/ lunes 5 de agosto de 2019

INTELLEGO UT CREDAM

Danos Señor un pastor según el corazón de Dios

Nuestra iglesia diocesana, a lo largo del tiempo, ya casi 400 años como una Iglesia particular encabezada por un pastor; en diversos momentos, ha vivido con intensidad de fe, el liderazgo pastoral de sus obispos, que vigilantes y atentos, han sabido conducir por los senderos de la fe a nuestra comunidad.

Hoy por hoy, esta tarea se mantiene como un reto de vital importancia, sobre todo, ante el espectáculo de las novedades, atrayentes teorías y la pretensión de nuevas formas de mirar nuestro entorno. Así hemos de entender con claridad que el obispo conduce su iglesia particular y en ella es el “principio y fundamento visible de unidad”, el obispo es quien debe ir al frente también como ejemplo de discípulo y misionero, si quiere llevar su pueblo al discipulado y a la misión.

El Papa Juan Pablo II, en la Pastores Gregis, para mostrar a los obispos el deber del ejemplo a su clero y al pueblo, cita las palabras de Jesús en el lavado de los pies: “Os he dado ejemplo...” (Jn 13, 15) (PG,42). Los obispos deben ser ejemplos de discípulos de Jesucristo y ejemplos de misioneros. Esta es la sustantiva razón, por la que más que nunca, hemos de entender que la presencia de UN PASTOR SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS, ha de seguir delineando los caminos que apegados a las sanas ortodoxias de la doctrina y de la moral se han de continuar construyendo, a fin de fructificar en los tiempos y en las circunstancias que nos han tocado vivir.

En ocasiones puede la novedad, implicar riesgos a ser fieles a la tradición viva de la Iglesia y al anuncio genuino del Evangelio desde hace ya más de 400 años en estas benditas tierras. Es por esta razón, siempre importante, la urgencia de mantenernos ahora firmes, fieles, inconmovibles, para que unidos podamos discernir tareas, métodos y un entorno espiritual propio, para mejor caminar.

La presencia siempre necesaria del pastor y guía que es el obispo, en este campo, se torna como un imperante requerimiento que garantiza la motivación, el crecimiento y la purificación de la fe en la comunidad de nuestra Iglesia particular. Elementos que son sin duda, enclaves para la vivencia cristiana.

Hubo un tiempo en que la fe era, y con mucho, más enorme que la simple organización en el corazón de hombres y mujeres, de grupos sociales, era diversidad para estar con Dios, la fe se constituía de diversos estilos de pastoral, en las formas y en los métodos de constituir nuestras comunidades.

Hoy la organización pretende darle respaldo y continuidad a la misma existencia de la fe; en la actualidad, hemos llegado a la fragmentación y a diversas pluralidades, con sus riesgos y logros y formas de encauzar la fe. De tal manera que unos la ven como deterioro y otros como apertura a otros estilos de vivir nuestras convicciones.

Al presente, se pretende, cercanía, efectividad; pero sobre todo una espiritualidad fundacional y convincente. Dicho de forma sencilla una fe convincente, constante y sonante; capaz de mostrar la fuerza del testimonio. La presencia episcopal, al más puro estilo de Jesucristo obispo y buen pastor pretende remover y rediseñar las veredas que conducen al pueblo de Dios a vivir con intensidad una fe comprometida y generosa.

“¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza!

No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro continente.

Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en los más diversos “areópagos” de la vida pública de las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo ad gentes nuestra solicitud por la misión universal de la iglesia” (DCA, 548).

Danos Señor un pastor según el corazón de Dios

Nuestra iglesia diocesana, a lo largo del tiempo, ya casi 400 años como una Iglesia particular encabezada por un pastor; en diversos momentos, ha vivido con intensidad de fe, el liderazgo pastoral de sus obispos, que vigilantes y atentos, han sabido conducir por los senderos de la fe a nuestra comunidad.

Hoy por hoy, esta tarea se mantiene como un reto de vital importancia, sobre todo, ante el espectáculo de las novedades, atrayentes teorías y la pretensión de nuevas formas de mirar nuestro entorno. Así hemos de entender con claridad que el obispo conduce su iglesia particular y en ella es el “principio y fundamento visible de unidad”, el obispo es quien debe ir al frente también como ejemplo de discípulo y misionero, si quiere llevar su pueblo al discipulado y a la misión.

El Papa Juan Pablo II, en la Pastores Gregis, para mostrar a los obispos el deber del ejemplo a su clero y al pueblo, cita las palabras de Jesús en el lavado de los pies: “Os he dado ejemplo...” (Jn 13, 15) (PG,42). Los obispos deben ser ejemplos de discípulos de Jesucristo y ejemplos de misioneros. Esta es la sustantiva razón, por la que más que nunca, hemos de entender que la presencia de UN PASTOR SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS, ha de seguir delineando los caminos que apegados a las sanas ortodoxias de la doctrina y de la moral se han de continuar construyendo, a fin de fructificar en los tiempos y en las circunstancias que nos han tocado vivir.

En ocasiones puede la novedad, implicar riesgos a ser fieles a la tradición viva de la Iglesia y al anuncio genuino del Evangelio desde hace ya más de 400 años en estas benditas tierras. Es por esta razón, siempre importante, la urgencia de mantenernos ahora firmes, fieles, inconmovibles, para que unidos podamos discernir tareas, métodos y un entorno espiritual propio, para mejor caminar.

La presencia siempre necesaria del pastor y guía que es el obispo, en este campo, se torna como un imperante requerimiento que garantiza la motivación, el crecimiento y la purificación de la fe en la comunidad de nuestra Iglesia particular. Elementos que son sin duda, enclaves para la vivencia cristiana.

Hubo un tiempo en que la fe era, y con mucho, más enorme que la simple organización en el corazón de hombres y mujeres, de grupos sociales, era diversidad para estar con Dios, la fe se constituía de diversos estilos de pastoral, en las formas y en los métodos de constituir nuestras comunidades.

Hoy la organización pretende darle respaldo y continuidad a la misma existencia de la fe; en la actualidad, hemos llegado a la fragmentación y a diversas pluralidades, con sus riesgos y logros y formas de encauzar la fe. De tal manera que unos la ven como deterioro y otros como apertura a otros estilos de vivir nuestras convicciones.

Al presente, se pretende, cercanía, efectividad; pero sobre todo una espiritualidad fundacional y convincente. Dicho de forma sencilla una fe convincente, constante y sonante; capaz de mostrar la fuerza del testimonio. La presencia episcopal, al más puro estilo de Jesucristo obispo y buen pastor pretende remover y rediseñar las veredas que conducen al pueblo de Dios a vivir con intensidad una fe comprometida y generosa.

“¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza!

No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro continente.

Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en los más diversos “areópagos” de la vida pública de las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo ad gentes nuestra solicitud por la misión universal de la iglesia” (DCA, 548).