/ sábado 16 de noviembre de 2019

EPISCOPEO

Nos acercamos al final del año litúrgico, que culminará el próximo domingo con la Solemnidad de Cristo Rey, Fiesta en la que se quiere recordar que Él es la recapitulación de toda la creación. La citada Fiesta va precedida por éste y seguida por el primero de Adviento, en que las lecturas nos ofrecen la consideración de unos temas, relacionados con el más allá, con el fin del mundo, con nuestro fin y cómo hemos de actuar, precisamente, antes de que nos llegue ese día. En todo caso, ello jamás nos debe llevar a vivir apesadumbrados bajo el temor y la tristeza, sino a la confianza de un Cristo Rey que nos ama y está siempre con nosotros.

Hoy la reflexión sobre el futuro se nos ofrece no sólo en el evangelio y en la primera lectura, sino también en la segunda, tomada de la Carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica. Para la preparación para el acontecimiento final, en el que nosotros seremos protagonistas, se nos ofrece como primicia, nuestra participación en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, a la que debe acompañar nuestro esfuerzo para construir un mundo más humano y cristiano. Podremos pasar por momentos de desánimo al no ver un resultado positivo e inmediato; reafirmemos nuestra convicción: el esfuerzo no ha sido en balde.

El profeta Malaquías, que vivió en el siglo V antes de Cristo, insiste en la urgente necesidad de ajustar la vida a las exigencias de la ley y es que “el día del Señor”, el encuentro con Él, se acerca y pide la implantación de la justicia en su doble dimensión: adoración de Dios y reconocimiento de los derechos del hombre, en otras palabras, amar a Dios y al prójimo, que así lo pide el decálogo. Quien no cumpla el doble precepto será castigado, dice el profeta.

Jesús en el evangelio, ante la maravilla del templo de Jerusalén, tras anunciarles a los apóstoles que de aquel edificio no quedará piedra sobre piedra, pasa a hablarles de otros acontecimientos futuros: la destrucción de la ciudad, guerras, epidemias, hambres, aludiendo también al fin del mundo. Y ante la pregunta de los apóstoles sobre las fechas de esos acontecimientos, Jesús no dio respuesta alguna; se limitó a aconsejar prudencia para no dejarse engañar por cualquier falso iluminado. San Agustín nos dirá que Dios nos oculta las fechas de esos días para que vivamos nuestra fidelidad durante todos los días. Sabemos, sí, que la destrucción del templo, de la ciudad y la persecución y dispersión del pueblo tuvo lugar en el año 70, cuando las legiones romanas entraron a sangre y fuego en la ciudad.

En cuanto al fin del mundo anunciado por el Señor, hay que decir que no pretendía infundirnos miedo alguno, sino una esperanza serena e incluso gozosa en las dificultades por las que estemos pasando. Quiere Él, sin duda alguna, que lo que nos debe preocupar es nuestro propio fin, preocupación ésta que nos debe llevar actuar con sosiego y confianza para que en la escena final estemos entre aquellos a quienes el Señor les dirá: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación de mundo (Mt 25, 34). En efecto, a los que caminamos por este mundo en medio de sustos y fatigas, nos debe interesar saber que nuestro destino, es un destino de victoria y de felicidad.

El error sobre el anuncio del fin del mundo turbó a los primeros cristianos. Los habitantes de la ciudad griega de Tesalónica a quienes dirigió san Pablo la 2ª Carta, a la que pertenecía el pasaje que hemos leído fueron víctimas de este error y de sus consecuencias: Cruzarse de brazos… ¿Para qué trabajar si era inminente el fin del mundo? Al parecer, algunos pensaban que valía más rezar, otros ni siquiera eso. No, -les dice Pablo- hay que trabajar, como él mismo lo hace. El trabajo, en cualquiera de sus formas, manual o intelectual, no es un mandamiento especial, pro sí es una ley que lo impregna todo. “El ave nació para volar y el hombre para trabajar”, dijo alguien. El apóstol san Pablo se muestra tajante: Si alguno no quiere trabajar, que no coma (2 Tes 3, 10).

Creado a imagen de Dios, el ser humano debe imitar y continuar la acción de Dios sobre el mundo, porque “cuanto más trabaja el hombre más creador es Dios”, precisamente, a través del hombre mismo; los ninis, entre los que hay algunos más que no son tan jóvenes, han frustrado su más propia vocación. Por otra parte, el final de los tiempos no es inminente; pero la alusión a él hecha por Cristo sí va en serio, porque nos orienta a una vida comprometida, vida de peregrinos que se dirigen hacia una meta y no se quedan parados en el camino o se desvían por otras rutas que podrán resultarles más agradables, pero que no les llevarán al encuentro final con lo que les había prometido el Señor.

Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). Así termina el pasaje evangélico que leíamos hoy, palabras de Jesús que nos llevan a preguntarnos: ¿Por qué nuestras almas? Pues sí, porque en el leguaje bíblico, el alma equivale a la vida, a la persona misma; ello nos lleva a concluir que con la ayuda de Dios y nuestro esfuerzo somos capaces de salir con éxito a enfrentarnos a los obstáculos con que podamos encontrarnos.

