/ sábado 5 de octubre de 2019

EPISCOPEO

En este domingo, desde las tres lecturas, se nos invita a tomar conciencia de que la fe es el centro de nuestra vida cristiana.

Sabemos que ella es un don de Dios y que no pocas veces se ve envuelta en mil dificultades ficticias o reales con peligro, no de perderla, porque los dones de Dios son irreversibles, pero sí de echarla a un lado al encontrarse uno en medio de penosas situaciones, culpando de ellas nada menos que el Dios en quien se creía.

En vez de reaccionar así se nos invita a hacer un último esfuerzo y, como los apóstoles, apurados en medio de la tormenta gritar: Sálvanos, Señor, que perecemos.

El profeta Habacuc en la primera lectura se encuentra ante una situación de injusticia y se dirige al Señor en estos términos: ¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? La respuesta de Dios no es inmediata. Si se retrasa –dice el Señor– espera en ella, pues llegará y no tardará, el justo vivirá por su fe (Hab 1,2; 2,3). En efecto, siempre nos queda no la huida, sino el quedarnos esperando que Dios proveerá. Recordemos ya que en el Año de la Fe, proclamado por Pablo VI en 1966, nos dio una hermosa definición de la fe a nivel experiencial: “la fe consiste en permanecer fiel en las dudas”.

San Pablo, por su parte, en la segunda lectura recuerda a su querido discípulo, Timoteo, que es necesario permanecer fiel a los compromisos asumidos. En el desempeño de sus tareas pastorales le sobrevendrán contratiempos y peligros ante los que tendrá que enfrentarse con coraje y temple de héroe. Y es que Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. (2 Tim 1,7). Muy concretamente le recomienda la guarda del depósito de la fe, expresión ésta que significaba que debía ser fiel en conservar cuanto el propio Apóstol le había enseñado y que él había recibido del propio Cristo. Lo que dice san Pablo a Timoteo es aplicable a todo cristiano.

Finalmente en el evangelio nos encontramos con el propio Cristo que, haciendo uso de diversas metáforas –desplazar una montaña, trasplantarse un árbol…, a una orden que se les dé–, estimulaba a sus discípulos a crecer en la fe. Claro que desplazar una montaña y hacer que un árbol se mueva de lugar parecen cosas sin sentido, pero lo que Jesús quiere es persuadirles de que sólo una viva puede conseguir lo que se le pida. El caso es que ellos no estaban del todo, convencidos del todo, de lo que Jesús les decía, pero porque ellos sí querían creerle le hacen esta petición: Señor, auméntanos la fe. Pues bien, hoy nosotros queremos hacer nuestra esta petición y deseamos la hagan suya quienes sienten dificultades para seguir creyendo.

¡La Fe! Posiblemente hoy sea la virtud más en crisis. Y es que, si en otro tiempos se hacía una guerra abierta a Dios y se llegaba a eliminar a quienes confesaban su fe en Él, hoy se hace gala, sobre todo, de una indiferencia total ante el hecho religioso, vaciando de sentido no sólo los valores religiosos sino los mismos valores humanos y quieren hacer de su actitud agnóstica o atea un medio de apostolado laico, deseando conquistar adeptos para su causa y así sentirse menos solos.

En el citado Año de la Fe en 1966 Pablo VI señalaba los dos problemas de mayor urgencia, pero que hoy continuamos viviéndolos: la Fe y la Paz. En cuanto a la Fe lamentaba él que la gran familia religiosa veía con dolor la crisis y el abandono de las creencias por parte de muchos, no sólo intelectuales sino gentes sencillas que siempre habían vivido sin complicación alguna su fe. Ante los nuevos apóstoles del agnosticismo e incluso del ateísmo, aquel Papa hablando a un grupo de intelectuales lamentaba que: “antes la inteligencia tenía un recorrido de orientación hacia la búsqueda de Dios. Hoy ese recorrido de la inteligencia tiende al alejamiento, que sustituye la teología por una mera antropología”. Y los tristes resultados los estamos viendo.

Se piden razones para creer; pero hay que decir que, aunque hay múltiples razones para creer, no se cree por razones. No, no será con razones como se conseguirá convencer a quien, encerrado en su ciencia o en su ignorancia, renuncia a ir más allá, porque hay unas últimas preguntas que aún hay que hacerse y responderlas. En cualquier caso, hay que decir que se hace necesario “entender para creer”; todo creyente está llamado a ilustrar su fe con el estudio. No buscaban otra cosa las encíclicas Fides et ratio (=Fe y razón) de san Juan Pablo II y Lumen Fidei (=Luz de la fe), iniciada por Benedicto XVI y completada y publicada por el Papa Francisco. Subrayaban que entre científicos y teólogos no existe contradicción alguna y que todo el pueblo de Dios debía buscar en ellas la luz necesaria para ilustrar su fe.

