/ lunes 20 de mayo de 2019

Intellego ut credam

Dios es nuestro padre

“El hombre”, necesitado y pecador dirige su mirada a lo alto, al misterio de Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ya que este misterio es el primero y el más importante en la Divina Revelación. Frente a la pequeñez del hombre, se levanta la grandeza de Dios, como origen y principio de las cosas, incluyendo el hombre. Dios padre que se manifiesta por su poder creador pero sobre todo por su amor.

Dios es Padre porque todo viene de él y a él se le debe respeto y obediencia, como lo indica la expresión: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros somos arcilla y tú quien da la forma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is. 64,7). En la revelación bíblica, fue apareciendo la idea de Padre, entrelazada con la de benevolencia y amor: “No olvides que te he amado con amor eterno” (Jer 31,3).

Israel reconoció la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como recuerda el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Sal 139,13).

En Israel madura una imagen más específica de la paternidad divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios. Al salvarlo de la esclavitud de Egipto, Dios llama a Israel a entrar en una relación de alianza con él e incluso a considerarse su primogénito. De este modo, Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así dice el Señor: ‘Israel es mi hijo, mi primogénito ‘» (Ex 4, 22). Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan humana, por los modos en que se expresa, resume en sí también las características que de ordinario se atribuyen al amor materno.

Por ejemplo, leemos en el libro de Isaías: «Dice Sión: ‘el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado’ ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49, 14-15). Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos maternales, que expresan su ternura y condescendencia.

Pero, en Jesús se nos manifiesta la verdadera revelación de la paternidad de Dios. Jesús mismo manifiesta mejor su filiación y la paternidad divina: “el hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino sólo lo que ve hacer al padre. Todo lo que haga éste, lo hace también el hijo. El padre ama al hijo y le enseña todo lo que él hace, y le enseñará cosas mucho más grandes que éstas” (Jn 5, 19-20).

Para Cristo, la paternidad divina está en el amor que se comunica y se entrega, que busca la intimidad y el diálogo. Dios porque es amor y nos ama, se entrega a nosotros. El cristiano se siente hijo porque es amado con el mismo amor en que Dios envuelve a su hijo único. Los hijos tendrán que amar al padre y deberán amarse entre sí, hasta lograr la verdadera fraternidad.

Ante un Dios lleno de amor y misericordia, hemos de proponernos como objetivo, llegar a una experiencia viva y personal del amor de Dios, para que sin miedo sino con alegría y gozo sintamos la presencia amorosa de Dios.

Dios es nuestro padre

“El hombre”, necesitado y pecador dirige su mirada a lo alto, al misterio de Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ya que este misterio es el primero y el más importante en la Divina Revelación. Frente a la pequeñez del hombre, se levanta la grandeza de Dios, como origen y principio de las cosas, incluyendo el hombre. Dios padre que se manifiesta por su poder creador pero sobre todo por su amor.

Dios es Padre porque todo viene de él y a él se le debe respeto y obediencia, como lo indica la expresión: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros somos arcilla y tú quien da la forma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is. 64,7). En la revelación bíblica, fue apareciendo la idea de Padre, entrelazada con la de benevolencia y amor: “No olvides que te he amado con amor eterno” (Jer 31,3).

Israel reconoció la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como recuerda el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Sal 139,13).

En Israel madura una imagen más específica de la paternidad divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios. Al salvarlo de la esclavitud de Egipto, Dios llama a Israel a entrar en una relación de alianza con él e incluso a considerarse su primogénito. De este modo, Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así dice el Señor: ‘Israel es mi hijo, mi primogénito ‘» (Ex 4, 22). Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan humana, por los modos en que se expresa, resume en sí también las características que de ordinario se atribuyen al amor materno.

Por ejemplo, leemos en el libro de Isaías: «Dice Sión: ‘el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado’ ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49, 14-15). Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos maternales, que expresan su ternura y condescendencia.

Pero, en Jesús se nos manifiesta la verdadera revelación de la paternidad de Dios. Jesús mismo manifiesta mejor su filiación y la paternidad divina: “el hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino sólo lo que ve hacer al padre. Todo lo que haga éste, lo hace también el hijo. El padre ama al hijo y le enseña todo lo que él hace, y le enseñará cosas mucho más grandes que éstas” (Jn 5, 19-20).

Para Cristo, la paternidad divina está en el amor que se comunica y se entrega, que busca la intimidad y el diálogo. Dios porque es amor y nos ama, se entrega a nosotros. El cristiano se siente hijo porque es amado con el mismo amor en que Dios envuelve a su hijo único. Los hijos tendrán que amar al padre y deberán amarse entre sí, hasta lograr la verdadera fraternidad.

Ante un Dios lleno de amor y misericordia, hemos de proponernos como objetivo, llegar a una experiencia viva y personal del amor de Dios, para que sin miedo sino con alegría y gozo sintamos la presencia amorosa de Dios.