/ domingo 11 de noviembre de 2018

Intellego ut credam

La familia y la parroquia no siempre están transmitiendo de la mejor manera el valor de la fe.

La misión no ha cambiado y, aunque las dificultades para realizarla siguen siendo tantas, no deben cambiar tampoco el entusiasmo y la valentía que tuvieron los primeros cristianos. El Espíritu, que es también el mismo, continúa impulsando la barca de la iglesia para que boguemos mar adentro.

Las especiales características del mundo de hoy le exigen a los evangelizadores nuevas modalidades y nuevas respuestas si se quiere ofrecer a cada persona y a toda la sociedad un verdadero anuncio de esperanza. La secularización va modificando convicciones y costumbres y no esconde su propósito de excluir a Dios de la vida pública. Avanza el fenómeno de la fragmentación que asume la realidad sin una visión de conjunto. No faltan católicos que se sienten miembros de la Iglesia, pero el enfoque que tienen de la vida no corresponde al Evangelio.

La iglesia debe encontrar nuevos caminos para transmitir la forma de ser y de vivir que nos trajo Cristo, sin la cual la existencia personal queda privada de horizontes y posibilidades esenciales y la sociedad no logrará armonizar total e integralmente todas sus fuerzas en orden a una meta común en la historia. Hay que llevar a una comunión y a una participación reales a los católicos no sólo para que no vivan la fe como algo añadido a la existencia o que se usa sólo en ciertas ocasiones, sino también para que emprendan con vigor y audacia la tarea misionera. La familia y la parroquia no siempre están transmitiendo de la mejor manera el valor de la fe.

Por tanto, hay que convocar nuevos apóstoles y promover procesos concretos de formación para los niños, los jóvenes y adultos, que den no sólo conocimientos, sino que enseñen un modo de vida que permita estar alegres y aportar la luz y la fuerza que necesita la transformación del mundo. La iglesia existe para actuar como fermento y alma de la sociedad. Pablo VI decía: “Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la iglesia evangelizará al mundo”.

La dicha y la necesidad de ser misionera abren nuevos horizontes a nuestra Iglesia que, queriendo “recomenzar desde Cristo”, debe recorrer un camino de maduración que la capacite para ir al encuentro de toda persona, hablando el lenguaje cercano del testimonio, de la fraternidad y de la solidaridad. Por tanto, nos hemos de esforzar por ser una Iglesia viva, fiel y creíble, que se alimenta de la palabra de Dios y de la liturgia y que está al servicio del reino de Dios.

Propongámonos renovar las parroquias para que alimenten la fe con procesos serios de evangelización, de formación profunda y seria, y se despierte en todos el gozo de ser apóstoles.

Busquemos ser cristianos alegres, abiertos a los demás y coherentes con el compromiso de vivir como discípulos y misioneros de Jesucristo. Trabajemos porque los pastores sean un signo personal y límpido de Cristo que se entrega hasta dar la vida por los que les han sido confiados. Promovamos un laicado maduro, corresponsable con la misión de anunciar el Evangelio. Reforcemos, con entusiasmo y esperanza, la acción pastoral, teniendo una opción preferencial por los niños, los jóvenes, las familias y los pobres.


La familia y la parroquia no siempre están transmitiendo de la mejor manera el valor de la fe.

La misión no ha cambiado y, aunque las dificultades para realizarla siguen siendo tantas, no deben cambiar tampoco el entusiasmo y la valentía que tuvieron los primeros cristianos. El Espíritu, que es también el mismo, continúa impulsando la barca de la iglesia para que boguemos mar adentro.

Las especiales características del mundo de hoy le exigen a los evangelizadores nuevas modalidades y nuevas respuestas si se quiere ofrecer a cada persona y a toda la sociedad un verdadero anuncio de esperanza. La secularización va modificando convicciones y costumbres y no esconde su propósito de excluir a Dios de la vida pública. Avanza el fenómeno de la fragmentación que asume la realidad sin una visión de conjunto. No faltan católicos que se sienten miembros de la Iglesia, pero el enfoque que tienen de la vida no corresponde al Evangelio.

La iglesia debe encontrar nuevos caminos para transmitir la forma de ser y de vivir que nos trajo Cristo, sin la cual la existencia personal queda privada de horizontes y posibilidades esenciales y la sociedad no logrará armonizar total e integralmente todas sus fuerzas en orden a una meta común en la historia. Hay que llevar a una comunión y a una participación reales a los católicos no sólo para que no vivan la fe como algo añadido a la existencia o que se usa sólo en ciertas ocasiones, sino también para que emprendan con vigor y audacia la tarea misionera. La familia y la parroquia no siempre están transmitiendo de la mejor manera el valor de la fe.

Por tanto, hay que convocar nuevos apóstoles y promover procesos concretos de formación para los niños, los jóvenes y adultos, que den no sólo conocimientos, sino que enseñen un modo de vida que permita estar alegres y aportar la luz y la fuerza que necesita la transformación del mundo. La iglesia existe para actuar como fermento y alma de la sociedad. Pablo VI decía: “Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la iglesia evangelizará al mundo”.

La dicha y la necesidad de ser misionera abren nuevos horizontes a nuestra Iglesia que, queriendo “recomenzar desde Cristo”, debe recorrer un camino de maduración que la capacite para ir al encuentro de toda persona, hablando el lenguaje cercano del testimonio, de la fraternidad y de la solidaridad. Por tanto, nos hemos de esforzar por ser una Iglesia viva, fiel y creíble, que se alimenta de la palabra de Dios y de la liturgia y que está al servicio del reino de Dios.

Propongámonos renovar las parroquias para que alimenten la fe con procesos serios de evangelización, de formación profunda y seria, y se despierte en todos el gozo de ser apóstoles.

Busquemos ser cristianos alegres, abiertos a los demás y coherentes con el compromiso de vivir como discípulos y misioneros de Jesucristo. Trabajemos porque los pastores sean un signo personal y límpido de Cristo que se entrega hasta dar la vida por los que les han sido confiados. Promovamos un laicado maduro, corresponsable con la misión de anunciar el Evangelio. Reforcemos, con entusiasmo y esperanza, la acción pastoral, teniendo una opción preferencial por los niños, los jóvenes, las familias y los pobres.