/ martes 18 de febrero de 2020

Es necesario y productivo apoyar la labor del maestro

Un servidor de ustedes, mis amables lectores; soy un modesto profesor de educación primaria jubilado, después de haber laborado sesenta años, la mayor parte de mi vida profesional allá tras la montaña, en el corazón de la Sierra Madre Occidental, entre montes y quebradas, conviviendo felizmente con personas francas, sinceras, abiertas, honestas, en comunidades humildes pero engrandecidas por la belleza natural que resalta la serranía.

He convivido ufano con familias del campo y la barranca, con obreros y proletarios, empleados y profesionistas, políticos y gobernantes; entrelazando esfuerzos, criterios y experiencias para juntos bregar por la custodia y aprendizaje de las nuevas generaciones, a fin de que, en un futuro próximo y dignamente sobresaliente, conlleven con honor la antorcha del deber y del saber.

Precisamente mis escritos van encaminados a fortalecer, motivar y reconocer la labor del maestro que se entrega con amor a su profesión; a reclamar al inconsciente que no tiene empacho en desgraciar la felicidad del educando; al padre de familia que reclama desesperado la palabra del maestro para llenar de gloria el futuro de sus hijos; al niño inquieto y carismático que llora de alegría cuando su maestro tan querido lo orienta con cariño o, de tristeza y sentimiento cuando se olvida de él y lo abandona en su inocencia.

Mi pensamiento enarbola ahora la bandera de la unidad para juntos gestar la fuerza que detenga el avance fulminante de indolencia y mediocridad que mucho ha deteriorado la imagen institucional del maestro.

Mi fe y devoción por mis seres queridos se rebelan indignados por esa ola de corrupción, imprudencia y degradación que contaminan nuestro ambiente a través de la ausencia de valores que mucho han perjudicado la vida de familias, escuelas y sociedad en general. Es preciso iniciar con el amanecer de cada nuevo día bendiciendo a nuestros hijos con la luz de la verdad, abrevando al educando con la fuerza del saber y consolidando la juventud con el poder del amor y la razón. La aberrante consecuencia que vive el país, es producto de la odiosa crisis de dignidad que nos embarga, infectando nuestra calidad humana.

Tenemos un crecimiento material, científico y tecnológico en contraste con el malestar moral, social, económico y cultural que arrastramos por el Siglo XXI; lo que nos obliga a hacer una cuestionada reflexión. Esto ha dado origen a una proliferación de jóvenes desadaptados, a una inmoralidad generalizada y a un avance criminal del narcotráfico, que ha repercutido en insuficiencia y abulia y ha llegado a la extrema necesidad de propiciar otros medios más precisos para transformar moral y científicamente a la sociedad.

Por esta razón considero urgente una exclusiva formación de valores en las escuelas; y no sólo en las escuelas sino en toda rinconada cultural de la sociedad. Debemos sublimar voluntades, enriquecer capacidades, acrisolar propósitos y consagrar una fe inquebrantable a México y por consiguiente a Durango; para que, conjugando fines y madurando acciones de calidad, tanto gobierno como demás autoridades, maestros y comunidades, fundidos en una misma meta, combatamos esta calamidad del siglo que cada día cobra más fuerza y tiene como amargo designio llevarnos a una destrucción.

Pero a los primeros que esencialmente hay que preparar son a las generaciones que vienen detrás de nosotros; a esos niños, adolescentes y jóvenes que está en proceso la edificación de su futuro y que requieren de la cimentación de experiencias imperecederas.

Si las raíces del encéfalo llegan al corazón, una educación en valores debidamente programada, dará un verdadero sentido humano al quehacer educativo. Si en la educación es determinante la labor consciente, humana y decidida del docente, con mayor razón cuando la formación está sustentada en principios éticos e institucionales para guiar y promover la evolución del educando.

Convencidos de esta necesidad, es urgente interpretar que, para obtener una autonomía moral, debe sembrarse para que germine desde el interior del ser humano y que no sea impuesta como una obligada norma del exterior. La formación ética del niño debe partir de adentro hacia afuera, para que él mismo vaya construyendo su realidad personal y social. Si logramos transportar al educando a su propia región espiritual, es enfrentarlo a su conciencia para que el mismo descubra su identidad, le de vida a su vocación, sea protagonista esencial de su aprendizaje y responsable en su misión.

Con este artículo dedico mi pensamiento y mi corazón a los intrépidos e incondicionales maestros de la sierra, quienes, en las apartadas, solitarias y aventuradas comunidades del medio rural consumen su juventud y su vida poniendo al servicio de la colectividad, la nobleza de su pensamiento y la fe de su corazón, a través de acciones anónimas llenas de humanidad y heroísmo, para liberar a los pueblos de la ignorancia y la pobreza y, motivarlos para que construyan su actualidad con una simiente fecunda de cultura que de vida a un porvenir prometedor.