Nos acercamos al final del año litúrgico, que culminará el próximo domingo con la Solemnidad de Cristo Rey, Fiesta en la que se quiere recordar que Él es la recapitulación de toda la creación. La citada Fiesta va precedida por éste y seguida por el primero de Adviento, en que las lecturas nos ofrecen la consideración de unos temas, relacionados con el más allá, con el fin del mundo, con nuestro fin y cómo hemos de actuar, precisamente, antes de que nos llegue ese día. En todo caso, ello jamás nos debe llevar a vivir apesadumbrados bajo el temor y la tristeza, sino a la confianza de un Cristo Rey que nos ama y está siempre con nosotros.

Hoy la reflexión sobre el futuro se nos ofrece no sólo en el evangelio y en la primera lectura, sino también en la segunda, tomada de la Carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica. Para la preparación para el acontecimiento final, en el que nosotros seremos protagonistas, se nos ofrece como primicia, nuestra participación en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, a la que debe acompañar nuestro esfuerzo para construir un mundo más humano y cristiano. Podremos pasar por momentos de desánimo al no ver un resultado positivo e inmediato; reafirmemos nuestra convicción: el esfuerzo no ha sido en balde.

El profeta Malaquías, que vivió en el siglo V antes de Cristo, insiste en la urgente necesidad de ajustar la vida a las exigencias de la ley y es que “el día del Señor”, el encuentro con Él, se acerca y pide la implantación de la justicia en su doble dimensión: adoración de Dios y reconocimiento de los derechos del hombre, en otras palabras, amar a Dios y al prójimo, que así lo pide el decálogo. Quien no cumpla el doble precepto será castigado, dice el profeta.

Jesús en el evangelio, ante la maravilla del templo de Jerusalén, tras anunciarles a los apóstoles que de aquel edificio no quedará piedra sobre piedra, pasa a hablarles de otros acontecimientos futuros: la destrucción de la ciudad, guerras, epidemias, hambres, aludiendo también al fin del mundo. Y ante la pregunta de los apóstoles sobre las fechas de esos acontecimientos, Jesús no dio respuesta alguna; se limitó a aconsejar prudencia para no dejarse engañar por cualquier falso iluminado. San Agustín nos dirá que Dios nos oculta las fechas de esos días para que vivamos nuestra fidelidad durante todos los días. Sabemos, sí, que la destrucción del templo, de la ciudad y la persecución y dispersión del pueblo tuvo lugar en el año 70, cuando las legiones romanas entraron a sangre y fuego en la ciudad.

En cuanto al fin del mundo anunciado por el Señor, hay que decir que no pretendía infundirnos miedo alguno, sino una esperanza serena e incluso gozosa en las dificultades por las que estemos pasando. Quiere Él, sin duda alguna, que lo que nos debe preocupar es nuestro propio fin, preocupación ésta que nos debe llevar actuar con sosiego y confianza para que en la escena final estemos entre aquellos a quienes el Señor les dirá: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación de mundo (Mt 25, 34). En efecto, a los que caminamos por este mundo en medio de sustos y fatigas, nos debe interesar saber que nuestro destino, es un destino de victoria y de felicidad.

El error sobre el anuncio del fin del mundo turbó a los primeros cristianos. Los habitantes de la ciudad griega de Tesalónica a quienes dirigió san Pablo la 2ª Carta, a la que pertenecía el pasaje que hemos leído fueron víctimas de este error y de sus consecuencias: Cruzarse de brazos… ¿Para qué trabajar si era inminente el fin del mundo? Al parecer, algunos pensaban que valía más rezar, otros ni siquiera eso. No, -les dice Pablo- hay que trabajar, como él mismo lo hace. El trabajo, en cualquiera de sus formas, manual o intelectual, no es un mandamiento especial, pro sí es una ley que lo impregna todo. “El ave nació para volar y el hombre para trabajar”, dijo alguien. El apóstol san Pablo se muestra tajante: Si alguno no quiere trabajar, que no coma (2 Tes 3, 10).

Creado a imagen de Dios, el ser humano debe imitar y continuar la acción de Dios sobre el mundo, porque “cuanto más trabaja el hombre más creador es Dios”, precisamente, a través del hombre mismo; los ninis, entre los que hay algunos más que no son tan jóvenes, han frustrado su más propia vocación. Por otra parte, el final de los tiempos no es inminente; pero la alusión a él hecha por Cristo sí va en serio, porque nos orienta a una vida comprometida, vida de peregrinos que se dirigen hacia una meta y no se quedan parados en el camino o se desvían por otras rutas que podrán resultarles más agradables, pero que no les llevarán al encuentro final con lo que les había prometido el Señor.

Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). Así termina el pasaje evangélico que leíamos hoy, palabras de Jesús que nos llevan a preguntarnos: ¿Por qué nuestras almas? Pues sí, porque en el leguaje bíblico, el alma equivale a la vida, a la persona misma; ello nos lleva a concluir que con la ayuda de Dios y nuestro esfuerzo somos capaces de salir con éxito a enfrentarnos a los obstáculos con que podamos encontrarnos.

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