/ sábado 27 de abril de 2019

La alegría, la paz y la Misericordia, signos de Resurrección

Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua. El texto evangélico nos ofrece una serie de detalles invitándonos a reflexionar y confrontar nuestra vida de cristianos con la Palabra de Dios.

Tras la muerte y sepultura de Jesús, los discípulos sienten que también sobre ellos ha caído una losa; han perdido las esperanzas puestas en Jesús; por muchos milagros que hiciera en vida, ¿qué podían esperar de un cadáver? Temen que pueda ocurrirles lo mismo que le sucedió al Maestro y atrancan las puertas por miedo a los judíos (v.19). Las puertas cerradas reflejan el miedo de los discípulos, pero también demuestran el poder del Cristo resucitado. Cuando S. Juan escribe su evangelio eran tiempos de persecución, algunos cristianos habían abandonado la fe, pero otros muchos, a pesar de las persecuciones -como ocurre hoy en tantos lugares del mundo: en Sri Lanka, en Pakistán, en Nigeria, en Egipto…-, juntos, seguían reuniéndose los domingos para celebrar. Y ahí, reunidos, con miedo por ser perseguidos, se presenta Cristo, les saluda con la paz y les muestra las manos y el costado (v.20). A pesar de que tengan las puertas cerradas, Jesús se hace presente. La Resurrección vence todos los obstáculos. Los discípulos se alegraron al ver al Señor (v. 20) y Jesús les confirma su resurrección corporal y su cuerpo es perfectamente reconocible por sus discípulos.

El primer don de la resurrección es la Paz, pero no la paz del mundo sino la paz de sentirse llenos del Espíritu Santo, paz a pesar de ser perseguidos por un mundo que les odiará tanto como odió a Jesús. Y con la paz reciben el regalo del Espíritu por parte del Resucitado. El Espíritu será quien les haga posible ejercer la misión. El Espíritu renovará la vida de los discípulos; de hombres temerosos y encerrados para escapar del peligro, ahora encuentran la fuerza para levantarse, para abrir la puerta, salir afuera, y empezar a gritar con todas sus fuerzas que Cristo ha resucitado. Al insistir en lo que ocurrió el primer día de la semana, el evangelista expresa la costumbre de la comunidad de reunirse este día para celebrar la eucaristía. Es el día del Señor. Este será su punto de partida para ellos, y nunca más temerán ni dudarán. Pero si los discípulos temían a los judíos era porque no se habían encontrado con Cristo resucitado. La presencia de Jesús convierte el miedo de los discípulos en alegría y en testigos de la resurrección. Con esta actitud miedosa de los apóstoles nos identificamos nosotros. El miedo nos acobarda, nos impide ser testigos de Jesús y proclamar libremente al Señor resucitado. La presencia de Cristo en cada eucaristía –si estamos atentos a lo que hacemos- rompe los cerrojos de nuestros miedos, ilumina nuestras oscuridades para darnos esperanza y dar un nuevo sentido a nuestra vida. Junto al miedo y la oscuridad aparece otro elemento de muerte: las puertas cerradas. El Señor resucitado nos abre a la comunidad y a cada individuo. Y en cada eucaristía el Señor también nos dice: sé testigo, vete a decir a mis hermanos: Recibid el don del Espíritu Santo.

El culto, la alabanza, la alegría y la fiesta de la eucaristía son indispensables para creer en el Resucitado, pero la misión, la vida externa, el anuncio, es la otra cara del ser cristiano, sin la cual no existe plenitud y ni fidelidad. La implicación es que la paz de Jesús penetra la vida entera del discípulo, tanto en los tiempos buenos como en los tiempos de persecución, pero la fe en la resurrección es un proceso, que va más allá de la alegría que sentimos en la Pascua. No sólo tenemos momentos de alegría en nuestra relación con Dios, también tendremos momentos de miedo, incredulidad y duda. Pero el poder de la fe en la resurrección permanece con nosotros siempre, pese a las dificultades, como les ocurrió a los apóstoles y ha ocurrido y sigue ocurriendo a tantos cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia.

Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua. El texto evangélico nos ofrece una serie de detalles invitándonos a reflexionar y confrontar nuestra vida de cristianos con la Palabra de Dios.

Tras la muerte y sepultura de Jesús, los discípulos sienten que también sobre ellos ha caído una losa; han perdido las esperanzas puestas en Jesús; por muchos milagros que hiciera en vida, ¿qué podían esperar de un cadáver? Temen que pueda ocurrirles lo mismo que le sucedió al Maestro y atrancan las puertas por miedo a los judíos (v.19). Las puertas cerradas reflejan el miedo de los discípulos, pero también demuestran el poder del Cristo resucitado. Cuando S. Juan escribe su evangelio eran tiempos de persecución, algunos cristianos habían abandonado la fe, pero otros muchos, a pesar de las persecuciones -como ocurre hoy en tantos lugares del mundo: en Sri Lanka, en Pakistán, en Nigeria, en Egipto…-, juntos, seguían reuniéndose los domingos para celebrar. Y ahí, reunidos, con miedo por ser perseguidos, se presenta Cristo, les saluda con la paz y les muestra las manos y el costado (v.20). A pesar de que tengan las puertas cerradas, Jesús se hace presente. La Resurrección vence todos los obstáculos. Los discípulos se alegraron al ver al Señor (v. 20) y Jesús les confirma su resurrección corporal y su cuerpo es perfectamente reconocible por sus discípulos.

El primer don de la resurrección es la Paz, pero no la paz del mundo sino la paz de sentirse llenos del Espíritu Santo, paz a pesar de ser perseguidos por un mundo que les odiará tanto como odió a Jesús. Y con la paz reciben el regalo del Espíritu por parte del Resucitado. El Espíritu será quien les haga posible ejercer la misión. El Espíritu renovará la vida de los discípulos; de hombres temerosos y encerrados para escapar del peligro, ahora encuentran la fuerza para levantarse, para abrir la puerta, salir afuera, y empezar a gritar con todas sus fuerzas que Cristo ha resucitado. Al insistir en lo que ocurrió el primer día de la semana, el evangelista expresa la costumbre de la comunidad de reunirse este día para celebrar la eucaristía. Es el día del Señor. Este será su punto de partida para ellos, y nunca más temerán ni dudarán. Pero si los discípulos temían a los judíos era porque no se habían encontrado con Cristo resucitado. La presencia de Jesús convierte el miedo de los discípulos en alegría y en testigos de la resurrección. Con esta actitud miedosa de los apóstoles nos identificamos nosotros. El miedo nos acobarda, nos impide ser testigos de Jesús y proclamar libremente al Señor resucitado. La presencia de Cristo en cada eucaristía –si estamos atentos a lo que hacemos- rompe los cerrojos de nuestros miedos, ilumina nuestras oscuridades para darnos esperanza y dar un nuevo sentido a nuestra vida. Junto al miedo y la oscuridad aparece otro elemento de muerte: las puertas cerradas. El Señor resucitado nos abre a la comunidad y a cada individuo. Y en cada eucaristía el Señor también nos dice: sé testigo, vete a decir a mis hermanos: Recibid el don del Espíritu Santo.

El culto, la alabanza, la alegría y la fiesta de la eucaristía son indispensables para creer en el Resucitado, pero la misión, la vida externa, el anuncio, es la otra cara del ser cristiano, sin la cual no existe plenitud y ni fidelidad. La implicación es que la paz de Jesús penetra la vida entera del discípulo, tanto en los tiempos buenos como en los tiempos de persecución, pero la fe en la resurrección es un proceso, que va más allá de la alegría que sentimos en la Pascua. No sólo tenemos momentos de alegría en nuestra relación con Dios, también tendremos momentos de miedo, incredulidad y duda. Pero el poder de la fe en la resurrección permanece con nosotros siempre, pese a las dificultades, como les ocurrió a los apóstoles y ha ocurrido y sigue ocurriendo a tantos cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia.

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