/ domingo 23 de junio de 2019

Iniciativa de reforma electoral ha unificado la opinión en contra

Las reformas a las leyes que norman las obligaciones y derechos de las instituciones y los ciudadanos, son para actualizarlas y adecuarlas conforme las circunstancias se transformen.

Hasta ahí todo bien, inclusive como se daba en el pasado reciente, con parches al marco jurídico para erigir fachadas que escondían intenciones para tratar de “llevar agua a su molino”, por parte de gobernantes que solían anhelar determinados controles, pero que estarían de acuerdo, al menos de dientes para afuera, con caminar hacia adelante para ciudadanizar y por ende democratizar los comicios.

Y eso está demostrado con las instituciones ciudadanizadas que ahora son las encargadas de que las jornadas de las elecciones constitucionales transcurran en estricto apego a lo que establece la normatividad, que los partidos políticos convinieron con anticipación, aunque en ocasiones, cuando pierden o ganan, exijan cambios. Tal vez por eso la sociedad cada vez crea menos en los políticos.

Pero cuando hablan de regresar al pasado “oscuro” en que el gobierno aparentó elecciones, e incluso “provocó la caída del sistema” cuando no le convenían los resultados, la sociedad mexicana se alerta y unifica en contra de dar uno o dos o más pasos atrás en lo que se ha logrado.

Tal parece que aún quedan resquicios de esas mentalidades autoritarias que añoran con devolver el tiempo a las épocas en que la figura presidencial lo era todo, y lo que decía se aplicaba ipso facto, so pena de no acatarlo, de quedar fuera del “sistema”.

Lo anterior viene a colación por la polémica que ha generado la iniciativa en el Congreso federal tendiente a enmendar la normatividad electoral, y que contiene propuestas, según se han socializado, para desaparecer, por ejemplo, los organismos locales encargados del arbitraje de los comicios estatales y municipales.

De acuerdo a lo que ha trascendido en los diferentes carriles de los hacedores de opinión, hay una preocupación legítima por el impacto que ocasionaría desaparecer de un plumazo, no solamente los OPLE, sino también los tribunales de los Estados en la materia.

Lo peor sería que tras el supuesto propósito de reducir costos económicos en los procesos electorales, para cambiar las reglas del juego, esté el regresar el control al gobierno federal, de la organización de las elecciones constitucionales, lo que significaría una aberración.

Una cosa es pretender que se disminuyan los gastos presupuestados en el erario público destinados a los partidos políticos y las elecciones, y otra que se aproveche el escenario de controversia que se ha generado, para tratar de cortar de tajo las instituciones que han significado avances en la construcción de la estructura electoral.

Loable también es que se busquen establecer los mecanismos legales que impidan el ingreso de financiamientos clandestinos, y que ha sido precisamente lo que genera inequidad e incertidumbre en algunos casos, pero eso no debe ser pretexto para “borrar” a entes ciudadanos que con errores perfectibles han sacado delante de manera exitosa las jornadas electorales locales. Al menos es lo que polemizan los encrustados precisamente en esos organismos.

Ojalá los responsables de las iniciativas para reformar la Ley Electoral, que todos dicen son diputados de Morena, esgriman condiciones y conceptos que dispersen luz a la controversia, que al final se decidirá en el seno del Congreso de la Unión, pero que bien vale la pena que toda la sociedad conozca.

La ciudadanía está de acuerdo, como lo ha manifestado en sondeos de opinión, en que las obesas Cámaras Legislativas, tanto del Congreso de la Unión como de los estados “enflaquen” sus cuerpos parlamentarios. Esta modificación sí tiene el consenso a favor.

Asimismo, que se estrechen los fondos económicos, disfrazados en prerrogativas que se entregan sin condición alguna a las empresas familiares y particulares en que se han convertido los partidos políticos.

Según se ha socializado, en el fondo lo que se pretende es un “árbitro electoral a modo” del presidente de la República, lo que representaría, de ser cierto, una paradoja a lo que ha movilizado siempre al ocupante de la silla principal del Palacio Nacional. La sociedad madura tiene la última palabra.

