/ viernes 8 de julio de 2022

La justicia en su laberinto

La impunidad se ha instalado como uno de los desafíos mayúsculos cuando hablamos no sólo del presente sino del porvenir social a escala planetaria. Romper la ley sin ninguna consecuencia es uno de los peores rasgos que pueden identificar a una colectividad, ya que si las normas jurídicas están hechas para mantener un orden, el solo hecho de que su transgresión no acarree ninguna clase de efectos en determinados casos no puede ser sino un indicio de que algo está fallando en la raíz misma del sistema. Sin pilares sólidos, simple y sencillamente no hay mucho espacio hacia dónde dirigirse.

El cumplimiento de la ley, en esta tesitura, se asocia con el Estado de Derecho; lo contrario resulta en una erosión de este concepto tan fundamental y elemental en democracia y en cualquier Estado constitucional que se precie de serlo. Ya desde hace varios años la organización no gubernamental World Justice Project ha puntualizado que el deterioro del Estado de Derecho es cada vez más patente a lo largo y ancho del mundo. Por ejemplo, en el más reciente de sus reportes, lanzado en 2021 pero correspondiente a 2020, se indica con meridiana claridad que más países han declinado que mejorado en el desempeño general de la noción que nos ocupa. De hecho, un 74.2% de países estudiados empeoró con relación a 2019, mientras que únicamente un 25.8% superó sus notas, lo cual necesita ser subrayado y ponderado adecuadamente.

Adminiculado con lo anterior, otro dato sumamente revelador es que, en ese 74.2% de países aludido, hay ni más ni menos que alrededor de 6.5 mil millones de personas que experimentan esa fractura profunda de la cultura de la legalidad -y no cualquier clase de rotura-. Esta fórmula es sumamente trascendente por sí misma, en razón de que se vincula con la cultura constitucional, con la cultura de derechos fundamentales e, incluso, con una cultura política y una cultura cívica que son básicas para lograr una convivencia mucho más armoniosa. El Derecho y los derechos, por otro lado, deberían fungir como una auténtica coraza ante las constantes amenazas que recibe la paz como eje articulador de los sistemas sociales. No es para nada ocioso afirmar que en su reivindicación todas las personas tenemos un rol estelar.

Es por todo lo anterior que, como lo vaticinó hace cientos de años el célebre poeta de la Grecia clásica Sófocles, “un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo”. De esta advertencia o llamada de atención no puede escapar ninguna nación, pues aunque haya algunas más proclives al respeto de la ley -como típicamente lo han mostrado y demostrado las escandinavas, sólo por citar un ejemplo-, la tentación de quebrantarla es cotidiana y se presenta de momento a momento. La causa de lo aquí expuesto es multifactorial, pues en ello intervienen aspectos como la criminalidad, la pobreza, la desigualdad, la ausencia de una institucionalidad fuerte y de mecanismos idóneos de garantía para el conjunto de los derechos fundamentales.

La impunidad no sólo es algo indeseable sino una situación que lastima los cimientos del Estado constitucional y democrático de Derecho, el cual no puede sobrevivir -o al menos no en su configuración idónea- a sabiendas de que la regulación en muchas de las ocasiones brilla por su ausencia, pues aunque se tenga un sistema jurídico bien construido, algo siempre habrá de fallar si no hay castigos ejemplares para los infractores de la referida normatividad.

DATO

Ya desde hace varios años la organización no gubernamental World Justice Project ha puntualizado que el deterioro del Estado de Derecho es cada vez más patente a lo largo y ancho del mundo.

Sófocles

“Un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo”

La impunidad se ha instalado como uno de los desafíos mayúsculos cuando hablamos no sólo del presente sino del porvenir social a escala planetaria. Romper la ley sin ninguna consecuencia es uno de los peores rasgos que pueden identificar a una colectividad, ya que si las normas jurídicas están hechas para mantener un orden, el solo hecho de que su transgresión no acarree ninguna clase de efectos en determinados casos no puede ser sino un indicio de que algo está fallando en la raíz misma del sistema. Sin pilares sólidos, simple y sencillamente no hay mucho espacio hacia dónde dirigirse.

El cumplimiento de la ley, en esta tesitura, se asocia con el Estado de Derecho; lo contrario resulta en una erosión de este concepto tan fundamental y elemental en democracia y en cualquier Estado constitucional que se precie de serlo. Ya desde hace varios años la organización no gubernamental World Justice Project ha puntualizado que el deterioro del Estado de Derecho es cada vez más patente a lo largo y ancho del mundo. Por ejemplo, en el más reciente de sus reportes, lanzado en 2021 pero correspondiente a 2020, se indica con meridiana claridad que más países han declinado que mejorado en el desempeño general de la noción que nos ocupa. De hecho, un 74.2% de países estudiados empeoró con relación a 2019, mientras que únicamente un 25.8% superó sus notas, lo cual necesita ser subrayado y ponderado adecuadamente.

Adminiculado con lo anterior, otro dato sumamente revelador es que, en ese 74.2% de países aludido, hay ni más ni menos que alrededor de 6.5 mil millones de personas que experimentan esa fractura profunda de la cultura de la legalidad -y no cualquier clase de rotura-. Esta fórmula es sumamente trascendente por sí misma, en razón de que se vincula con la cultura constitucional, con la cultura de derechos fundamentales e, incluso, con una cultura política y una cultura cívica que son básicas para lograr una convivencia mucho más armoniosa. El Derecho y los derechos, por otro lado, deberían fungir como una auténtica coraza ante las constantes amenazas que recibe la paz como eje articulador de los sistemas sociales. No es para nada ocioso afirmar que en su reivindicación todas las personas tenemos un rol estelar.

Es por todo lo anterior que, como lo vaticinó hace cientos de años el célebre poeta de la Grecia clásica Sófocles, “un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo”. De esta advertencia o llamada de atención no puede escapar ninguna nación, pues aunque haya algunas más proclives al respeto de la ley -como típicamente lo han mostrado y demostrado las escandinavas, sólo por citar un ejemplo-, la tentación de quebrantarla es cotidiana y se presenta de momento a momento. La causa de lo aquí expuesto es multifactorial, pues en ello intervienen aspectos como la criminalidad, la pobreza, la desigualdad, la ausencia de una institucionalidad fuerte y de mecanismos idóneos de garantía para el conjunto de los derechos fundamentales.

La impunidad no sólo es algo indeseable sino una situación que lastima los cimientos del Estado constitucional y democrático de Derecho, el cual no puede sobrevivir -o al menos no en su configuración idónea- a sabiendas de que la regulación en muchas de las ocasiones brilla por su ausencia, pues aunque se tenga un sistema jurídico bien construido, algo siempre habrá de fallar si no hay castigos ejemplares para los infractores de la referida normatividad.

DATO

Ya desde hace varios años la organización no gubernamental World Justice Project ha puntualizado que el deterioro del Estado de Derecho es cada vez más patente a lo largo y ancho del mundo.

Sófocles

“Un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo”