/ lunes 29 de julio de 2019

INTELLEGO UT CREDAM

El don preciado del agua

En México, según la ONU, estamos a nueve años del “día cero”, cuando el suministro libre del agua se termine, y el agua deba ser racionada. Ese día podría llegar en el año 2028, si continúa nuestra pobre cultura del agua, con los actuales hábitos negativos de uso y el enorme desperdicio que realizamos cotidianamente.

México tiene una disponibilidad de 0.1% del total del agua dulce del planeta. Gran parte de nuestro país está catalogada como zona semidesértica y alrededor de 9 millones de mexicanos no tienen acceso a agua potable. Hoy en nuestro país, el consumo personal, como el agua para beber, lavarse los dientes, bañarse y utilizar el wc, representa 10% del uso anual.

La industria utiliza más de 14% del recurso y la agricultura y la ganadería emplean el 70% del agua. Según la Comisión Nacional del Agua (Conagua), el 57% del total utilizado se desperdicia principalmente por infraestructuras de riego ineficientes, obsoletas o con fugas. La industria azucarera es la que produce la mayor cantidad de materia orgánica contaminante, y la petrolera y la química, las que producen los contaminantes de mayor impacto ambiental.

Ante la pregunta de cuánto nos cuesta el agua, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) calcula que nuestro país tiene una de las tarifas más bajas en el mundo. Por ejemplo, un estudio de 2011 señala que mientras en México se pagaban 0.49 dólares por cada metro cúbico, en Dinamarca cuesta hasta 6.40 dólares.

La contaminación de los cuerpos acuíferos representa un problema más que se suma al desperdicio y a la poca disponibilidad, pues se descargan en ellos aguas residuales sin importar su origen: doméstico, industrial, agrícola o minero. Según de la Semarnat, cada año caen en México miles de millones de metros cúbicos de agua de lluvia.

Pero aprovechar el agua de lluvia es complicado, pues en las áreas urbanas, la mayor parte de la precipitación pluvial se va directamente al drenaje, y actualmente no hay tecnología suficiente para captar, almacenar y aprovechar el agua que viene del cielo.

Con frecuencia y de manera irresponsable nos damos cuenta de desastres ecológicos que están poniendo en jaque el abasto de este valioso líquido vital. El calentamiento global, producto del desenfreno egoísta del hombre en su precaria responsabilidad por administrar los recursos naturales, ya avizora una hecatombe de proporciones insospechadas.

El desajuste del ciclo natural, por ejemplo, las lluvias que suelen presentarse de forma tan irregular, es ya una alerta roja que nos sacude a entender que en la casa común algo debemos hacer todos.

En suma, el costo social de esta decadente cultura del desperdicio y de la apatía por cuidar lo que es de todos, pone de muchas maneras la evidencia de falta de responsabilidad en el manejo de los recursos naturales, que se van agotando por la producción y consumo insustentables que no asumen los costos ambientales presentes y que terminan siendo pagados por los pobres y ponen en peligro la supervivencia de generaciones presentes y futuras.

La auténtica conciencia ecológica de índole cristiana, nos invita a tomar soluciones radicales, porque no basta con dejar el popote, y las bolsas de plástico, necesitamos incrementar nuestras acciones conscientes de cuidado ambiental. Hay que ver dejar de ver como “sacrificio” el cuidado al medio ambiente y más bien veámoslo como la “oportunidad” de vivir y crecer, sanos y en armonía con el mundo, la creación y Dios.

La iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y se siente en el deber de ejercerla también en la vida pública, con el fin de proteger la tierra, el agua y el aire como dones de Dios Creador para todos, y sobre todo para salvar a la humanidad del peligro de la autodestrucción”. Por su propia naturaleza, el agua no puede ser tratada como una mercancía más entre muchas, y debe utilizarse de manera racional y en solidaridad con los demás.

La distribución del agua es tradicionalmente una de las responsabilidades que corresponden a los organismos públicos, ya que el agua es considerada un bien público. Si la distribución del agua está en manos del sector privado, también debe ser considerado como un bien público.

“El punto más delicado y sensible en la consideración del agua como un bien económico es asegurar que se mantenga un equilibrio entre la garantía de que el agua necesaria para cubrir las necesidades humanas básicas está disponible para los pobres y que, cuando se utiliza para la producción u otro uso rentable, es valorada adecuadamente”.


El don preciado del agua

En México, según la ONU, estamos a nueve años del “día cero”, cuando el suministro libre del agua se termine, y el agua deba ser racionada. Ese día podría llegar en el año 2028, si continúa nuestra pobre cultura del agua, con los actuales hábitos negativos de uso y el enorme desperdicio que realizamos cotidianamente.

México tiene una disponibilidad de 0.1% del total del agua dulce del planeta. Gran parte de nuestro país está catalogada como zona semidesértica y alrededor de 9 millones de mexicanos no tienen acceso a agua potable. Hoy en nuestro país, el consumo personal, como el agua para beber, lavarse los dientes, bañarse y utilizar el wc, representa 10% del uso anual.

La industria utiliza más de 14% del recurso y la agricultura y la ganadería emplean el 70% del agua. Según la Comisión Nacional del Agua (Conagua), el 57% del total utilizado se desperdicia principalmente por infraestructuras de riego ineficientes, obsoletas o con fugas. La industria azucarera es la que produce la mayor cantidad de materia orgánica contaminante, y la petrolera y la química, las que producen los contaminantes de mayor impacto ambiental.

Ante la pregunta de cuánto nos cuesta el agua, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) calcula que nuestro país tiene una de las tarifas más bajas en el mundo. Por ejemplo, un estudio de 2011 señala que mientras en México se pagaban 0.49 dólares por cada metro cúbico, en Dinamarca cuesta hasta 6.40 dólares.

La contaminación de los cuerpos acuíferos representa un problema más que se suma al desperdicio y a la poca disponibilidad, pues se descargan en ellos aguas residuales sin importar su origen: doméstico, industrial, agrícola o minero. Según de la Semarnat, cada año caen en México miles de millones de metros cúbicos de agua de lluvia.

Pero aprovechar el agua de lluvia es complicado, pues en las áreas urbanas, la mayor parte de la precipitación pluvial se va directamente al drenaje, y actualmente no hay tecnología suficiente para captar, almacenar y aprovechar el agua que viene del cielo.

Con frecuencia y de manera irresponsable nos damos cuenta de desastres ecológicos que están poniendo en jaque el abasto de este valioso líquido vital. El calentamiento global, producto del desenfreno egoísta del hombre en su precaria responsabilidad por administrar los recursos naturales, ya avizora una hecatombe de proporciones insospechadas.

El desajuste del ciclo natural, por ejemplo, las lluvias que suelen presentarse de forma tan irregular, es ya una alerta roja que nos sacude a entender que en la casa común algo debemos hacer todos.

En suma, el costo social de esta decadente cultura del desperdicio y de la apatía por cuidar lo que es de todos, pone de muchas maneras la evidencia de falta de responsabilidad en el manejo de los recursos naturales, que se van agotando por la producción y consumo insustentables que no asumen los costos ambientales presentes y que terminan siendo pagados por los pobres y ponen en peligro la supervivencia de generaciones presentes y futuras.

La auténtica conciencia ecológica de índole cristiana, nos invita a tomar soluciones radicales, porque no basta con dejar el popote, y las bolsas de plástico, necesitamos incrementar nuestras acciones conscientes de cuidado ambiental. Hay que ver dejar de ver como “sacrificio” el cuidado al medio ambiente y más bien veámoslo como la “oportunidad” de vivir y crecer, sanos y en armonía con el mundo, la creación y Dios.

La iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y se siente en el deber de ejercerla también en la vida pública, con el fin de proteger la tierra, el agua y el aire como dones de Dios Creador para todos, y sobre todo para salvar a la humanidad del peligro de la autodestrucción”. Por su propia naturaleza, el agua no puede ser tratada como una mercancía más entre muchas, y debe utilizarse de manera racional y en solidaridad con los demás.

La distribución del agua es tradicionalmente una de las responsabilidades que corresponden a los organismos públicos, ya que el agua es considerada un bien público. Si la distribución del agua está en manos del sector privado, también debe ser considerado como un bien público.

“El punto más delicado y sensible en la consideración del agua como un bien económico es asegurar que se mantenga un equilibrio entre la garantía de que el agua necesaria para cubrir las necesidades humanas básicas está disponible para los pobres y que, cuando se utiliza para la producción u otro uso rentable, es valorada adecuadamente”.