/ viernes 18 de junio de 2021

Jóvenes, volver a pensar

A mi padre, con cariño

No hace mucho, según siento, yo, al aprender las primeras letras, recuerdo en el escritorio de mi padre, debajo del vidrio que protegía la caoba del escritorio, un cuadro que con dificultad leía, yo, por indicaciones de él la plegaria del general MacArthur, que decía:

«Dame, oh Señor, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando siente miedo; un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota honrada, y humilde y magnánimo en la victoria. Dame un hijo que nunca doble la espalda cuando deba erguir el pecho, un hijo que sepa conocerte a ti y conocerse a sí mismo, que es la piedra fundamental de todo conocimiento».

«Condúcelo, te lo ruego, no por el camino cómodo y fácil, sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los retos. Allí déjale aprender a sostenerse firme en la tempestad y a sentir compasión por los que fallan. Dame un hijo cuyo corazón sea claro, cuyos ideales sean altos».

«Un hijo que se domine a sí mismo antes que pretenda dominar a los demás; un hijo que aprenda a reír pero que también sepa llorar; un hijo que avance hacia el futuro pero que nunca se olvide del pasado. Y después que le hayas dado todo esto, agrégale, te suplico, suficiente sentido del buen humor, de modo que pueda ser siempre serio pero que no se tome a sí mismo demasiado en serio».

«Dale humildad para que pueda recordar siempre la sencillez de la verdadera sabiduría, la mansedumbre de la verdadera fuerza. Entonces yo, su padre, me atreveré a murmurar: No he vivido en vano». Cada vez que entraba a su consultorio, durante la prepa y en las vacaciones de la universidad, aun durante el postgrado, siempre insistía que lo leyera, tal vez casi me lo aprendí de memoria, pero al paso del tiempo, al ser el padre yo, al llevar a conocer a su nieto, con la felicidad me invita de nuevo a que pase a leer la plegaria.

¡Sorprendido! y agitado, con mi vástago en brazos de mi padre, lo único que hice es que brotaran lágrimas por mis ojos, porque ahora se invertían los papeles, yo tenía que enseñar a esa criatura lo que me transmitió durante muchos años, pero aún con la duda existencial ¿él no vivió en vano? También la gran cuestión para mí ¿no viviré en vano?

Finalmente concluyo con una oda de Marañón, que versa: «Tus sólidas creencias, ni tus dudas. Amor de padre nunca es encomiado. Y el padre siempre sufre quedo y solo. Que nunca amor de padre es valorado. Amor que obra secreto y recatado, Siendo desconocido y puesto en dolo. Y esconde un sentimiento muy celado». Con amor a los padres presentes y ausentes… Ut sementem feceris, ita metes. Como siembres, así recogerás.

A mi padre, con cariño

No hace mucho, según siento, yo, al aprender las primeras letras, recuerdo en el escritorio de mi padre, debajo del vidrio que protegía la caoba del escritorio, un cuadro que con dificultad leía, yo, por indicaciones de él la plegaria del general MacArthur, que decía:

«Dame, oh Señor, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil y lo bastante valeroso para enfrentarse consigo mismo cuando siente miedo; un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota honrada, y humilde y magnánimo en la victoria. Dame un hijo que nunca doble la espalda cuando deba erguir el pecho, un hijo que sepa conocerte a ti y conocerse a sí mismo, que es la piedra fundamental de todo conocimiento».

«Condúcelo, te lo ruego, no por el camino cómodo y fácil, sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los retos. Allí déjale aprender a sostenerse firme en la tempestad y a sentir compasión por los que fallan. Dame un hijo cuyo corazón sea claro, cuyos ideales sean altos».

«Un hijo que se domine a sí mismo antes que pretenda dominar a los demás; un hijo que aprenda a reír pero que también sepa llorar; un hijo que avance hacia el futuro pero que nunca se olvide del pasado. Y después que le hayas dado todo esto, agrégale, te suplico, suficiente sentido del buen humor, de modo que pueda ser siempre serio pero que no se tome a sí mismo demasiado en serio».

«Dale humildad para que pueda recordar siempre la sencillez de la verdadera sabiduría, la mansedumbre de la verdadera fuerza. Entonces yo, su padre, me atreveré a murmurar: No he vivido en vano». Cada vez que entraba a su consultorio, durante la prepa y en las vacaciones de la universidad, aun durante el postgrado, siempre insistía que lo leyera, tal vez casi me lo aprendí de memoria, pero al paso del tiempo, al ser el padre yo, al llevar a conocer a su nieto, con la felicidad me invita de nuevo a que pase a leer la plegaria.

¡Sorprendido! y agitado, con mi vástago en brazos de mi padre, lo único que hice es que brotaran lágrimas por mis ojos, porque ahora se invertían los papeles, yo tenía que enseñar a esa criatura lo que me transmitió durante muchos años, pero aún con la duda existencial ¿él no vivió en vano? También la gran cuestión para mí ¿no viviré en vano?

Finalmente concluyo con una oda de Marañón, que versa: «Tus sólidas creencias, ni tus dudas. Amor de padre nunca es encomiado. Y el padre siempre sufre quedo y solo. Que nunca amor de padre es valorado. Amor que obra secreto y recatado, Siendo desconocido y puesto en dolo. Y esconde un sentimiento muy celado». Con amor a los padres presentes y ausentes… Ut sementem feceris, ita metes. Como siembres, así recogerás.