/ viernes 31 de enero de 2020

Jóvenes volver a pensar

Sobre tolerancia

Tolerancia se refiere al respeto hacia las ideas, preferencias, formas de pensamiento o comportamientos de las demás personas. La palabra proviene del latín tolerantĭa, que significa “cualidad de quien puede aceptar”. Por la solidaridad, sé intolerante.

Este es el lema que divulgaron hace algún tiempo las autoridades viales en su campaña de retorno de vacaciones; y con todo acierto. Porque tolerar que un amigo que conduzca ebrio es consentir que arriesgue su vida y la de otros, porque tolerar que conduzca a velocidad excesiva es permitir que se exponga tontamente a sufrir un grave mal y a provocarlo a otros. Y es que ciertamente hay cosas y actitudes que no deben tolerarse: afirmación que, con ser cierta, resulta chocante en una sociedad que parece haber hecho de la tolerancia un valor absoluto.

Históricamente, la ponderación de la tolerancia como valor, aunque con antecedentes en Locke, arranca del fecundo, talentoso y pródigo en ideas de venenosa cosecha François-Marie Arouet. Éste publicó en 1763, ya con el seudónimo con que el mundo le conoció, Voltaire, su Tratado sobre la tolerancia, en el que mantuvo, como tesis principal, la necesidad de establecer la más amplia tolerancia y libertad, como garantía de la concordia y la paz sociales, el sentido de la humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.

La idea de la tolerancia, incluso en Voltaire, tiene una referencia religiosa: al preguntarse éste -¿por qué no he de hacer yo a otros lo que no quisiera que me hicieran a mí, si con ello salgo ganando?, acude a la idea de Dios remunerador, que castigará todos los delitos, incluso los ocultos, después de la muerte. Estamos, en su caso, desde luego, ante un deísmo moralizante, utilitario, ante la religión concebida, no como verdad, sino como freno moral: Si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley del más fuerte, la ley de la selva.

En la peculiar reflexión del que fue llamado apóstol de la tolerancia, no hay verdadera tolerancia hacia el error, que exige buscar la verdad y reconocer el yerro, sino un mero dejar estar, ante la supuesta imposibilidad de llegar a la verdad

Habla de tolerancia, cuando lo que de veras predica es la indiferencia. Locke había formulado los límites de la tolerancia, al decir que el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana, o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil, mas este límite es necesariamente insuficiente para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, para quienes ignoran qué es lo contrario o lo favorable a la sociedad humana, qué ¡sean las buenas costumbres o en qué deba consistir la conservación de la sociedad civil.

El paso adelante lo da Voltaire, en la dirección de establecer, como único límite para la tolerancia, la intolerancia, el fanatismo y todo lo que pueda conducir a ello. “Lo único que no se puede tolerar es la intolerancia” dice el postulado volteriano, de feliz e inmerecida fortuna, que se viene repitiendo hasta nuestros días. Semejante aserto supone fundar la tolerancia en la tolerancia misma, en un bucle lógicamente ilegítimo, en cuanto lo que se funda en sí mismo es absoluto y, por consecuencia, debería carecer de límites.

No estamos ante un juego de palabras inocente, sino ante un postulado que no responde a la lógica, que goza de amplio consentimiento y que ha tenido en la historia unas consecuencias desastrosas. La intolerancia para con los intolerantes llevó a Voltaire, en su mismo tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del Imperio Romano, que mandaba a los cristianos a los leones porque violentaban el culto tradicional. Aquella planta que Voltaire y sus émulos sembraron dio su fruto: las monstruosidades de la Revolución Francesa, el saqueo y destrucción de los templos, la muerte o deportación de cuarenta mil sacerdotes y religiosos, las violaciones de monjas, el genocidio de los campesinos de la Vendée: Aguas envenenadas, arrasamiento de decenas de miles de viviendas, ciento veinte mil asesinados, todo ello en nombre de la tolerancia y de la libertad.

En nombre de la tolerancia absoluta habría que permitir la esclavitud, en cuanto hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos e incluso personas dispuestas que, según sus convicciones, prefieren ese género de unión; o la cliteroctomía, tan firmemente asentada como costumbre en algunas regiones de la Tierra; o la tortura, eficaz, según algunos, en la guerra sin cuartel contra la delincuencia. Y, sin embargo, todas esas conductas, desde la perspectiva de los derechos humanos, son merecedoras de condena y repulsa enérgicas.

Conviene, pues, distinguir entre tolerancia e indiferentismo, relativismo e individualismo: tres actitudes estas que cercan el valor de la tolerancia, ahogándolo en la confusión. Relativismo es considerar que no hay nada inequívocamente bueno o malo. Escepticismo es negar que existan criterios firmes para distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso.

E individualismo es suponer que nadie está legitimado para intervenir en la vida de los demás. Y tanto el relativismo, como el indiferentismo, como el individualismo, llevan a la dejadez y la pasividad ante el mal. La tolerancia, por el contrario, no se asienta en la indiferencia, sino en la firmeza de principios de quien, por afirmar la libertad, se opone a la exclusión indebida de lo que es diferente.

Promover la tolerancia no es, pues, animar a consentirlo todo, porque no todo se puede, ni se debe, permitir. En nombre de la libertad, con la diferencia legítima, tolerancia, y aún más, amor a quien difiere. Y en nombre de la solidaridad, en nombre de la misma libertad, intolerancia -no menos amorosa, pero exigente y radical intolerancia- para con quienes afrentan la vida y la justicia. Experientia docet.- La experiencia enseña.

tomymx@me.com

Sobre tolerancia

Tolerancia se refiere al respeto hacia las ideas, preferencias, formas de pensamiento o comportamientos de las demás personas. La palabra proviene del latín tolerantĭa, que significa “cualidad de quien puede aceptar”. Por la solidaridad, sé intolerante.