Un servidor de ustedes, mis amables lectores; soy un modesto profesor de educación primaria jubilado, después de haber laborado sesenta años, la mayor parte de mi vida profesional allá tras la montaña, en el corazón de la Sierra Madre Occidental, entre montes y quebradas, conviviendo felizmente con personas francas, sinceras, abiertas, honestas, en comunidades humildes pero engrandecidas por la belleza natural que resalta la serranía.

He convivido ufano con familias del campo y la barranca, con obreros y proletarios, empleados y profesionistas, políticos y gobernantes; entrelazando esfuerzos, criterios y experiencias para juntos bregar por la custodia y aprendizaje de las nuevas generaciones, a fin de que, en un futuro próximo y dignamente sobresaliente, conlleven con honor la antorcha del deber y del saber.

Precisamente mis escritos van encaminados a fortalecer, motivar y reconocer la labor del maestro que se entrega con amor a su profesión; a reclamar al inconsciente que no tiene empacho en desgraciar la felicidad del educando; al padre de familia que reclama desesperado la palabra del maestro para llenar de gloria el futuro de sus hijos; al niño inquieto y carismático que llora de alegría cuando su maestro tan querido lo orienta con cariño o, de tristeza y sentimiento cuando se olvida de él y lo abandona en su inocencia.

Mi pensamiento enarbola ahora la bandera de la unidad para juntos gestar la fuerza que detenga el avance fulminante de indolencia y mediocridad que mucho ha deteriorado la imagen institucional del maestro.

Mi fe y devoción por mis seres queridos se rebelan indignados por esa ola de corrupción, imprudencia y degradación que contaminan nuestro ambiente a través de la ausencia de valores que mucho han perjudicado la vida de familias, escuelas y sociedad en general. Es preciso iniciar con el amanecer de cada nuevo día bendiciendo a nuestros hijos con la luz de la verdad, abrevando al educando con la fuerza del saber y consolidando la juventud con el poder del amor y la razón. La aberrante consecuencia que vive el país, es producto de la odiosa crisis de dignidad que nos embarga, infectando nuestra calidad humana.

Tenemos un crecimiento material, científico y tecnológico en contraste con el malestar moral, social, económico y cultural que arrastramos por el Siglo XXI; lo que nos obliga a hacer una cuestionada reflexión. Esto ha dado origen a una proliferación de jóvenes desadaptados, a una inmoralidad generalizada y a un avance criminal del narcotráfico, que ha repercutido en insuficiencia y abulia y ha llegado a la extrema necesidad de propiciar otros medios más precisos para transformar moral y científicamente a la sociedad.

Por esta razón considero urgente una exclusiva formación de valores en las escuelas; y no sólo en las escuelas sino en toda rinconada cultural de la sociedad. Debemos sublimar voluntades, enriquecer capacidades, acrisolar propósitos y consagrar una fe inquebrantable a México y por consiguiente a Durango; para que, conjugando fines y madurando acciones de calidad, tanto gobierno como demás autoridades, maestros y comunidades, fundidos en una misma meta, combatamos esta calamidad del siglo que cada día cobra más fuerza y tiene como amargo designio llevarnos a una destrucción.

Pero a los primeros que esencialmente hay que preparar son a las generaciones que vienen detrás de nosotros; a esos niños, adolescentes y jóvenes que está en proceso la edificación de su futuro y que requieren de la cimentación de experiencias imperecederas.

Si las raíces del encéfalo llegan al corazón, una educación en valores debidamente programada, dará un verdadero sentido humano al quehacer educativo. Si en la educación es determinante la labor consciente, humana y decidida del docente, con mayor razón cuando la formación está sustentada en principios éticos e institucionales para guiar y promover la evolución del educando.

Convencidos de esta necesidad, es urgente interpretar que, para obtener una autonomía moral, debe sembrarse para que germine desde el interior del ser humano y que no sea impuesta como una obligada norma del exterior. La formación ética del niño debe partir de adentro hacia afuera, para que él mismo vaya construyendo su realidad personal y social. Si logramos transportar al educando a su propia región espiritual, es enfrentarlo a su conciencia para que el mismo descubra su identidad, le de vida a su vocación, sea protagonista esencial de su aprendizaje y responsable en su misión.

Con este artículo dedico mi pensamiento y mi corazón a los intrépidos e incondicionales maestros de la sierra, quienes, en las apartadas, solitarias y aventuradas comunidades del medio rural consumen su juventud y su vida poniendo al servicio de la colectividad, la nobleza de su pensamiento y la fe de su corazón, a través de acciones anónimas llenas de humanidad y heroísmo, para liberar a los pueblos de la ignorancia y la pobreza y, motivarlos para que construyan su actualidad con una simiente fecunda de cultura que de vida a un porvenir prometedor.