/ sábado 30 de octubre de 2021

Institucionalidad, liderazgo y desarrollo

En una anterior oportunidad, nos referíamos al libro de los profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson titulado “Por qué fracasan los países” (Nueva York, Crown Publishers, 2012), en el cual estudian los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza.

Tomando como referencia esa misma obra, hablaremos ahora de la institucionalidad, el liderazgo y el desarrollo como tópicos interconectados a la hora de perfilar el éxito o el fracaso de las naciones. Ese elemento humano cobra una relevancia particular en los asuntos colectivos.

Y es que se trata de tres aspectos que Acemoglu y Robinson identifican como centrales en el progreso de un Estado. Por principio de cuentas, cuando hay élites que diseñan instituciones económicas para su enriquecimiento particular, perpetuando su poder a costa de la inmensa mayoría de las personas y sin que el gobierno haga algo al respecto, la desigualdad se acentúa y la distribución de la riqueza será todo menos justa.

La máxima institucionalidad que es la institucionalidad estatal nunca y bajo ninguna circunstancia puede quedar supeditada a la institucionalidad económica. La expoliación de los recursos por unos cuantos en detrimento de muchos es algo que caracteriza a los regímenes plutocráticos, en los que el poder político se confunde con el poder económico, a veces incluso al punto del paroxismo.

Por lo que respecta al liderazgo, es necesario señalar que la prédica y práctica de los presidentes, primeros ministros, partidos políticos, parlamentos y/o jueces constitucionales, redunda en la efectividad con la que se asume la ruta del progreso. Quienes toman las decisiones deberían hacerlo con base en un proceso racional, objetivo y sistematizado, a partir de elementos provenientes de una realidad social tangible.

Conectando este punto con el anterior, Acemoglu y Robinson señalan que las instituciones que fomentan la prosperidad crean bucles de feedback positivo, por lo que las oligarquías intentan minarlas; simultáneamente, las instituciones que crean pobreza también generan bucles de feedback -aunque estos no sean positivos- y pueden llegar a perdurar. Colocarse en uno o en otro lado de la balanza depende de la visión y la capacidad de las cabezas estatales.

Ahora bien, el desarrollo, como es bien sabido, no se reduce a su vertiente económica.

Importan igual o todavía más sus dimensiones social y humana. Nuestros autores sostienen que hay herencias de un pasado no tan distante que todavía lo imposibilitan, como el colonialismo, además de que algunos países aprovecharon la revolución industrial, las tecnologías y los métodos de organización mientras que otros no.

Por igual, la economía dual a partir de la cual hay sectores modernos y tradicionales conviviendo en el mismo espacio no siempre explica las asimetrías del desarrollo; éste, paradójicamente, en ocasiones se puede llegar a alimentar del subdesarrollo, lo cual puede explicar la conveniencia para algunas personas de que sigan existiendo zonas geográficas sumamente pobres y, desde luego, otras muy ricas.

El fracaso de los países es multifactorial, como también lo son los tres conceptos que planteábamos al principio y que se constituyen como los hilos conductores en la investigación de Acemoglu y Robinson: poder, prosperidad y pobreza. No puede haber derechos fundamentales ni democracia cuando los conductores de la vida pública contribuyen a profundizar las desigualdades, por acción o por omisión. Debemos cambiar el rumbo.

En una anterior oportunidad, nos referíamos al libro de los profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson titulado “Por qué fracasan los países” (Nueva York, Crown Publishers, 2012), en el cual estudian los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza.

Tomando como referencia esa misma obra, hablaremos ahora de la institucionalidad, el liderazgo y el desarrollo como tópicos interconectados a la hora de perfilar el éxito o el fracaso de las naciones. Ese elemento humano cobra una relevancia particular en los asuntos colectivos.

Y es que se trata de tres aspectos que Acemoglu y Robinson identifican como centrales en el progreso de un Estado. Por principio de cuentas, cuando hay élites que diseñan instituciones económicas para su enriquecimiento particular, perpetuando su poder a costa de la inmensa mayoría de las personas y sin que el gobierno haga algo al respecto, la desigualdad se acentúa y la distribución de la riqueza será todo menos justa.

La máxima institucionalidad que es la institucionalidad estatal nunca y bajo ninguna circunstancia puede quedar supeditada a la institucionalidad económica. La expoliación de los recursos por unos cuantos en detrimento de muchos es algo que caracteriza a los regímenes plutocráticos, en los que el poder político se confunde con el poder económico, a veces incluso al punto del paroxismo.

Por lo que respecta al liderazgo, es necesario señalar que la prédica y práctica de los presidentes, primeros ministros, partidos políticos, parlamentos y/o jueces constitucionales, redunda en la efectividad con la que se asume la ruta del progreso. Quienes toman las decisiones deberían hacerlo con base en un proceso racional, objetivo y sistematizado, a partir de elementos provenientes de una realidad social tangible.

Conectando este punto con el anterior, Acemoglu y Robinson señalan que las instituciones que fomentan la prosperidad crean bucles de feedback positivo, por lo que las oligarquías intentan minarlas; simultáneamente, las instituciones que crean pobreza también generan bucles de feedback -aunque estos no sean positivos- y pueden llegar a perdurar. Colocarse en uno o en otro lado de la balanza depende de la visión y la capacidad de las cabezas estatales.

Ahora bien, el desarrollo, como es bien sabido, no se reduce a su vertiente económica.

Importan igual o todavía más sus dimensiones social y humana. Nuestros autores sostienen que hay herencias de un pasado no tan distante que todavía lo imposibilitan, como el colonialismo, además de que algunos países aprovecharon la revolución industrial, las tecnologías y los métodos de organización mientras que otros no.

Por igual, la economía dual a partir de la cual hay sectores modernos y tradicionales conviviendo en el mismo espacio no siempre explica las asimetrías del desarrollo; éste, paradójicamente, en ocasiones se puede llegar a alimentar del subdesarrollo, lo cual puede explicar la conveniencia para algunas personas de que sigan existiendo zonas geográficas sumamente pobres y, desde luego, otras muy ricas.

El fracaso de los países es multifactorial, como también lo son los tres conceptos que planteábamos al principio y que se constituyen como los hilos conductores en la investigación de Acemoglu y Robinson: poder, prosperidad y pobreza. No puede haber derechos fundamentales ni democracia cuando los conductores de la vida pública contribuyen a profundizar las desigualdades, por acción o por omisión. Debemos cambiar el rumbo.