/ domingo 26 de mayo de 2019

Intellego ut credam

Iglesia carismática

“La Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a Quien con el Padre y con el Espíritu se proclama el sólo Santo, amó a su Iglesia como su esposa.

Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” (LG 39). La Iglesia es pues “el Pueblo Santo de Dios” (LG 12). Todos los católicos ya estamos consagrados al Espíritu Santo por el Bautismo y por la Confirmación.

Es verdad, que todos en la Iglesia somos imperfectos, defectuosos y pecadores. Pero también es verdad que estamos llamados a vivir en la santidad de la iglesia por el Espíritu Santo que es el alma y el santificador de todos. Por ello, aún teniendo la santidad primera por los sacramentos de la iniciación cristiana, nos ponemos constantemente bajo la acción del Espíritu Santo con repetidas invocaciones y consagraciones para quedar progresivamente mejor dedicados y más disponibles a la acción del Espíritu.

Así pues la renovación de la consagración al Espíritu Santo, es una plegaria de consagración y de dedicación, por la cual de un modo consciente, vivo y personal cada quien renueva su pertenencia a Dios, reconociéndose todo de Dios, renunciando al mal, a los vicios y pecados que nos asechan. De esta manera, todos en la Iglesia, movidos por el Espíritu, hemos de vivir la santidad y comunicarnos unos a otros sus bienes sobrenaturales.

La iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas. Como el verdadero templo del Espíritu Santo fue Cristo (cfr. Jn 2, 19-22), esta imagen también señala que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia. A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (Compendio, 160).

La iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas.

También se puede decir que la fundación de la iglesia coincide con la vida de Jesucristo; la iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la iglesia, sino que la fundó en toda su vida: Desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito.

A lo largo de su vida, Cristo, en quien habitaba el Espíritu, fue manifestando cómo debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su ascensión, el Espíritu fue enviado a la iglesia y en ella permanece uniéndola a la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos. Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (cfr. Mt 28, 20).

Iglesia carismática

“La Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a Quien con el Padre y con el Espíritu se proclama el sólo Santo, amó a su Iglesia como su esposa.

Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” (LG 39). La Iglesia es pues “el Pueblo Santo de Dios” (LG 12). Todos los católicos ya estamos consagrados al Espíritu Santo por el Bautismo y por la Confirmación.

Es verdad, que todos en la Iglesia somos imperfectos, defectuosos y pecadores. Pero también es verdad que estamos llamados a vivir en la santidad de la iglesia por el Espíritu Santo que es el alma y el santificador de todos. Por ello, aún teniendo la santidad primera por los sacramentos de la iniciación cristiana, nos ponemos constantemente bajo la acción del Espíritu Santo con repetidas invocaciones y consagraciones para quedar progresivamente mejor dedicados y más disponibles a la acción del Espíritu.

Así pues la renovación de la consagración al Espíritu Santo, es una plegaria de consagración y de dedicación, por la cual de un modo consciente, vivo y personal cada quien renueva su pertenencia a Dios, reconociéndose todo de Dios, renunciando al mal, a los vicios y pecados que nos asechan. De esta manera, todos en la Iglesia, movidos por el Espíritu, hemos de vivir la santidad y comunicarnos unos a otros sus bienes sobrenaturales.

La iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas. Como el verdadero templo del Espíritu Santo fue Cristo (cfr. Jn 2, 19-22), esta imagen también señala que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia. A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (Compendio, 160).

La iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas.

También se puede decir que la fundación de la iglesia coincide con la vida de Jesucristo; la iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la iglesia, sino que la fundó en toda su vida: Desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito.

A lo largo de su vida, Cristo, en quien habitaba el Espíritu, fue manifestando cómo debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su ascensión, el Espíritu fue enviado a la iglesia y en ella permanece uniéndola a la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos. Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (cfr. Mt 28, 20).