/ domingo 12 de mayo de 2019

Intellego ut credam

Dar al César sólo lo que le pertenece

No al divorcio entre fe y política. Pese a que diversos actores y sectores de la sociedad han promovido un divorcio entre la fe y la política, la iglesia está cierta de que, para ser un buen cristiano católico, se debe también ser un buen ciudadano.

No se puede ser un buen cristiano si no se está inmiscuido en el bien de la comunidad, porque, al final, la política es eso: La búsqueda del bien común, del bien público. Es tiempo de fortalecer el valor de la democracia. Sobre todo en este tiempo, en el que pareciera ser que resalta la partidocracia que conlleva la oligarquización de los partidos: Ya pueden ser partidos sin afiliados, sin militancia, sin verdaderos seguidores, algunos sin verdadera convicción, poseen además, el suficiente dinero para hacer campañas de opinión y provocar el seguimiento programado cuando interese.

Cuando llegan las elecciones, entonces se llama a los ciudadanos, a través del poder de los medios de comunicación, no se diga ahora, aún más, por conducto de las redes sociales, a aportar su importantísimo voto. Pero lo valorado realmente es la consecución del objetivo; esto es, la eficacia del medio empleado, más que el destinatario.

Con esto, pareciera ser que la democracia de partidos, descubrió que no necesitaba de secuaces, excepto a la hora de las elecciones. La democracia, que hizo de los partidos un bien social financiado con el dinero público, se ha independizado de los militantes sino hasta de sus posibles seguidores.

Giovanni Sartori (escritor, investigador y politólogo italiano) ya ha vislumbrado una liquidación de la democracia por la vía de la “mass-mediatización” de la política. El énfasis puesto en la creación de una verdadera opinión pública como medio de una profundización democrática, viene a resultar inútil, ante el poderío orientador e intoxicador del alud de información sesgada, de énfasis extraordinario en lo que conviene subrayar, y de sustracción sistemática de los problemas por medio de la imagen.

La televisión sobre todo, se convierte, así, en un medio más de despolitización ciudadana y de control de su pensamiento. No hay militantes, como tampoco hay ciudadanos. Lo que hay son súbditos o siervos o, como diría Jürgen Habermas (filósofo y sociólogo alemán), más matizadamente, “clientes”. Los ciudadanos, sin embargo sostiene el aparato de la administración del Estado moderno y la burocracia de los partidos; ellos proporcionan servicios y cosas para comprar la lealtad.

Los ciudadanos se convierten en masa, y la política democrática termina, finalmente, generando una lealtad de las masas que significa la obediencia a las decisiones del aparato administrativo. Una democracia sin ciudadanos, sin información real y efectiva, sin disidencia, es una democracia sin individuos; es decir, una democracia muerta. Queda el cascarón, la formalidad, la burocracia.

Asisitimos a un escenario que pareciera en sí mismo atípico, en el obrar comunicativo de las personas en el telón del mundo post moderno. Particularmente en lo referente a las nuevas formas que han aparecido en la palestra de la política partidista, donde se resalta la democracia líquida, misma que se sigue degradando en factor de ignorancia cómoda, que continúa haciendo a los partidos políticos meras franquicias requirientes de clientlismo, las cuales le permite desdoblar estrategias para subsistir en esa forma.

Por eso los creyenntes hemos de estar muy atentos a estos ya innegables signos de los tiempos que nos interpelan, para que desde la audacia de la fe, podamos incidir en la impresión constante del sello cristiano, particularmente en nuestra propia vida. Sin dejar atrás el primordial valor del principio en el que asumimos que “el obrar sigue al ser”.

Estemos pues en la generosa disposición de salir al encuentro de las más profundas convicciones que nos arraiga en la comunidad, como testigos fieles de la verdad que salva, que sana y que libera. Somos llamados a verificar con la vida que la “construcción de la ciudad terrena”, es posible desde nuestra propia existencia; pues esa puede constituir la medida más significante que nos permita un dia ser partícipes de la “ciudad eterna”.

