/ martes 21 de enero de 2020

La fiesta taurina: El ocaso de una diversión incomprendida

Cuando referenciamos las diversiones públicas que hicieron época en las postrimerías del Durango colonial, citamos irremisiblemente a la tauromaquia; no obstante que el gusto por el espectáculo taurino se remite a la influencia de los conquistadores españoles, los registros del tema en los archivos oficiales, se remontan con mayor prontitud en la segunda mitad del siglo XVIII hasta nuestros días.

Un tema polémico desde antaño, con sus pros y sus contras; con una sociedad que complacía su esparcimiento familiar y personal, a la sazón de una nostálgica tradición que se amoldaba a su estatus según su dignidad y economía, reflejada en los palcos o sitiales preponderantes del coso taurino; pero de igual manera, permeó en los estratos bajos de la sociedad, que observaban delirantes el espectáculo, entre la algarabía y el alcohol, como el conducto ideal para desahogar el constreñido grito libertario que incitaba la suerte del novillero y la brutalidad del toro.

Una y mil historias se entretejieron en la Perla del Guadiana, a través de la suerte taurina; Durango, se afianzó por largo tiempo, como la chispa de la tauromaquia en México, por el reconocimiento a su calidad en la bravura del astado que rompió esquemas preestablecidos en las lidias.

Los toreros más prestigiados que acudían a torear en Durango, consideraban la plaza de gran reputación, medularmente fueron los matadores españoles los que influyeron al prestigio del coso norteño, impulsándola allende las fronteras duranguenses.

En los últimos años, la sociedad durangueña ha transformado su concepción respecto a la tauromaquia; las diversiones de antaño han pasado a formar parte de una práctica que ha caído en la obsolescencia y que paulatinamente se han estado arrojado al basurero esas costumbres y tradiciones, mas no de la historia.

De manera sorprendente, hace más de cien años, las corridas de toros eran semanales y en la actualidad apenas sí se realizan dos anuales, pero con enorme censura ciudadana.

Aunque existen partidarios de la fiesta brava, el público taurófilo se amolda a las circunstancias evolutivas de una sociedad más demandante de una diversión con mayor variación, y que no impliquen sangre de por medio. Durango ha sido el escenario conocimiento de una época brillante en materia taurina desde principios del siglo XIX hasta después de la Revolución Mexicana y que hoy poco o nada se recuerda en la actualidad, pero su historia ha quedado plasmada en memorables crónicas periodísticas y de archivo, y justamente este espacio editorial pretende dar vigencia.

Actualmente los anti taurinos se muestran inconformes por sistema, hoy en día está de moda que la sociedad manifieste sus molestias por todo y contra todo y la fiesta de los toros no es la excepción. Lo que sí estamos seguros que la tauromaquia en Durango, es referencia obligada de un pasado reciente colmado de un sinfín de anécdotas que hicieron época en el contexto local e internacional.

Cuando referenciamos las diversiones públicas que hicieron época en las postrimerías del Durango colonial, citamos irremisiblemente a la tauromaquia; no obstante que el gusto por el espectáculo taurino se remite a la influencia de los conquistadores españoles, los registros del tema en los archivos oficiales, se remontan con mayor prontitud en la segunda mitad del siglo XVIII hasta nuestros días.

Un tema polémico desde antaño, con sus pros y sus contras; con una sociedad que complacía su esparcimiento familiar y personal, a la sazón de una nostálgica tradición que se amoldaba a su estatus según su dignidad y economía, reflejada en los palcos o sitiales preponderantes del coso taurino; pero de igual manera, permeó en los estratos bajos de la sociedad, que observaban delirantes el espectáculo, entre la algarabía y el alcohol, como el conducto ideal para desahogar el constreñido grito libertario que incitaba la suerte del novillero y la brutalidad del toro.

Una y mil historias se entretejieron en la Perla del Guadiana, a través de la suerte taurina; Durango, se afianzó por largo tiempo, como la chispa de la tauromaquia en México, por el reconocimiento a su calidad en la bravura del astado que rompió esquemas preestablecidos en las lidias.

Los toreros más prestigiados que acudían a torear en Durango, consideraban la plaza de gran reputación, medularmente fueron los matadores españoles los que influyeron al prestigio del coso norteño, impulsándola allende las fronteras duranguenses.

En los últimos años, la sociedad durangueña ha transformado su concepción respecto a la tauromaquia; las diversiones de antaño han pasado a formar parte de una práctica que ha caído en la obsolescencia y que paulatinamente se han estado arrojado al basurero esas costumbres y tradiciones, mas no de la historia.

De manera sorprendente, hace más de cien años, las corridas de toros eran semanales y en la actualidad apenas sí se realizan dos anuales, pero con enorme censura ciudadana.

Aunque existen partidarios de la fiesta brava, el público taurófilo se amolda a las circunstancias evolutivas de una sociedad más demandante de una diversión con mayor variación, y que no impliquen sangre de por medio. Durango ha sido el escenario conocimiento de una época brillante en materia taurina desde principios del siglo XIX hasta después de la Revolución Mexicana y que hoy poco o nada se recuerda en la actualidad, pero su historia ha quedado plasmada en memorables crónicas periodísticas y de archivo, y justamente este espacio editorial pretende dar vigencia.

Actualmente los anti taurinos se muestran inconformes por sistema, hoy en día está de moda que la sociedad manifieste sus molestias por todo y contra todo y la fiesta de los toros no es la excepción. Lo que sí estamos seguros que la tauromaquia en Durango, es referencia obligada de un pasado reciente colmado de un sinfín de anécdotas que hicieron época en el contexto local e internacional.