carta: Si alguno peca, tenemos a Uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo (1 Jn 2,1).

Al evangelista San Lucas se le ha llamado “el secretario de la misericordia de Dios” por la frecuencia con que recoge los gestos de Jesús, perdonando y saliendo al paso de las necesidades de la gente. Precisamente, el evangelio que acabamos de escuchar es, sin duda alguna, paradigmático al tratar de la misericordia y del perdón. Fue la manera de responder a aquellos escribas y fariseos que se escandalizaban porque Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos. En las tres parábolas que les ofrece tienen el retrato de la misericordia y del perdón de Dios.

Las dos primeras tratan de la oveja extraviada y de la dracma perdida. Ahí está el pastor que carga en sus hombros con la oveja que se ha extraviado y el ama de casa que barre la vivienda y encuentra la moneda; el hallazgo de la oveja y de la moneda da lugar a una desbordante alegría. En la del hijo pródigo Jesús nos muestra, sobre todo, la ternura con que aquel padre bueno acoge al hijo que, usando mal su libertad, se alejó de él, y ahora vuelve arrepentido. Apuntemos ya un gozoso mensaje: las tres parábolas resaltan, como melodía de fondo, la alegría de Dios-Padre, que viene expresada de esta manera: ¡Felicitadme! He encontrado la oveja perdida… ¡Felicitadme! He encontrado la dracma… Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios (Lc 15, 6. 9-10).

Especial atención nos merece hoy la parábola del hijo pródigo; en ella Jesús nos hace un retrato perfecto de sus tres protagonistas: el Padre, el hijo menor y el hijo mayor. Veamos los rasgos principales de cada uno de ellos:

El Padre. Es el centro de la narrativa. Se le rompió el corazón cuando el hijo pequeño se marchó de casa, pero respetó su libertad. Quizá nos extrañe que el padre no se negase a darle la herencia, cuando cualquier padre responsable jamás habría obrado así, pero lo que Él pretendía sencillamente era extremar el ejemplo en relación a Dios, que respeta el mal uso de la libertad en cualquier humano. En todo caso, aquel padre siempre estuvo esperando y un día, aunque todavía estaba lejos…, lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos (Lc 15, 2). Y manda hacer fiesta. Y expresa su alegría con palabras únicas: Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado (Lc 15, 24). Jesús ha hecho el mejor retrato de Dios.

El hijo menor. Ciertamente que destrozó la vida de su padre, pero ahora sólo podemos de admirar su gesto. La parábola describe el hundimiento moral del joven: había pasado de vivir muy bien en casa de su padre, a guardar cerdos y pasar hambre sin poder alimentarse ni siquiera de las bellotas que comían los cerdos. No habían podido caer más bajo Y en esa humillación se acuerda de los criados de la que fue su casa. Y desde esa penosa situación se describe su conversión, la vuelta al corazón del padre: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti (Lc 15, 21). Y tras ello, se puso en camino. Este hijo menor, en grande o en pequeño, podemos haber sido todos y quizá continuemos siéndolo.

El hijo mayor. La parábola marca el contraste entre la grandeza del corazón del padre, que acoge, olvida y se llena de gozo al abrazar a su hijo pequeño y este hermano que sólo se quiere a sí mismo. Y quizás nos asalta el querer solidarizarnos con este hermano. No, no conoce él el corazón de su padre, ni valora lo que tiene en casa. El ejemplo de este hermano es una llamada a que sepamos alegrarnos de que el bien se difunda, acojamos con más comprensión a todos los hermanos y ofrezcamos siempre una lección de misericordia. Nos queda una gozosa certeza: el padre quiso salir al encuentro de los dos hijos.

Una última reflexión: no sabemos si el hijo mayor terminó entrando en el banquete, tras la reconvención amorosa de su padre; de lo que sí podemos estar seguros es de que aquel padre, además de respetar su decisión, continuaría esperando que también él viniese un día a comunicarle que, tras haberse reconciliado con su hermano, quisiese decirle a él: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Comentando esta parábola san Agustín y dirigiéndose al hermano mayor, pone en boca Dios-Padre estas palabras: “Si fueres hacedor de paz, si te calmas, si gozas del regreso de tu hermano, si nuestro festín no te entristece, si no permaneces fuera de casa, aunque vengas del campo, todo lo mío es tuyo” (Sermón 112A).

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