/ domingo 10 de febrero de 2019

Intellego ut credam

Cuando en la sociedad y en el marco de las naturales relaciones humanas, surgen de manera espontánea los círculos de amistad. Sin embargo, se puede constatar como en muchos de estos grupos de amistad, se sirve con frecuencia en la mesa el apetitoso platillo de la descalificación a personas o a otros grupos, con o sin razón.

En múltiples ocasiones esta práctica se realiza de manera sistemática. A este respecto dice el papa Francisco que “cuando en una sociedad los grupos afines de amistad, o de interés de cualquier tipo, dan carta de ciudadanía a la “tertulia nociva”, su suerte y su futuro están sentenciados al fracaso. Es una tentación común en los grupos humanos, desde siempre, pero sin lograr determinar en cada conciencia la certeza de compartir un pecado de “lesa sociedad”. Desafortunadamente esto sucede en todas partes, es un deporte muy practicado, en el cual muchas medallas se han ganado.

Descalificar por descalificar (porque sí y ya), bloquear por bloquear, apostar por el fracaso del otro conlleva, implícitamente, la ilusión de estar arriba o de poder subir por encima del otro, pero también conlleva el estancamiento colectivo. Y el estancamiento conjunto compromete el presente, hipoteca el futuro y aniquila la esperanza. Una de las causas de la estéril descalificación sistemática se encuentra en la “envidia” y casi ninguna persona humana, estamos exenta de ella.

Esa tendencia mezquina de entristecernos y ponernos mal por el bien ajeno, por el triunfo y logro del otro; esa incapacidad de alegrarnos por los triunfos del prójimo no obstante que los beneficios, en alguna media, se extienden por doquier es un arraigo que en muchas familias, pueblos y ciudades nos tiene de rodillas, esto es divididos, enfrentados en esa lucha fratricida que mantiene vigente la moderna profecía que reza que el hombre es el lobo del hombre.

La envidia tiene, en muchos casos, unas raíces: El sentimiento de inferioridad, la necesidad de afirmarnos y la falta de realismo. Quizá una de las cosas que más nos cuesta a los seres humanos aceptar además de la muerte y la vejez, es el éxito del otro.

Si los que gobiernan cualquier grupo humano, pero también una empresa, una organización social, incluso una comunidad religiosa, incluida también la familia, están tocados por los males antes señalados, no sólo los problemas se agudizan, sino que la cultura del fracaso pone sus raíces y teje todas las relaciones sociales, poniendo en un alto grado de vulnerabilidad el tejido social que nos sostiene.

El “divide y vencerás” hace mucho daño, pero si además la división viene de dentro, entonces el nivel de miopía es alarmante. ¿Por qué somos buenos en vivir bajo el síndrome del alacrán dentro de la cubeta con otros semejantes? ¿Cuándo entendimos que nos salvaríamos todos jalando cada quien para su lado y en direcciones opuestas? ¿Por qué no pasamos de la discusión (a veces informada a veces no, a veces con causa, pero a veces no, a veces con las personas adecuadas otras no) al consenso y, sobre lo consensado pasamos al trabajo conjunto haciendo cada quién lo que le toca, a fin de garantizar el logro de las metas? ¿Qué necesitamos para moderar o limitar el afán de poder y de dominio de unos, así como la envidia que nos corroe a otros? ¿Cuándo comenzaremos a hacer lo que sabemos que nos toca hacer como respuesta a la vocación que tiene esta generación?

Que la mentira, la hipocresía rastrera no insulte la inteligencia de quienes desean mantener vigente la esperanza, de saber que vale la pena caminar con seguridad en la certeza de saber porqué y por quién se hace.

Cuando en la sociedad y en el marco de las naturales relaciones humanas, surgen de manera espontánea los círculos de amistad. Sin embargo, se puede constatar como en muchos de estos grupos de amistad, se sirve con frecuencia en la mesa el apetitoso platillo de la descalificación a personas o a otros grupos, con o sin razón.

En múltiples ocasiones esta práctica se realiza de manera sistemática. A este respecto dice el papa Francisco que “cuando en una sociedad los grupos afines de amistad, o de interés de cualquier tipo, dan carta de ciudadanía a la “tertulia nociva”, su suerte y su futuro están sentenciados al fracaso. Es una tentación común en los grupos humanos, desde siempre, pero sin lograr determinar en cada conciencia la certeza de compartir un pecado de “lesa sociedad”. Desafortunadamente esto sucede en todas partes, es un deporte muy practicado, en el cual muchas medallas se han ganado.

Descalificar por descalificar (porque sí y ya), bloquear por bloquear, apostar por el fracaso del otro conlleva, implícitamente, la ilusión de estar arriba o de poder subir por encima del otro, pero también conlleva el estancamiento colectivo. Y el estancamiento conjunto compromete el presente, hipoteca el futuro y aniquila la esperanza. Una de las causas de la estéril descalificación sistemática se encuentra en la “envidia” y casi ninguna persona humana, estamos exenta de ella.

Esa tendencia mezquina de entristecernos y ponernos mal por el bien ajeno, por el triunfo y logro del otro; esa incapacidad de alegrarnos por los triunfos del prójimo no obstante que los beneficios, en alguna media, se extienden por doquier es un arraigo que en muchas familias, pueblos y ciudades nos tiene de rodillas, esto es divididos, enfrentados en esa lucha fratricida que mantiene vigente la moderna profecía que reza que el hombre es el lobo del hombre.

La envidia tiene, en muchos casos, unas raíces: El sentimiento de inferioridad, la necesidad de afirmarnos y la falta de realismo. Quizá una de las cosas que más nos cuesta a los seres humanos aceptar además de la muerte y la vejez, es el éxito del otro.

Si los que gobiernan cualquier grupo humano, pero también una empresa, una organización social, incluso una comunidad religiosa, incluida también la familia, están tocados por los males antes señalados, no sólo los problemas se agudizan, sino que la cultura del fracaso pone sus raíces y teje todas las relaciones sociales, poniendo en un alto grado de vulnerabilidad el tejido social que nos sostiene.

El “divide y vencerás” hace mucho daño, pero si además la división viene de dentro, entonces el nivel de miopía es alarmante. ¿Por qué somos buenos en vivir bajo el síndrome del alacrán dentro de la cubeta con otros semejantes? ¿Cuándo entendimos que nos salvaríamos todos jalando cada quien para su lado y en direcciones opuestas? ¿Por qué no pasamos de la discusión (a veces informada a veces no, a veces con causa, pero a veces no, a veces con las personas adecuadas otras no) al consenso y, sobre lo consensado pasamos al trabajo conjunto haciendo cada quién lo que le toca, a fin de garantizar el logro de las metas? ¿Qué necesitamos para moderar o limitar el afán de poder y de dominio de unos, así como la envidia que nos corroe a otros? ¿Cuándo comenzaremos a hacer lo que sabemos que nos toca hacer como respuesta a la vocación que tiene esta generación?

Que la mentira, la hipocresía rastrera no insulte la inteligencia de quienes desean mantener vigente la esperanza, de saber que vale la pena caminar con seguridad en la certeza de saber porqué y por quién se hace.