Al Dios de toda bondad, gratitud sincera
Con estas hermosas palabras del Salmo 66 podemos quedar en perfecta convicción de que la
oración es el centro de la vida cristiana, porque nos pone en la presencia de Dios y nos dispone a
cumplir su voluntad.
Jesús nos enseñó que la intensidad de nuestra fe se conoce por los frutos de buenas obras que
produce, especialmente por el amor a los más pobres; pero sabemos también que es Dios quien
nos capacita para amar y quien acrecienta nuestro amor.
Por eso, cuando los creyentes centramos la mirada y el corazón en Dios, no nos alejamos de la
vida ni del servicio a los demás, sino que aprendemos a mirarlos con los ojos de Dios y a
convertirnos en sus manos para acariciarlos. No podemos olvidar que la oración sincera es el
núcleo más profundo de nuestra fe, y la fuente de toda autenticidad evangélica.
Esta convicción me lleva a meditar, en estos momentos en los que la humanidad entera vivimos
tan difíciles, en el contexto de una atroz pandemia causada por el coronavirus. En la etapa final
de este verano 2020 y a unos cuantos días de recibir el otoño, valorando nuestra oportunidad de
vida, de salud, de trabajo, de preparación intensa, nos motivados por ello a dar gracias al Señor,
nuestro Dios.
Nuestros padres o nuestros abuelos, que vivían del campo, centraban su acción de gracias en la
recolección de los frutos de la tierra; nosotros, hoy, en un clima cultural muy diferente, nos
fijamos en los días de merecido descanso que hemos disfrutado, en una dedicación mayor a la
familia, en encuentros familiares de diversa índole y en haber dispuesto de tiempo libre para
realizar algún proyecto.
Pero, sobre todo, en la gratitud al buen Dios por la salud propia y la de los demás. Esta acción de
gracias nos enseña a profundizar en el don de la vida que hemos recibido de Dios y en el sentido
de la misma. Con frecuencia, sólo nos damos cuenta de su grandeza y de su fragilidad cuando
nos vemos amenazados por la enfermedad o por el paso de los años, pero la fe nos invita a vivir
con alegría y con amor “el hoy de Dios”, el momento presente, con toda su riqueza y con sus
problemas.
El estilo de la vida moderna nos incita a permanecer en la superficie de las cosas y a dejarnos
llevar por el ritmo trepidante que imponen los otros; nos quita tiempo para pensar y capacidad
para preguntarnos de dónde venimos y hacia donde caminamos. Sin advertirlo, nos dejamos
arrastrar por la publicidad, la propaganda y las ideologías.
Es natural que se produzca en muchos de nosotros ese vacío interior que nos causa cierto
malestar más o menos consciente y que nos arrastra a una sensación difusa de cansancio interior,
a la melancolía y al pesimismo. Son las huellas dolorosas de eso que algún novelista ha
denominado “la era del vacío”.
La oración, y en este caso la oración de acción de gracias, nos lleva a sobrepasar los límites de lo
inmediato, a descubrir la dimensión profunda de la existencia que se nos ha dado y advertir que
venimos de Dios y caminamos hacia Dios. Este horizonte de sentido nos permite vislumbrar,
mediante la luz de la razón, aquellos valores humanos permanentes sobre los que se ha de
edificar la vida humana.
Pero sabedor de nuestra pequeñez y de nuestra debilidad, Dios ha venido en nuestra ayuda, en la
persona de su Hijo Jesucristo, que nos ha esclarecido el misterio de Dios y el misterio del
hombre. Tenemos, pues, motivos abundantes para dar gracias a Dios y para reemprender con
buen ánimo las tareas de cada día: los motivos de quien se sabe guiado por un amor invisible que
nos ha dado la vida, nos acompaña al caminar y nos espera con los brazos abiertos.