Este es el lema que divulgaron hace algún tiempo las autoridades viales en su campaña de retorno de vacaciones; y con todo acierto. Porque tolerar que un amigo que conduzca ebrio es consentir que arriesgue su vida y la de otros, porque tolerar que conduzca a velocidad excesiva es permitir que se exponga tontamente a sufrir un grave mal y a provocarlo a otros. Y es que ciertamente hay cosas y actitudes que no deben tolerarse: afirmación que, con ser cierta, resulta chocante en una sociedad que parece haber hecho de la tolerancia un valor absoluto.

Históricamente, la ponderación de la tolerancia como valor, aunque con antecedentes en Locke, arranca del fecundo, talentoso y pródigo en ideas de venenosa cosecha François-Marie Arouet. Éste publicó en 1763, ya con el seudónimo con que el mundo le conoció, Voltaire, su Tratado sobre la tolerancia, en el que mantuvo, como tesis principal, la necesidad de establecer la más amplia tolerancia y libertad, como garantía de la concordia y la paz sociales, el sentido de la humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.

La idea de la tolerancia, incluso en Voltaire, tiene una referencia religiosa: al preguntarse éste -¿por qué no he de hacer yo a otros lo que no quisiera que me hicieran a mí, si con ello salgo ganando?, acude a la idea de Dios remunerador, que castigará todos los delitos, incluso los ocultos, después de la muerte. Estamos, en su caso, desde luego, ante un deísmo moralizante, utilitario, ante la religión concebida, no como verdad, sino como freno moral: Si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley del más fuerte, la ley de la selva.

En la peculiar reflexión del que fue llamado apóstol de la tolerancia, no hay verdadera tolerancia hacia el error, que exige buscar la verdad y reconocer el yerro, sino un mero dejar estar, ante la supuesta imposibilidad de llegar a la verdad

Habla de tolerancia, cuando lo que de veras predica es la indiferencia. Locke había formulado los límites de la tolerancia, al decir que el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana, o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil, mas este límite es necesariamente insuficiente para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, para quienes ignoran qué es lo contrario o lo favorable a la sociedad humana, qué ¡sean las buenas costumbres o en qué deba consistir la conservación de la sociedad civil.

El paso adelante lo da Voltaire, en la dirección de establecer, como único límite para la tolerancia, la intolerancia, el fanatismo y todo lo que pueda conducir a ello. “Lo único que no se puede tolerar es la intolerancia” dice el postulado volteriano, de feliz e inmerecida fortuna, que se viene repitiendo hasta nuestros días. Semejante aserto supone fundar la tolerancia en la tolerancia misma, en un bucle lógicamente ilegítimo, en cuanto lo que se funda en sí mismo es absoluto y, por consecuencia, debería carecer de límites.

No estamos ante un juego de palabras inocente, sino ante un postulado que no responde a la lógica, que goza de amplio consentimiento y que ha tenido en la historia unas consecuencias desastrosas. La intolerancia para con los intolerantes llevó a Voltaire, en su mismo tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del Imperio Romano, que mandaba a los cristianos a los leones porque violentaban el culto tradicional. Aquella planta que Voltaire y sus émulos sembraron dio su fruto: las monstruosidades de la Revolución Francesa, el saqueo y destrucción de los templos, la muerte o deportación de cuarenta mil sacerdotes y religiosos, las violaciones de monjas, el genocidio de los campesinos de la Vendée: Aguas envenenadas, arrasamiento de decenas de miles de viviendas, ciento veinte mil asesinados, todo ello en nombre de la tolerancia y de la libertad.

En nombre de la tolerancia absoluta habría que permitir la esclavitud, en cuanto hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos e incluso personas dispuestas que, según sus convicciones, prefieren ese género de unión; o la cliteroctomía, tan firmemente asentada como costumbre en algunas regiones de la Tierra; o la tortura, eficaz, según algunos, en la guerra sin cuartel contra la delincuencia. Y, sin embargo, todas esas conductas, desde la perspectiva de los derechos humanos, son merecedoras de condena y repulsa enérgicas.

Conviene, pues, distinguir entre tolerancia e indiferentismo, relativismo e individualismo: tres actitudes estas que cercan el valor de la tolerancia, ahogándolo en la confusión. Relativismo es considerar que no hay nada inequívocamente bueno o malo. Escepticismo es negar que existan criterios firmes para distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso.

E individualismo es suponer que nadie está legitimado para intervenir en la vida de los demás. Y tanto el relativismo, como el indiferentismo, como el individualismo, llevan a la dejadez y la pasividad ante el mal. La tolerancia, por el contrario, no se asienta en la indiferencia, sino en la firmeza de principios de quien, por afirmar la libertad, se opone a la exclusión indebida de lo que es diferente.

Promover la tolerancia no es, pues, animar a consentirlo todo, porque no todo se puede, ni se debe, permitir. En nombre de la libertad, con la diferencia legítima, tolerancia, y aún más, amor a quien difiere. Y en nombre de la solidaridad, en nombre de la misma libertad, intolerancia -no menos amorosa, pero exigente y radical intolerancia- para con quienes afrentan la vida y la justicia. Experientia docet.- La experiencia enseña.

tomymx@me.com