¡Effetá!
Una persona con un problema auditivo de nacimiento difícilmente puede hablar. No es que haya una conexión física entre la sordera y el ser mudo, pues perfectamente se pueden hacer sonidos; de hecho, se tiene la capacidad para hablar perfectamente: cuenta con facultades para hablar y sus cuerdas vocales pueden emitir sonidos y palabras. El problema es que al no escuchar, no reciben los estímulos auditivos que les permiten imitar y practicar el habla. De ahí la necesidad de escuchar para poder hablar, o, dicho de otro modo, el que no escucha, no habla.
Y a la inversa, una persona habla lo que escucha. Si nos fijamos en un niño imita lo que escucha. Un niño que solo ve dibujos animados hablará de la manera que ellos hablan, no estaría mal. Pero piensen en los niños cuyos papás se dirigen a ellos con palabras altisonantes, en medio de gritos; o cuando los jóvenes escuchan solo canciones que denigran a la mujer o ensalzan la violencia. ¿De qué hablarán? Hablamos lo que escuchamos.
El evangelio de San Marcos, en el capítulo 7, narra el episodio en que Jesús se encuentra con un hombre sordo y tartamudo. Dice: «Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!” (que quiere decir “¡Ábrete!”). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad» (vv. 32-35).
Lo primero que Jesús le hace es que aprenda a escuchar para que después pueda hablar. Sus gestos tocando los oídos y la lengua por sí mismos no solucionan el problema, es la palabra de Jesús, ¡Effetá!, la que «abre» a esa persona necesitada. Recordemos, quien escucha, habla. El que escucha a Jesús, habla. Pero para eso es necesario ¡abrirnos!
Muchas veces aunque nuestros oídos están bien, aunque nuestra lengua está capacitada, no escuchamos y no hablamos. Estamos cerrados. No hay más sordo que el que no quiere oír, podríamos decir utilizando el proverbio clásico aplicado aquí al oído. Y por eso es necesario abrir de nuevo el oído, a una forma nueva de entender la vida, a una forma nueva de escuchar a Jesús. Y es que nos «cerramos» porque muchas veces no queremos escuchar palabras que nos enfrentan a nuestras propias realidades decadentes, o porque nos encerramos en nuestras propias comodidades y esquemas. Necesitamos dejar llegar la novedad de Jesús con su buena nueva, más grande y mejor que la que el mundo nos ofrece, aunque esta se presente más llamativa o placentera.
¡Effetá!, ábrete a escuchar de nuevo a Dios para hablar de cosas de Dios. ¡Effetá!, ábrete a una vida mejor, atreviéndote a renunciar de una vez por todas a todos esos vicios y esclavitudes que te encadenan. ¡Effetá!, ábrete a perspectivas nuevas, a retos que te motiven, a mejores relaciones familiares, más humanas, mejores. ¡Effetá!, ábrete por fin a un modo nuevo de comunicarte y relacionarte. ¡Effetá!, ábrete de nuevo a Dios. Si dejamos entrar a Jesús por medio de su palabra, se nos soltará esa traba de la lengua que muchas veces tenemos, encontrando la valentía para decir las cosas que tenemos que decir con las palabras adecuadas en el momento adecuado. Porque con Dios se purifica nuestro oído y se nos suelta nuestra lengua. Escuchamos a Dios y hablamos mejor.
Esta pequeña palabra resume en sí toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que por el pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a comunicar con Dios y con los demás.
El día de nuestro bautismo, al quedar purificados por el agua y recibir el Espíritu Santo, a todos se nos realiza un signo: el sacerdote celebrante traza una cruz sobre nuestro oído y sobre nuestra boca mientras dice: «¡Effetá! El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén». A todos se nos ha abierto el corazón y la mente para recibir a Dios en nuestra vida. No lo cierres, no cierres tus oídos a Dios, ¡Effetá!, ¡Ábrete!
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