Las reformas a las leyes que norman las obligaciones y derechos de las instituciones y los ciudadanos, son para actualizarlas y adecuarlas conforme las circunstancias se transformen.

Hasta ahí todo bien, inclusive como se daba en el pasado reciente, con parches al marco jurídico para erigir fachadas que escondían intenciones para tratar de “llevar agua a su molino”, por parte de gobernantes que solían anhelar determinados controles, pero que estarían de acuerdo, al menos de dientes para afuera, con caminar hacia adelante para ciudadanizar y por ende democratizar los comicios.

Y eso está demostrado con las instituciones ciudadanizadas que ahora son las encargadas de que las jornadas de las elecciones constitucionales transcurran en estricto apego a lo que establece la normatividad, que los partidos políticos convinieron con anticipación, aunque en ocasiones, cuando pierden o ganan, exijan cambios. Tal vez por eso la sociedad cada vez crea menos en los políticos.

Pero cuando hablan de regresar al pasado “oscuro” en que el gobierno aparentó elecciones, e incluso “provocó la caída del sistema” cuando no le convenían los resultados, la sociedad mexicana se alerta y unifica en contra de dar uno o dos o más pasos atrás en lo que se ha logrado.

Tal parece que aún quedan resquicios de esas mentalidades autoritarias que añoran con devolver el tiempo a las épocas en que la figura presidencial lo era todo, y lo que decía se aplicaba ipso facto, so pena de no acatarlo, de quedar fuera del “sistema”.

Lo anterior viene a colación por la polémica que ha generado la iniciativa en el Congreso federal tendiente a enmendar la normatividad electoral, y que contiene propuestas, según se han socializado, para desaparecer, por ejemplo, los organismos locales encargados del arbitraje de los comicios estatales y municipales.

De acuerdo a lo que ha trascendido en los diferentes carriles de los hacedores de opinión, hay una preocupación legítima por el impacto que ocasionaría desaparecer de un plumazo, no solamente los OPLE, sino también los tribunales de los Estados en la materia.

Lo peor sería que tras el supuesto propósito de reducir costos económicos en los procesos electorales, para cambiar las reglas del juego, esté el regresar el control al gobierno federal, de la organización de las elecciones constitucionales, lo que significaría una aberración.

Una cosa es pretender que se disminuyan los gastos presupuestados en el erario público destinados a los partidos políticos y las elecciones, y otra que se aproveche el escenario de controversia que se ha generado, para tratar de cortar de tajo las instituciones que han significado avances en la construcción de la estructura electoral.

Loable también es que se busquen establecer los mecanismos legales que impidan el ingreso de financiamientos clandestinos, y que ha sido precisamente lo que genera inequidad e incertidumbre en algunos casos, pero eso no debe ser pretexto para “borrar” a entes ciudadanos que con errores perfectibles han sacado delante de manera exitosa las jornadas electorales locales. Al menos es lo que polemizan los encrustados precisamente en esos organismos.

Ojalá los responsables de las iniciativas para reformar la Ley Electoral, que todos dicen son diputados de Morena, esgriman condiciones y conceptos que dispersen luz a la controversia, que al final se decidirá en el seno del Congreso de la Unión, pero que bien vale la pena que toda la sociedad conozca.

La ciudadanía está de acuerdo, como lo ha manifestado en sondeos de opinión, en que las obesas Cámaras Legislativas, tanto del Congreso de la Unión como de los estados “enflaquen” sus cuerpos parlamentarios. Esta modificación sí tiene el consenso a favor.

Asimismo, que se estrechen los fondos económicos, disfrazados en prerrogativas que se entregan sin condición alguna a las empresas familiares y particulares en que se han convertido los partidos políticos.

Según se ha socializado, en el fondo lo que se pretende es un “árbitro electoral a modo” del presidente de la República, lo que representaría, de ser cierto, una paradoja a lo que ha movilizado siempre al ocupante de la silla principal del Palacio Nacional. La sociedad madura tiene la última palabra.