/ miércoles 19 de enero de 2022

Historia olvidada de “El Manchado”

En el Panteón de Oriente de Durango, reposan los restos del famoso torero Carlos López “El Manchado”; una historia singular su triste final que aquí relatamos. Era el mes de agosto de 1896, cuando la prensa local durangueña describió el suceso como sigue:

“El torero… fue cogido de una manera terrible, por el primer toro que se lidió en la corrida del domingo nueve de agosto al poner su segundo par de banderillas”. El matador fue atendido por el prestigiado médico durangueño Mariano Herrera, con un diagnóstico alarmante, que fue descrito por el periódico local “El Estandarte” con fecha 15 de agosto de 1896: “La herida está situada en el hipocondrio derecho y su trayecto es oblicuo hacia arriba y hacia adentro. Penetró en la cavidad abdominal por uno de los últimos espacios intercostales desgarrando considerablemente la pared costo – diafragmática y el peritoneo, contundiendo el epiplón. Para hacer la sutura del peritoneo y la resección del epiplón, hubo que extraer un fragmento de costilla”.

Finalmente falleció ese mes de agosto de 1896 a la edad de 45 años el famoso torero que durante su vida como matador de toros recibió un sinfín de cornadas. El doctor Herrera, que fue el médico de la plaza certificó su defunción. A pesar del improvisado espacio clínico a las afueras del redondel el galeno realizó un verdadero esfuerzo médico, no obstante, el escaso instrumental que llevaba consigo para las emergencias ahí surgidas; sin embargo, el éxito en sus operaciones entre los toreros heridos en ocasiones solían resultar funestas como el caso de Carlos López El Manchado.

Conforme al reglamento taurino los primeros auxilios se efectuaban en la enfermería de la plaza y de acuerdo a la evolución de la lesión el médico optaba por autorizar o no su traslado al Hospital Civil, que se encontraba a pocos metros del redondel. Las condiciones de la enfermería no eran las óptimas, ya que para los empresarios taurinos y las autoridades locales no representaba una prioridad y poca atención y cuidado le brindaban; en ocasiones las lesiones se agravaban por la falta de higiene que era bastante común en el espacio eventualmente consagrado para la atención de los heridos en la arena taurina.

Un ejemplo de ello, lo proporciona el durangueño Xavier Gómez en sus reseñas gráficas de “Bojedades” donde nos ilustra que la enfermería de la plaza de toros era impresionante y constaba de un cuartucho sucio de 3 x 4 metros, ubicado al lado derecho de la puerta de entrada de las gradas de sombra, frente a la Alameda.

En dicha enfermería estaba colocada en el centro una especie sala de operaciones formada de adobes con argollas en sus cuatro lados que se utilizaba para amarrar al paciente en caso necesario. La mesa estaba enjarrada o aplanada con mezcla de cal y arena y se blanqueaba con cal cada uno o dos años. Cuando algún torero resultaba herido durante la corrida, se realizaba la limpieza con un plumero y se barría la basura, el polvo y la tierra y dependiendo de la gravedad de la operación amarraban al paciente a las argollas con las reatas de los lazadores. Lamentablemente se extraviaron los registros del lugar exacto donde reposan sus restos.

El éxito en sus operaciones entre los toreros heridos en ocasiones solían resultar funestas como el caso de El Manchado.

En el Panteón de Oriente de Durango, reposan los restos del famoso torero Carlos López “El Manchado”; una historia singular su triste final que aquí relatamos. Era el mes de agosto de 1896, cuando la prensa local durangueña describió el suceso como sigue:

“El torero… fue cogido de una manera terrible, por el primer toro que se lidió en la corrida del domingo nueve de agosto al poner su segundo par de banderillas”. El matador fue atendido por el prestigiado médico durangueño Mariano Herrera, con un diagnóstico alarmante, que fue descrito por el periódico local “El Estandarte” con fecha 15 de agosto de 1896: “La herida está situada en el hipocondrio derecho y su trayecto es oblicuo hacia arriba y hacia adentro. Penetró en la cavidad abdominal por uno de los últimos espacios intercostales desgarrando considerablemente la pared costo – diafragmática y el peritoneo, contundiendo el epiplón. Para hacer la sutura del peritoneo y la resección del epiplón, hubo que extraer un fragmento de costilla”.

Finalmente falleció ese mes de agosto de 1896 a la edad de 45 años el famoso torero que durante su vida como matador de toros recibió un sinfín de cornadas. El doctor Herrera, que fue el médico de la plaza certificó su defunción. A pesar del improvisado espacio clínico a las afueras del redondel el galeno realizó un verdadero esfuerzo médico, no obstante, el escaso instrumental que llevaba consigo para las emergencias ahí surgidas; sin embargo, el éxito en sus operaciones entre los toreros heridos en ocasiones solían resultar funestas como el caso de Carlos López El Manchado.

Conforme al reglamento taurino los primeros auxilios se efectuaban en la enfermería de la plaza y de acuerdo a la evolución de la lesión el médico optaba por autorizar o no su traslado al Hospital Civil, que se encontraba a pocos metros del redondel. Las condiciones de la enfermería no eran las óptimas, ya que para los empresarios taurinos y las autoridades locales no representaba una prioridad y poca atención y cuidado le brindaban; en ocasiones las lesiones se agravaban por la falta de higiene que era bastante común en el espacio eventualmente consagrado para la atención de los heridos en la arena taurina.

Un ejemplo de ello, lo proporciona el durangueño Xavier Gómez en sus reseñas gráficas de “Bojedades” donde nos ilustra que la enfermería de la plaza de toros era impresionante y constaba de un cuartucho sucio de 3 x 4 metros, ubicado al lado derecho de la puerta de entrada de las gradas de sombra, frente a la Alameda.

En dicha enfermería estaba colocada en el centro una especie sala de operaciones formada de adobes con argollas en sus cuatro lados que se utilizaba para amarrar al paciente en caso necesario. La mesa estaba enjarrada o aplanada con mezcla de cal y arena y se blanqueaba con cal cada uno o dos años. Cuando algún torero resultaba herido durante la corrida, se realizaba la limpieza con un plumero y se barría la basura, el polvo y la tierra y dependiendo de la gravedad de la operación amarraban al paciente a las argollas con las reatas de los lazadores. Lamentablemente se extraviaron los registros del lugar exacto donde reposan sus restos.

El éxito en sus operaciones entre los toreros heridos en ocasiones solían resultar funestas como el caso de El Manchado.