/ martes 26 de marzo de 2019

La crisis venezolana y la Guerra Fría

El caso venezolano bien puede entenderse como uno de los últimos residuos de la Guerra Fría, siendo la caída de la dictadura cubana el que dé fin a ese ominoso periodo del siglo XX, del que al parecer seguimos anclados.

Y no es que a treinta años de la caída del Muro de Berlín el mundo sea el mismo, pero lo que prevalece a la hora de abordar un conflicto son las mismas vetustas categorías que en nuestro tiempo nos dicen poco o nada de lo que ocurre en el planeta.

El pensamiento binario, aquel que dividía al mundo en dos bandos antagónicos perfectamente identificados y de fácil enmarcación, es el que sobresale en estos meses aciagos mientras la crisis en Venezuela parece no llegar a su fin.

Son pocos los que abiertamente defienden el represivo régimen de Nicolás Maduro. Algunos de ellos: Yeidckol Polevnsky, presidenta de Morena, John Ackerman, académico y esposo de la secretaria de la Función Pública, Fernández Noroña, diputado federal por Morena, Héctor Díaz Polanco, funcionario de Morena.

¿Ello hace a Morena un Partido pro-madurista? No necesariamente, ya que existe, no tan vocal ni histriónica, una crítica interna de algunos miembros de ese Partido hacia el régimen venezolano y a sus correligionarios simpatizantes del régimen.

Más preocupante, cuando menos decepcionante es la postura tibia de López Obrador frente al conflicto. No se le pide una actitud intervencionista, ruin, como a la que apela el PAN, Bolsonaro, Vicente Fox. Pero su presunto respeto a la autodeterminación de otras naciones no debe estar peleado con el reconocimiento expreso de las cotidianas violaciones a los derechos humanos y la progresiva crisis económica provocada por el dictadorzuelo Maduro (no sé qué trastorno cognitivo tendrá el que crea que al voltear a ver la desgracia ajena uno minimice, incluso olvide los grandes problemas de nuestro país, pero ese ya es otro tema).

Desde que en 2017, a la vieja usanza de las peores prácticas golpistas Maduro disolvió el Congreso que le era mayoritariamente opositor, el problema se agravó y condujo a la actual crisis constitucional, con un interino Juan Guaidó parcialmente reconocido y en donde la posición de algunas potencias no está exenta de (una vez más) viejos intereses geoestratégicos que buscan formar bloques para consolidar hegemonías.

La situación es evidentemente compleja, con matices y múltiples aristas que deben contemplarse para revertir los estragos de la tragedia. Pero, decíamos al principio, el sistema categorial del que se echa mano no admite más que una perspectiva dicotómica: no aceptar sin reservas Guaidó es hacerle el juego a Maduro y pedir a países y organizaciones una postura clara sobre la dictadura venezolana es ser cómplice del intervencionismo de Trump.

Parece que uno lee entre líneas: “imperialismo yanqui” y “amenaza comunista”. O más bien es lo que abiertamente se manifiesta y acaso se maquilla con algún otro concepto o argumento que intente rehuir al tópico. Buscar un “punto medio” sería dar cabida a ese antagonismo que entiende el mundo dividido en dos bloques. Mejor sería salir de tal esquema, eludir esa geometría ideológica que lastra el necesario debate sobre este y cualquier otro tema.

El caso venezolano bien puede entenderse como uno de los últimos residuos de la Guerra Fría, siendo la caída de la dictadura cubana el que dé fin a ese ominoso periodo del siglo XX, del que al parecer seguimos anclados.

Y no es que a treinta años de la caída del Muro de Berlín el mundo sea el mismo, pero lo que prevalece a la hora de abordar un conflicto son las mismas vetustas categorías que en nuestro tiempo nos dicen poco o nada de lo que ocurre en el planeta.

El pensamiento binario, aquel que dividía al mundo en dos bandos antagónicos perfectamente identificados y de fácil enmarcación, es el que sobresale en estos meses aciagos mientras la crisis en Venezuela parece no llegar a su fin.

Son pocos los que abiertamente defienden el represivo régimen de Nicolás Maduro. Algunos de ellos: Yeidckol Polevnsky, presidenta de Morena, John Ackerman, académico y esposo de la secretaria de la Función Pública, Fernández Noroña, diputado federal por Morena, Héctor Díaz Polanco, funcionario de Morena.

¿Ello hace a Morena un Partido pro-madurista? No necesariamente, ya que existe, no tan vocal ni histriónica, una crítica interna de algunos miembros de ese Partido hacia el régimen venezolano y a sus correligionarios simpatizantes del régimen.

Más preocupante, cuando menos decepcionante es la postura tibia de López Obrador frente al conflicto. No se le pide una actitud intervencionista, ruin, como a la que apela el PAN, Bolsonaro, Vicente Fox. Pero su presunto respeto a la autodeterminación de otras naciones no debe estar peleado con el reconocimiento expreso de las cotidianas violaciones a los derechos humanos y la progresiva crisis económica provocada por el dictadorzuelo Maduro (no sé qué trastorno cognitivo tendrá el que crea que al voltear a ver la desgracia ajena uno minimice, incluso olvide los grandes problemas de nuestro país, pero ese ya es otro tema).

Desde que en 2017, a la vieja usanza de las peores prácticas golpistas Maduro disolvió el Congreso que le era mayoritariamente opositor, el problema se agravó y condujo a la actual crisis constitucional, con un interino Juan Guaidó parcialmente reconocido y en donde la posición de algunas potencias no está exenta de (una vez más) viejos intereses geoestratégicos que buscan formar bloques para consolidar hegemonías.

La situación es evidentemente compleja, con matices y múltiples aristas que deben contemplarse para revertir los estragos de la tragedia. Pero, decíamos al principio, el sistema categorial del que se echa mano no admite más que una perspectiva dicotómica: no aceptar sin reservas Guaidó es hacerle el juego a Maduro y pedir a países y organizaciones una postura clara sobre la dictadura venezolana es ser cómplice del intervencionismo de Trump.

Parece que uno lee entre líneas: “imperialismo yanqui” y “amenaza comunista”. O más bien es lo que abiertamente se manifiesta y acaso se maquilla con algún otro concepto o argumento que intente rehuir al tópico. Buscar un “punto medio” sería dar cabida a ese antagonismo que entiende el mundo dividido en dos bloques. Mejor sería salir de tal esquema, eludir esa geometría ideológica que lastra el necesario debate sobre este y cualquier otro tema.