Dar al César sólo lo que le pertenece

No al divorcio entre fe y política. Pese a que diversos actores y sectores de la sociedad han promovido un divorcio entre la fe y la política, la iglesia está cierta de que, para ser un buen cristiano católico, se debe también ser un buen ciudadano.

No se puede ser un buen cristiano si no se está inmiscuido en el bien de la comunidad, porque, al final, la política es eso: La búsqueda del bien común, del bien público. Es tiempo de fortalecer el valor de la democracia. Sobre todo en este tiempo, en el que pareciera ser que resalta la partidocracia que conlleva la oligarquización de los partidos: Ya pueden ser partidos sin afiliados, sin militancia, sin verdaderos seguidores, algunos sin verdadera convicción, poseen además, el suficiente dinero para hacer campañas de opinión y provocar el seguimiento programado cuando interese.

Cuando llegan las elecciones, entonces se llama a los ciudadanos, a través del poder de los medios de comunicación, no se diga ahora, aún más, por conducto de las redes sociales, a aportar su importantísimo voto. Pero lo valorado realmente es la consecución del objetivo; esto es, la eficacia del medio empleado, más que el destinatario.

Con esto, pareciera ser que la democracia de partidos, descubrió que no necesitaba de secuaces, excepto a la hora de las elecciones. La democracia, que hizo de los partidos un bien social financiado con el dinero público, se ha independizado de los militantes sino hasta de sus posibles seguidores.

Giovanni Sartori (escritor, investigador y politólogo italiano) ya ha vislumbrado una liquidación de la democracia por la vía de la “mass-mediatización” de la política. El énfasis puesto en la creación de una verdadera opinión pública como medio de una profundización democrática, viene a resultar inútil, ante el poderío orientador e intoxicador del alud de información sesgada, de énfasis extraordinario en lo que conviene subrayar, y de sustracción sistemática de los problemas por medio de la imagen.

La televisión sobre todo, se convierte, así, en un medio más de despolitización ciudadana y de control de su pensamiento. No hay militantes, como tampoco hay ciudadanos. Lo que hay son súbditos o siervos o, como diría Jürgen Habermas (filósofo y sociólogo alemán), más matizadamente, “clientes”. Los ciudadanos, sin embargo sostiene el aparato de la administración del Estado moderno y la burocracia de los partidos; ellos proporcionan servicios y cosas para comprar la lealtad.

Los ciudadanos se convierten en masa, y la política democrática termina, finalmente, generando una lealtad de las masas que significa la obediencia a las decisiones del aparato administrativo. Una democracia sin ciudadanos, sin información real y efectiva, sin disidencia, es una democracia sin individuos; es decir, una democracia muerta. Queda el cascarón, la formalidad, la burocracia.

Asisitimos a un escenario que pareciera en sí mismo atípico, en el obrar comunicativo de las personas en el telón del mundo post moderno. Particularmente en lo referente a las nuevas formas que han aparecido en la palestra de la política partidista, donde se resalta la democracia líquida, misma que se sigue degradando en factor de ignorancia cómoda, que continúa haciendo a los partidos políticos meras franquicias requirientes de clientlismo, las cuales le permite desdoblar estrategias para subsistir en esa forma.

Por eso los creyenntes hemos de estar muy atentos a estos ya innegables signos de los tiempos que nos interpelan, para que desde la audacia de la fe, podamos incidir en la impresión constante del sello cristiano, particularmente en nuestra propia vida. Sin dejar atrás el primordial valor del principio en el que asumimos que “el obrar sigue al ser”.

Estemos pues en la generosa disposición de salir al encuentro de las más profundas convicciones que nos arraiga en la comunidad, como testigos fieles de la verdad que salva, que sana y que libera. Somos llamados a verificar con la vida que la “construcción de la ciudad terrena”, es posible desde nuestra propia existencia; pues esa puede constituir la medida más significante que nos permita un dia ser partícipes de la “ciudad eterna”.