En este domingo, desde las tres lecturas, se nos invita a tomar conciencia de que la fe es el centro de nuestra vida cristiana.

Sabemos que ella es un don de Dios y que no pocas veces se ve envuelta en mil dificultades ficticias o reales con peligro, no de perderla, porque los dones de Dios son irreversibles, pero sí de echarla a un lado al encontrarse uno en medio de penosas situaciones, culpando de ellas nada menos que el Dios en quien se creía.

En vez de reaccionar así se nos invita a hacer un último esfuerzo y, como los apóstoles, apurados en medio de la tormenta gritar: Sálvanos, Señor, que perecemos.

El profeta Habacuc en la primera lectura se encuentra ante una situación de injusticia y se dirige al Señor en estos términos: ¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? La respuesta de Dios no es inmediata. Si se retrasa –dice el Señor– espera en ella, pues llegará y no tardará, el justo vivirá por su fe (Hab 1,2; 2,3). En efecto, siempre nos queda no la huida, sino el quedarnos esperando que Dios proveerá. Recordemos ya que en el Año de la Fe, proclamado por Pablo VI en 1966, nos dio una hermosa definición de la fe a nivel experiencial: “la fe consiste en permanecer fiel en las dudas”.

San Pablo, por su parte, en la segunda lectura recuerda a su querido discípulo, Timoteo, que es necesario permanecer fiel a los compromisos asumidos. En el desempeño de sus tareas pastorales le sobrevendrán contratiempos y peligros ante los que tendrá que enfrentarse con coraje y temple de héroe. Y es que Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. (2 Tim 1,7). Muy concretamente le recomienda la guarda del depósito de la fe, expresión ésta que significaba que debía ser fiel en conservar cuanto el propio Apóstol le había enseñado y que él había recibido del propio Cristo. Lo que dice san Pablo a Timoteo es aplicable a todo cristiano.

Finalmente en el evangelio nos encontramos con el propio Cristo que, haciendo uso de diversas metáforas –desplazar una montaña, trasplantarse un árbol…, a una orden que se les dé–, estimulaba a sus discípulos a crecer en la fe. Claro que desplazar una montaña y hacer que un árbol se mueva de lugar parecen cosas sin sentido, pero lo que Jesús quiere es persuadirles de que sólo una viva puede conseguir lo que se le pida. El caso es que ellos no estaban del todo, convencidos del todo, de lo que Jesús les decía, pero porque ellos sí querían creerle le hacen esta petición: Señor, auméntanos la fe. Pues bien, hoy nosotros queremos hacer nuestra esta petición y deseamos la hagan suya quienes sienten dificultades para seguir creyendo.

¡La Fe! Posiblemente hoy sea la virtud más en crisis. Y es que, si en otro tiempos se hacía una guerra abierta a Dios y se llegaba a eliminar a quienes confesaban su fe en Él, hoy se hace gala, sobre todo, de una indiferencia total ante el hecho religioso, vaciando de sentido no sólo los valores religiosos sino los mismos valores humanos y quieren hacer de su actitud agnóstica o atea un medio de apostolado laico, deseando conquistar adeptos para su causa y así sentirse menos solos.

En el citado Año de la Fe en 1966 Pablo VI señalaba los dos problemas de mayor urgencia, pero que hoy continuamos viviéndolos: la Fe y la Paz. En cuanto a la Fe lamentaba él que la gran familia religiosa veía con dolor la crisis y el abandono de las creencias por parte de muchos, no sólo intelectuales sino gentes sencillas que siempre habían vivido sin complicación alguna su fe. Ante los nuevos apóstoles del agnosticismo e incluso del ateísmo, aquel Papa hablando a un grupo de intelectuales lamentaba que: “antes la inteligencia tenía un recorrido de orientación hacia la búsqueda de Dios. Hoy ese recorrido de la inteligencia tiende al alejamiento, que sustituye la teología por una mera antropología”. Y los tristes resultados los estamos viendo.

Se piden razones para creer; pero hay que decir que, aunque hay múltiples razones para creer, no se cree por razones. No, no será con razones como se conseguirá convencer a quien, encerrado en su ciencia o en su ignorancia, renuncia a ir más allá, porque hay unas últimas preguntas que aún hay que hacerse y responderlas. En cualquier caso, hay que decir que se hace necesario “entender para creer”; todo creyente está llamado a ilustrar su fe con el estudio. No buscaban otra cosa las encíclicas Fides et ratio (=Fe y razón) de san Juan Pablo II y Lumen Fidei (=Luz de la fe), iniciada por Benedicto XVI y completada y publicada por el Papa Francisco. Subrayaban que entre científicos y teólogos no existe contradicción alguna y que todo el pueblo de Dios debía buscar en ellas la luz necesaria para ilustrar su fe.

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